Año mariano bajo el signo de la esperanza
Queridos diocesanos:
Al recaer este año en Domingo la fecha de la coronación pontificia de la imagen de la Mare de Déu del Lledó, el día 4 de mayo, estamos celebrando el III Año Mariano de Lledó. Para caminar en comunión con la Iglesia Universal, el año mariano coincide en el tiempo y en el objetivo con el Jubileo ordinario 2025, ‘peregrinos de la esperanza’. Deseamos que ambos sean para todos una ocasión propicia para reavivar la esperanza.
Como en anteriores años marianos hemos trasladado la imagen de la Virgen a la Con-catedral de Santa María el día uno de mayo donde permanecerá hasta este domingo, cuatro de mayo, día de la fiesta mayor. Su visita a la Ciudad, que nos recuerda la visitación de María a su prima Isabel, nos ofrece a todos la oportunidad de sentir su cercanía, ayuda y protección. Niños, jóvenes y adultos, enfermos y ancianos no impedidos podemos visitarla, para mostrarle nuestro cariño y contarle nuestras alegrías y nuestras penas, nuestros desconsuelos y desalientos.
En la sociedad actual ha anidado el desencanto; el hombre de hoy está de vuelta de grandes ilusiones y tiene miedo al futuro, siempre incierto y, con frecuencia, amenazador. En nuestro mundo hay signos claros de falta de esperanza. Por miedo a la muerte hay crisis de confianza en el futuro; se recure al esoterismo para querer predecir el futuro. Como ha dejado escrito el Papa Francisco, necesitamos abrirnos más a la esperanza ofrecida por el evangelio que es el antídoto para el espíritu de desesperanza que crece en la sociedad. La esperanza es la virtud que nos mantiene firmes, mientras navegamos las aguas turbulentas de un mundo en el que cada vez aparecen más peligros como la atracción del materialismo que asfixia los auténticos valores espirituales y culturales, y el espíritu de competencia desenfrenado que genera egoísmos, hambrunas, desplazamientos, conflictos y guerras. Tampoco nosotros en la Iglesia estamos ajenos a estos riesgos y tentaciones.
La esperanza no defrauda nunca, afirmaba Francisco en la bula de convocatoria del Jubileo. Y cuantas veces repitió en su vida nos os dejéis robar la esperanza. Se refería a la virtud teologal de la esperanza, “por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo” (Catecismo 1817).
El Año Mariano nos ofrece una ocasión preciosa para contemplar a María como madre de la esperanza y de sus manos recuperar, reavivar o fortalecer la esperanza. La Virgen Maria es la Madre de Dios: nos da a Cristo, nuestra Esperanza; ella nos muestra a Jesús y nos conduce hacia Él; María es el camino seguro para llegar a Cristo resucitado y vivo, para encontrarnos con El, único Señor y Salvador. Él es nuestra esperanza, la vida en plenitud y eterna, el objeto de nuestra esperanza santa.
María es aquí y ahora “signo de futura esperanza y de consolación, hasta que llegue el día del Señor” (LG 68). Ella es la primicia de la redención; más aún, ella por su asunción en cuerpo y alma a los cielos participa ya de la vida gloriosa de su Hijo resucitado. María es así el signo cierto de esa meta hacia la que se orienta la esperanza de los cristianos. “Glorificada ya en cuerpo y alma” (LG 68), la Virgen se sitúa delante de nosotros como el gran signo que nos precede a los peregrinos por los caminos de esta vida.
María es por ello motivo de aliento para todos. No hay nadie más desgraciado que el que limita sus esperanzas a lo que puede ofrecerle la vida presente (cf. 1 Cor 15,19). La esperanza que no va más allá de las fronteras de esta vida no puede engendrar más que tensión e infelicidad. Solamente la esperanza en la vida y felicidad eternas es lo que enciende la chispa de la certeza. Esa esperanza, fundada en la fidelidad de Dios a su palabra, es el motivo de aliento supremo. María es su “gran señal”, que asegura nuestra esperanza y confirma nuestro aliento.
Acudamos a la Mare de Déu en todos los momentos de nuestra vida, y, en especial, en los momentos de debilidad o de dificultad, de dolor o de aflicción, de desaliento y desesperanza. Como una buena madre, María nos llevará a su Hijo. Somos peregrinos de la esperanza, que no defrauda. María nos acompaña siempre. Toda la vida cristiana es como una peregrinación hacía la casa del Padre, al encuentro definitivo con el Señor resucitado.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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