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Homilía en la fiesta de la Mare de Déu del Lledó

6 de mayo de 2025/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2025/por obsegorbecastellon

S.I. Con-catedral de Santa María em Castellón, 4 de mayo de 2025

III Domingo de Pascua

(Hech 5,27b.-32.40b-41; Magnificat;  Ap 5,11-14; Jn 21,1-19)

Hermanas y hermanos todos en el Señor.

1. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido a la Concatedral para esta Misa estacional en este III Año Mariano de Lledó. Saludo fraternalmente a los sacerdotes concelebrantes, al Ilmo. Cabildo Concatedral, al Sr. Prior de la Basílica, al Sr. Prior y al Sr. Prior de la Real Cofradía de la Mare de Déu del Lledó, a su Presidente, Directiva y los Hermanos cofrades, a la Sra. Presidenta y a las Camareras de la Virgen. Mi saludo también a la Sra. Regidora de Ermitas, y al Clavario y al Perot de este año. Saludo con respeto y agradecimiento a la Excma. Sra. Alcaldesa, a los Miembros de la Corporación Municipal de Castellón y al resto de autoridades provinciales, autonómicas y nacionales, civiles y militares, así como a las Reinas Mayor e Infantil de las Fiestas. Mi saludo también a los diáconos y seminaristas que nos asisten. Y un recuerdo muy especial a los enfermos e impedidos a salir de de sus casas.

            Es una verdadera alegría celebrar cada primer domingo de mayo esta Eucaristía para cantar y honrar a nuestra Reina y Señora, la Mare de Déu del Lledó. En este tiempo pascua, nuestra alegría se hace más intensa al sentir de modo especial la presencia del Señor resucitado en medio nosotros: es Él mismo quien nos convoca para actualizar el misterio pascual en este día que celebramos también la Dedicación de esta Santa Iglesia Concatedral.

            Hemos venido para estar con nuestra Mareta en el día de su Fiesta. De nuevo invocamos su protección maternal: en su regazo encontramos consuelo maternal y bajo su protección encontramos el aliento necesario para seguir caminando con esperanza como cristianos discípulos misioneros del Señor. En verdad: necesitamos su palabra, su aliento y su ejemplo en nuestro peregrinaje terrenal.

            María siempre nos ofrece a su Hijo. Su deseo más ferviente es llevarnos al encuentro con Jesús, el Señor resucitado, para que se aviven y afiancen nuestra fe vida cristiana y nuestra devoción mariana. Ella, la mujer oyente de la Palabra, nos enseña a escuchar y acoger la Palabra de Dios de este III Domingo de Pascua. De la riqueza de la Palabra proclamada esta mañana, nos vamos a fijar en cuatro palabras: creer, anunciar, testimoniar y adorar. Creer que Cristo ha resucitado verdaderamente, anunciarlo de palabra, testimoniarlo con la vida y adorar a Cristo como Dios y Señor.

2. En primer lugar, la Palabra de Dios nos invita a creer que Cristo ha resucitado verdaderamente. ¡Cristo ha resucitado! Esta es la verdad fundamental de nuestra fe cristiana y de nuestra devoción mariana. Porque “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe”, nos recuerda san Pablo (1Cor 15, 14). Y si Cristo no ha resucitado, nuestra devoción a la Mare de Déu sería vana, vacía: no podríamos dirigirnos en verdad a la Virgen como alguien que vive gloriosa, nos escucha, protege, alienta y da esperanza. Pero no: Cristo vive porque ha resucitado y la Mare de Déu vive porque, asunta en cuerpo y alma a los cielos, participa ya de la vida gloriosa de su Hijo.

             “No está aquí. Ha resucitado” (Lc 24,5).  Es el anuncio de aquellos dos hombres con vestidos refulgentes a las mujeres que habían acudido de madrugada al sepulcro con aromas y lo encuentran vacío. No estaba allí no porque lo hubieran robado o trasladado de lugar. No estaba allí, porque ha resucitado. Esta es la gran verdad de nuestra fe. Aquel, “a quien mataron colgándolo de un madero”, Dios lo ha resucitado (cf. Hech 5,30-31). La resurrección de Jesús no es un mito o una historia piadosa, no es una leyenda fruto de la profunda frustración de un puñado de discípulos o una experiencia mística. La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico y real que sucede una sola vez y una vez por todas. El que murió bajo Poncio Pilatos, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos. No se trata de la vuelta a esta vida de un muerto para volver a morir. El cuerpo muerto y sepultado de Jesús vive ya glorioso y para siempre junto a Dios.

El hecho mismo de la resurrección de Jesús, el paso por la muerte a la vida gloriosa, no tuvo testigos. Es algo que escapa a nuestras categorías de tiempo y espacio. María Magdalena, las otras mujeres, los apóstoles y los discípulos se encuentran con Cristo ya resucitado. Para aceptar el sepulcro vacío como signo de que Jesús ha resucitado es necesaria le fe, como en el caso de Juan, que “vio y creyó” (Jn 20,8); y como en el caso de la mujeres y el resto de los discípulos es necesario el encuentro personal con el Resucitado. Sólo así se superan las dudas y la incredulidad inicial.

Como en el caso de los discípulos, creer que Jesus ha resucitado pide también de nosotros un acto personal de fe, fiándonos del testimonio de los apóstoles; un testimonio que nos es trasmitido en la Sagrada Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. Nuestra fe no es credulidad débil o fácil; se basa en el signo del sepulcro vació y en el testimonio unánime y veraz de aquellos que trataron con Jesús directamente en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra, como nos recuerda el libro de los Hechos de los Apóstoles (10, 39-41). A los testigos se les cree, según la confianza que merecen, según la credibilidad que se les reconoce. Pedro y el resto de los Apóstoles dan testimonio de algo de lo que están profundamente convencidos. Tan convencidos, que llegarán a dar la vida por ser testigos de la resurrección de Cristo. .

3. El encuentro de los discípulos con Jesús resucitado fue un encuentro real y profundo;  tan profundo que pasaron de la tristeza a la alegría, de la decepción a la esperanza, del miedo a los judíos a mostrarse ante ellos como los discípulos de Jesús. Todas las dimensiones de su existencia cambiaron de raíz: su pensar, su sentir y su actuar. Este encuentro los movilizó y los impulsó a contar lo que habían visto y experimentado.

            La primera lectura de hoy nos recuerda la fuerza con que Pedro y los demás Apóstoles anuncian a Cristo resucitado, hablan en su nombre y predican el Evangelio. Al mandato del Sumo Sacerdote y del Sanedrín de callar, de no seguir enseñando en el nombre de Jesús, ellos responden: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech 5,29). No temen ser azotados, ultrajados y encarcelados.

            El Señor resucitado sale hoy a nuestro encuentro. Él está en medio de nosotros y nos invita a todos a dejarnos encontrar o reencontrar personalmente por Él para fortalecer o recuperar la alegría de nuestra fe y de nuestra condición de cristianos. Como entonces, este encuentro ha de ser personal y transformador de nuestras personas, de nuestras mentes y corazones, de toda nuestra vida personal y comunitaria; un encuentro que nos movilice a anunciar a todos la buena y gran noticia de la resurrección del Señor. Y este encuentro es posible: el Resucitado está entre nosotros, nos habla con su Palabra, se nos da en la Eucaristía, y sale a nuestro encuentro en los pobres, en los hambrientos y sedientos, en los enfermos y necesitados, con los que Él se identifica.

            Pero ¿nos dejamos encontrar y transformar por el Resucitado? ¿Nos alegramos de ser sus discípulos y nos atrevemos a hablar de Cristo en la familia o con los que forman parte de nuestra vida cotidiana? O, más bien, ¿nos avergonzamos de ser cristianos, de anunciar a Jesucristo y su Evangelio a los hijos, a los jóvenes, a los compañeros de trabajo o de profesión? Nadie da lo que no tiene ni anuncia lo que no vive.

4. El anuncio de Pedro y de los Apóstoles no reduce a hacerlo con palabras; ellos dan testimonio de Cristo resucitado con la vida entera.

            En el Evangelio de hoy, Jesús pide a Pedro por tres veces que apaciente su grey y que lo haga con amor; y le anuncia: “Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras” (Jn 21,18). Esta es una palabra dirigida en primer lugar a nosotros, los pastores, queridos sacerdotes: no podemos apacentar el rebaño de Dios si no lo amamos y si no aceptamos ser llevados por la voluntad de Dios incluso donde no queremos, si no estamos dispuestos a dar testimonio de Cristo y de su Evangelio con la entrega de nuestras personas, sin reservas, sin cálculos, incluso a costa de incomprensiones, insultos, denuncias o cárcel.

            Pero esto vale para todos vosotros, queridos hermanos en Cristo: el Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado con nuestra vida. Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo y del Evangelio con mi vida? ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios, antes que a los hombres? ¿O me dejo llevar por ‘el qué dirán’, por lo políticamente correcto o por el pensamiento único? El testimonio de la fe tiene muchas formas; pero todas son importantes, incluso las que no destacan. Cada gesto es importante, también el pequeño y humilde testimonio tuyo y mío, también ese escondido de quien vive con sencillez su fe en la familia, el trabajo o el tiempo libre.

5. Pero anunciar de palabra y testimoniar con nuestra vida a Cristo muerto y resucitado para la vida del mundo, sólo es posible si nos dejamos encontrar y transformar por el Señor resucitado; y esto solo es posible si reconocemos a Jesucristo como “el Señor” (cf. Jn 21,7). Tener a Jesucristo resucitado como el Señor significa exclamar con el apóstol Tomás, “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28): es reconocer a Cristo como el Señor, el único Señor de nuestra vida, y adorarlo como Dios. El pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la adoración: miles y miles de ángeles, todas las creaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en adoración ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien se debe alabanza, honor y gloria (cf. Ap 5,11-14). Adorar a Dios es tenerlo como el centro de nuestra existencia, sintiendo que su presencia es la más real y más importante de todas. Adorar al Señor Jesús, el Hijo de Dios e Hijo de María, quiere decir darle el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir creer que únicamente él es quien guía nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos que Él es el único Dios de nuestra vida y de la historia.

            Y esto pide despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, en los que nos refugiamos, en los que buscamos y ponemos nuestra seguridad, nuestra salvación. Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como camino, verdad y vida de nuestra existencia.

6. Queridos hermanos y hermanas: el Señor resucitado sale a nuestro encuentro para que nos dejemos encontrar y transformar por él. El Señor nos llama a seguirlo con valentía y fidelidad. Él nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, con la palabra y con el testimonio de vida. Cristo resucitado nos invita a despojarnos de nuestros ídolos y a adorarle sólo a Él como nuestro Señor. Creer, anunciar, dar testimonio y adorar. Que la Mare de Déu del Lledó, dichosa por haber creído, nos lleve a Cristo resucitado y nos enseñe a llevarlo a los demás. Con Maria decimos: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador”. Amén.

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en el funeral por el Papa Francisco

4 de mayo de 2025/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2025, Papa Francisco/por obsegorbecastellon

S.I. Concatedral de Santa María en Castellón, 3 de mayo de 2025

(Sab 4,7-15; Salmo 22; Rom 14, 7-9.10c-12; Jn  21, 15-19)

Hermanas y hermanos, amados todos en el Señor.

1. El pasado lunes de Pascua, recién comenzada la celebración gozosa de la resurrección del Señor, el papa Francisco era llamado a la Casa del Padre. El Santo Padre vivía su propia pascua, su paso por la muerte al encuentro con el Señor resucitado. La noticia no dejaba de sorprendernos, aunque el Domingo de Pascua pudimos ver la precariedad de su salud. Quizás presintiendo que su vida terrena tocaba a su fin, Francisco quiso impartirnos la bendición pascual Urbi et Orbi e incluso pidió ser bajado a la plaza de San Pedro para despedirse de los fieles.

La noticia de su fallecimiento golpeó nuestro corazón por la separación de alguien tan querido, como el santo Padre. En los últimos días le hemos acompañado con nuestra oración. Y el sábado pasado pudimos unirnos espiritualmente a la Misa exequial en la plaza de San Pedro en el Vaticano. Han sido días de especial intensidad humana y espiritual. Esta mañana celebramos y ofrecemos el santo Sacrificio de la Misa por su eterno descanso. Nuestro corazón está dolorido por su muerte, pero también lleno de gozosa esperanza y de profunda gratitud.

2. Cada vez que celebramos la Santa Misa actualizamos la Pascua del Señor, su muerte y resurrección, fuente de vida eterna para “todo aquel que cree y vive en Él”  (cf. Jn 11,26). Hoy la celebramos en la pascua personal del Papa Francisco. Él ha pasado por el umbral de la muerte a la vida sin fin. Ha llegado a la Casa del Padre para el encuentro definitivo con Cristo Resucitado. Así lo creemos y esperamos; y así se lo pedimos fervientemente al Señor para quien le ha servido como su Vicario en la tierra, como siervo bueno y fiel, y como buen Pastor de su Iglesia con una entrega y un amor admirables hasta el último momento.

Sí, hermanos: esta es nuestra firme esperanza, porque el Papa ha sabido vivir con Cristo, muriendo poco a poco con Él, gastando y desgastando su vida para mejor servir a Cristo, a su Iglesia y a la humanidad. Intimidad con el Señor para llevar la cercanía y la misericordia de Dios a aquellos que más lo necesitan: los desfavorecidos y marginados de este mundo, los encarcelados y descartados, los emigrantes y los sin techo. Eso fue la vida de Francisco. A lo largo de su vida como jesuita, como arzobispo de Buenos y como Sucesor de Pedro hasta el último momento de vida, Francisco no vivió para sí mismo, sino que vivió siempre en el Señor para los demás: una espiritualidad que alimentada en su gran devoción al Corazón de Jesús, al que dedicó su última encíclica Dilexit nos. Vivió en el Señor y para el Señor, y ha muerto para Él sirviendo a los más pobres. En la vida y en la muerte ha sido del Señor (cf. Rom 14 7-9). Ha entregado toda su vida al Señor Jesús, al anuncio del Evangelio con palabras y gestos concretos y al servicio de la humanidad con una fidelidad, radicalidad y valentía encomiables.

A pesar de todas las penalidades e incomprensiones, el Papa Francisco ha sido una muestra conmovedora de una fe viva y vivida con gestos concretos de cercanía y de misericordia. Ha sido ejemplo de un amor a Jesucristo vivo y, en Él, a todo ser humano; un amor renovado día a día en sus largas horas de oración y en la celebración de la Eucaristía. Este amor ha sido la fuente y el centro de su ministerio y de su vida.

En el Evangelio hemos escuchado el último encuentro entre Jesús y Pedro. Antes de encomendarle el pastoreo de sus ovejas, Jesús preguntó a Pedro por tres veces: “Simón, ¿me amas?”. Y Pedro respondió: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero” (cf. Jn  21, 15-19). Así habrá sido ahora la pregunta de Jesús al Sucesor de Pedro. Al final de la vida nos examinaran del amor, cantamos en las exequias de difuntos. Así habrá sido el examen de Francisco con su Señor al final de su camino terrenal: si amó y dio su vida por sus ovejas, si dio su tiempo sin reservas, si ofreció sus fuerzas sin cansancio, si acogió y abrazó con ternura y misericordia. Porque lo que hicimos o dejamos de hacer por el prójimo, con Cristo mismo lo hicimos. Con las palabras del libro de la Sabiduría nos atrevemos a decir, que Francisco “agradó a Dios, y Dios lo amó” (Sab 4, 9). Y por ello pedimos al Señor, juez justo y misericordioso, que perdone sus pecados de acción u omisión y le otorgue la corona merecida: el abrazo definitivo y eterno de Cristo resucitado para participar de su gloria para siempre (cf. 2 Tim 4, 7-8).    

3. A nuestra súplica, llena de esperanza, por el Papa Francisco, unimos nuestra sincera acción de gracias a Dios, fuente y origen de todo bien. Damos gracias a Dios por el  regalo extraordinario que ha sido Francisco para la Iglesia y para la humanidad. Damos gracias por todos los dones que hemos recibido de Dios a través de este servidor bueno y fiel de Jesucristo, de la Iglesia y del mundo entero.

Dios nos ha concedido la gracia de un Papa sencillo y cercano que durante doce años pastoreó a la Iglesia Universal con una entrega extraordinaria hasta el último aliento de su vida. Con sus palabras y, sobre todo, con sus gestos nos hizo saber que otro mundo es posible. Francisco quedará en nuestra memoria por sus muchos gestos concretos.  Recordemos, entre otros, su visita a la isla de Lampedusa en 2013 con motivo de los fallecidos en pateras ante las costas italianas. Venían huyendo de dictaduras, de guerras fratricidas, de hambrunas y miserias. Vergogna!, fue la palabra que dijo desde la barandilla del barco: Vergogna!, ¡qué vergüenza! Era el primer botón de muestra de su compromiso con cualquier forma de pobreza y sus consecuencias.

Otro gesto fue el que nos ofreció en plena pandemia en 2020, subiendo solo bajo la lluvia por las gradas hasta el estrado en una plaza de San Pedro vacía. Allí se veía a un padre que asumía el dolor de toda la humanidad en aquellos instantes de tremenda incertidumbre, de angustia y de miedo por las consecuencias imprevisibles de aquella situación. Su oración a Dios con los brazos abiertos fue realmente conmovedora, como queriendo abrazar a cada hombre para decirle: no estás solo, no pierdas la confianza, recemos juntos al buen Dios y tengamos esperanza.

Y finalmente recordemos lo acontecido el 8 de diciembre de 2022, en la plaza de España en Roma, en la oración ante la imagen de la Inmaculada. El Papa Francisco se rompió y no  pudo seguir leyendo. Comenzó a gemir como un niño y acabó llorando al no poder ofrecer a la Virgen en aquella tarde la paz en Ucrania, como había sido su deseo. No pudo sino dejarlo en las manos de Dios pidiéndole a Maria su intercesión.

Damos gracias a Dios también por su amplio magisterio. Recordemos, entre otros muchos documentos, sus Exhortaciones Apostólicas Evangelii Gaudium, Christus vivit, dirigida a los jóvenes, Gaudete et exultate sobre la llamada de todos a la santidad o Amoris laetitia sobre la alegría del amor humano; o sus encíclicas Laudato si’ sobre la ecología, Fratelli tuti sobre la fraternidad universal y la amistad social o Dilexit nos sobre el corazón de Jesús, verdadera fuente de la espiritualidad de Francisco.

Evangelii Gaudium supuso una entrada de aire fresco en la Iglesia universal en general y en nuestra Iglesia diocesana en particular. En ella nos convocó a todo el Pueblo de Dios a la conversión pastoral y misionera, a convertirnos a Cristo dejándonos purificar de nuestros pecados y abandonando la mundanidad, la acedia, las inercias y perezas en nuestra vida personal y en nuestra acción pastoral. Francisco nos exhortó con fuerza a salir de nosotros mismos y de nuestras iglesias para llevar a Cristo resucitado y la alegría del Evangelio a las periferias geográficas y existenciales. Un legado de reforma que aún está por implementarse entre nosotros. En su deseo de implicar a todos los bautizados en la vida y misión de la Iglesia convocó a toda la Iglesia al sínodo sobre la sinodalidad.

Francisco será recordado como el Papa de la misericordia y de la esperanza por su constante preocupación por abrir las puertas de la Iglesia a todos y llevar el abrazo de Jesucristo y su mensaje de esperanza a todas las gentes, en especial a los que más sufren: los pobres, los descartados, los refugiados, los migrantes en pateras, los encarcelados, los enfermos, los ancianos y las minorías. Francisco fue un hombre de Dios, que supo mostrar la cercanía de Dios a todos, especialmente a los sencillos.

Con la mirada puesta en Cristo, en quien se revela plenamente el misterio de todo hombre, Francisco ha sido un defensor incansable de la dignidad de todo ser humano frente a todo tipo de ideologías. Su fe en el valor siempre actual del Evangelio de Jesús y su amor apasionado por todo lo humano le llevó a proclamar sin cesar los derechos inalienables de toda persona, el respeto a la vida humana en cualquier etapa y circunstancia de su existencia, las exigencias de la justicia, la primacía del bien común, de la verdad y de la paz, basada en la reconciliación y el perdón.

Tender puentes en vez de construir muros fue una nota predominante del pontificado del Papa Francisco. Promovió una cultura del encuentro mediante el diálogo sincero. Y así trabajó por la paz en el mundo, el diálogo ecuménico e intereligioso, la fraternidad universal y la ecología integral. Una vida y doce años de pontificado al servicio de la Iglesia y de la humanidad.

4. Nuestra acción de gracias y las plegarias de nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón se unen a las de la Iglesia Universal para que la esperanza de la Gloria se haga realidad para nuestro querido Papa Francisco. ¡Qué el Señor Resucitado, acoja a su siervo fiel y solícito por toda la eternidad en la asamblea de los Ángeles y de los Santos! Así se lo confiamos a María, Madre del Señor y Madre nuestra, que le ha guiado cada día y le guiará ahora a la gloria eterna de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. Amén.

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en el domingo de Pascua de Resurrección

21 de abril de 2025/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2025/por obsegorbecastellon

Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 20 de abril de 2025

(Hch 10,34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)

Hermanas y hermanos en el Señor!

1. En la mañana de Pascua resuena en toda la cristiandad el anuncio antiguo y siempre nuevo: “¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!” (cf. Mc 16,6). Cristo Jesús ya no está en la tumba, en el lugar de los muertos. Su cuerpo roto, enterrado con premura el Viernes Santo ya no está en el sepulcro frío y oscuro, donde María Magdalena lo busca al despuntar el primer día de la semana. El cuerpo de Jesús ya no está en la tumba; no porque haya sido robado o puesto en otro lugar, o haya sido devuelto a esta vida para volver a morir. El cuerpo de Jesús no está en la tumba porque ha resucitado, es decir, porque ha pasado a la vida gloriosa de Dios.

Es la Pascua del Señor, el Día en que actuó el Señor, día de gozo y de triunfo. En la Pascua de Cristo ha triunfado la vida de Dios sobre el pecado y la muerte. El Señor resucitado une de nuevo la tierra al cielo y restablece la comunión de los hombres con Dios. Jesús, entregándose en obediencia al Padre por amor a los hombres, destruyó el pecado de Adán y la muerte. La resurrección es el signo de su victoria, es el día de nuestra redención, es el día de nueva creación.

Y porque Cristo ha resucitado podemos cantar: “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?”. El autor de la vida ha vencido a la muerte. Alegrémonos, hermanos: Cristo ha resucitado y, con su resurrección, Dios Padre muestra que ha aceptado el sacrificio de su Hijo y en Él hemos sido salvados. “Muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”.

¡Cristo ha resucitado y vive glorioso! Esta es la gran verdad de nuestra fe. Aquel, al “que mataron colgándolo de un madero” (Hech 10, 39) ha resucitado verdaderamente. La resurrección de Jesús no es un mito o una historia piadosa, no es una leyenda fruto de la profunda frustración de un puñado de discípulos o una experiencia mística. La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico y real que sucede una sola vez y una vez por todas: El que murió bajo Poncio Pilatos, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos. No se trata de la vuelta a esta vida de un muerto para volver a morir. No: el cuerpo muerto y sepultado de Jesús vive ya glorioso y para siempre junto a Dios.

2. La Palabra de Dios de hoy nos invita a acercarnos a la resurrección del Señor acogiendo con fe el signo del sepulcro vacío y, sobre todo, el testimonio de personas concretas, “los testigos que él había designado”, a los que se apareció, con los que comió y bebió después de su resurrección; a ellos les encargó dar solemne testimonio de su resurrección (cf. Hech, 10, 41-42) .

La tumba vacía es un signo esencial de la resurrección, pero es un signo imperfecto. Al ver el sepulcro vacío, María Magdalena exclama: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2). Pedro se contenta con entrar «en el sepulcro» y ver «las vendas en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte” (Jn 20,6). Sólo el apóstol Juan va más allá: Juan “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 20,8-9).  

El suceso mismo de la resurrección de Jesús, es decir, el paso de la muerte a la vida gloriosa, no tuvo testigos, porque escapa a nuestras categorías de tiempo y espacio. María Magdalena, las otras mujeres, los apóstoles y los discípulos se encuentran con Cristo vivo ya resucitado. Para aceptar el sepulcro vacío como signo de que Jesús ha resucitado es necesaria le fe, como Juan; y como en el caso de la mujeres y el resto de los discípulos es necesario el encuentro personal con el Resucitado. Sólo así se superan las dudas y la incredulidad inicial. “Nosotros esperábamos…” (Lc 24, 21), dirán los discípulos de Emaús; o “si no veo en sus manos la señal de los clavos… no creeré”, dirá el apóstol Tomás (Jn 20, 25).

Como en el caso de los discípulos, creer que Jesus ha resucitado pide también de nosotros un acto personal de fe, fiándonos del testimonio de los apóstoles; un testimonio que nos es trasmitido en la Sagrada Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. Creer personalmente que Cristo vive, pide el encuentro personal con Él en la comunidad de los creyentes. Nuestra fe no es credulidad débil o fácil; se basa en el signo del sepulcro vació y en el testimonio unánime y veraz de aquellos que trataron con Él directamente en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra, como nos recuerda el libro de los Hechos de los Apóstoles (10, 39-41). A los testigos se les cree, según la confianza que merecen, según la credibilidad que se les reconoce. Pedro y el resto de los Apóstoles dan testimonio de algo de lo que están profundamente convencidos. Tan convencidos, que llegarán a dar la vida por ser testigos de la resurrección de Cristo.

3. La resurrección de Cristo no es un hecho del pasado, pero sin actualidad en el presente, ni es algo que afecte tan sólo a Jesús, pero sin valor para nosotros. No. La  resurrección de Jesús nos muestra que Dios no abandona nunca a los suyos, a la humanidad y a su creación. Con la resurrección gloriosa del Señor todo adquiere nuevo sentido: la existencia humana, la historia de la humanidad y la creación entera. A pesar  de todas las apariencias y de los duros reveses, la historia, la creación, la humanidad no camina hacía la destrucción y el caos, sino hacia Dios. 

En la Pascua de Cristo está la salvación de la humanidad. Si Cristo no hubiera resucitado, no tendríamos ninguna esperanza: la muerte sería inevitablemente nuestro destino final, y el pecado, la división, el odio, el egoísmo, la mentira, la avaricia y el poder del más fuerte tendrían sin remedio la última palabra en la vida de los hombres.

Pero no: la Pascua ha invertido la tendencia: Jesús, muriendo destruyó el pecado y resucitando restauró la Vida. La resurrección de Cristo es una nueva creación: es la nueva savia, capaz de regenerar a toda la humanidad. Y por esto mismo, la resurrección de Cristo da fuerza y significado a toda esperanza humana, a toda expectativa, a nuestro anhelo de felicidad y a todo proyecto de progreso verdaderamente humano. La última palabra no la tienen ya ni la muerte ni el pecado, sino la Vida, la Verdad, el Bien y la Belleza de Dios. Por ello podemos cantar: Cristo resucitado es nuestra Esperanza. Y, porque Cristo ha resucitado, es posible un mundo más justo, más fraterno, más dichoso, un mundo según el deseo de Dios. Desde entonces, la esperanza cristiana no es una utopía sino una actitud fundada y realista.

La resurrección de Cristo ha inyectado ya en el corazón de la historia un fermento, una levadura, un brote de vida, que nada ni nadie podrá apagar. Dios mismo ha apostado definitivamente por la humanidad, por la creación, por todos nosotros, por ti y por mí. Al resucitar a Jesús, Dios ha dicho sí al hombre nuevo y a la humanidad nueva. Cristo no ha resucitado en vano. A pesar del pecado, los egoísmos, las guerras, los odios, la cultura de la muerte y tantas manifestaciones del mal, Dios acabará venciendo. Y ello nos da fuerza para luchar contra el pecado y todas sus manifestaciones, para que la gracia, el amor de Dios y la resurrección de Cristo prevalezcan sobre el mal, el pecado y la muerte.

4. Cristo ha resucitado. Y lo ha hecho por cada uno de nosotros. Él es la primicia y la plenitud de una humanidad reconciliada y renovada.  Nuestra existencia personal no está abocada a la nada. Cristo es la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5). La vida gloriosa del Señor resucitado es un inagotable tesoro, destinado a todos; todos estamos invitados a acogerla con fe para participar de forma anticipada de esta vida gloriosa ya desde ahora.

A los bautizados, nos recuerda San Pablo: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1). Celebrar a Cristo resucitado significa también reavivar la vida nueva que los bautizados hemos recibido en el bautismo: una vida que es germen de eternidad; una vida, que anclada en la tierra, vive, sin embargo, buscando los bienes de allá arriba, los bienes del Cielo, los bienes del Reino de Dios: la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz. Celebrar a Cristo resucitado nos llama a vivir libres de la esclavitud del pecado y en el servicio constante del Dios vivo, presente en los hombres y en la creación.

El Señor resucitado está aquí y nos habla al corazón. Él cura nuestras dudas y sana nuestros miedos. Él está aquí y exhala su Espíritu en nosotros. Él está aquí, y nos alimenta con su palabra y con su cuerpo. Él nos renueva y nos fortalece para vivir con la alegría pascual nuestra condición de bautizados.

5. Cristo ha resucitado y nos envía a ser testigos de su resurrección. Hemos de contar lo que hemos visto y oído. Como los Apóstoles, estamos llamados a ser, ante todo, testigos del Señor Resucitado, mediante un testimonio creíble por las obras, que ofrezca signos de esperanza a un mundo desalentado y desesperanzado.

Vivamos como hombres nuevos, renacidos en el bautismo a la vida del Resucitado. Seremos hombres nuevos si buscamos sinceramente la verdad y el bien, y vivimos en consecuencia; si estamos abiertos al Espíritu; si nos aceptamos gozosos como imagen e hijos de Dios; si nos revestimos de Cristo e imitamos al Maestro; si vivimos permanentemente agradecidos a la bondad de Dios; si hacemos de la caridad y del amor fraterno norma constante de vida. Hombres nuevos son los que han resucitado con Cristo, gozan con la esperanza y se alegran con el bien.

Hombres  envejecidos, por el contrario, son quienes se empeñan en la mentira, en la codicia, en la envidia, en reducir todo a materia, dinero o placer carnal; hombres envejecidos son los que se empeñan en desconocer su origen divino y su destino eterno, y caminan por este mundo sin razón de ser ni horizonte que alcanzar; los que en cierran en sí mismos; los que han perdido la capacidad del agradecimiento, porque la indiferencia y el egoísmo les ha secado el alma; los que no aman a nadie y ni desean ser amados por nadie; los que no saben perdonar ni aceptan el perdón; los que han perdido la capacidad de esperar.

La resurrección del Señor puede cambiarlo todo: podemos pasar de la cruz al gozo, de la muerte a la vida, de las afrentas a la alabanza, de las lágrimas al consuelo, del pecado a la gracia y de las tinieblas a la luz. Así debe ser nuestra pascua: tránsito y cambio de lo viejo a lo nuevo, del pecado a la virtud, de la mentira a la verdad.

6. Cristo ha resucitado. Por la resurrección del Señor toman nueva vida todas las cosas. Será el amor fraterno el que haga olvidar viejos odios. Será la misericordia la que haga fuerte la unidad de los hombres y mujeres. Cristo ha resucitado y está vivo entre nosotros. Él está realmente presente en el sacramento de esta Eucaristía.  Él se nos ofrece como alimento de peregrinos de la esperanza. Cristo ha resucitado verdaderamente: El es nuestra paz y nuestra esperanza. ¡Aleluya!

A todos os deseo una Feliz y Santa Pascua de Resurrección.

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la Vigilia Pascual

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Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 19 de abril de 2025

 (Gn 1,1-2,2;Gn 22,1-18; Ex14,15-15,1ª; Is 55,1-11; Rom 6,3-11; Lc 24,1-12)

Hermanas y hermanos en el Señor!

1. “No está aquí. Ha resucitado” (Lc 24,5).  Este es el anuncio de aquellos dos hombres con vestidos refulgentes a las mujeres que habían acudido de madrugada al sepulcro con aromas y lo encuentran vacío. No está aquí, en el frío sepulcro, donde le habían depositado con premura el viernes santo. No está aquí no porque lo hayan robado o traslado de lugar. No está aquí, porque ha resucitado.

¡Cristo ha resucitado verdaderamente!”. Esta es la gran Noticia, antigua y siempre nueva, en la noche santa de Pascua. Es la Pascua del Señor. Jesús ha pasado a través de la muerte a la vida gloriosa de Dios. Cristo ha pasado a una nueva y definitiva existencia. El Señor vive glorioso para siempre junto a Dios. Y esta es la gran Noticia en esta Noche Santa también para nosotros: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” (Lc 24,4). Cristo ha resucitado. Cristo vive. El Señor está entre nosotros. Nos invita a dejarnos encontrar por Él, a dejarnos llenar de la vida nueva, a vivir unidos a Él y a seguirle hasta llegar a la vida plena y feliz junto a Dios para siempre.

Esta es la razón de la alegria de la Vigilia Pascual, la madre de todas las vigilias, la fiesta cristiana por excelencia. ¡Aleluya, hermanos! Alegrémonos por la resurrección del Señor y por su presencia en medio de nosotros. Nunca nos cansaremos de celebrar la Pascua; nunca alabaremos suficientemente a Dios por su nueva y definitiva Alianza en Cristo Jesús. En medio de la oscuridad de la noche, Cristo Jesús ha sido liberado de la muerte y ha sido llenado del Espíritu de Dios, el Espíritu de la Vida.

2. “Demos gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 117). Las lecturas de la Palabra de Dios de esta noche santa lo han traído una vez más a nuestra memoria y a nuestro corazón. Dios no es un dios de muertos sino un Dios de vivos; no es un dios de la obscuridad y de la muerte, sino el Dios de la Luz, del Amor y de la Vida.

En la primera creación del mundo, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas primordiales y las llenó de vida. Dios creó todas las cosas y eran buenas, y, finalmente creó al hombre a ‘su imagen’; hombre y mujer los creó, por puro amor y para la vida sin fin. ¡Y vio Dios que todo era muy bueno! Y ahora, en la nueva creación, el mismo Espíritu ha actuado poderosamente en el sepulcro de Jesús y lo ha llenado de la vida de Dios. Él es el primogénito de la nueva creación. Dios es amor. Incluso cuando el primer hombre en uso de su libertad rechaza la amistad de Dios, Dios en su infinita misericordia no lo abandona. En la culpa humana, Dios muestra su infinita misericordia y promete al Salvador. Para rescatarnos del pecado de Adán nos dio a su Hijo, quien muriendo nos libera del pecado y de la muerte, y resucitando nos devuelve a la vida de Dios. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!

En esta Noche Santa se cumplen las Escrituras, que hemos proclamado recorriendo las etapas de toda la Historia de la Salvación. En esta Noche Santa todo vuelve a empezar desde el “principio”; todo recupera su auténtico significado en el plan amoroso de Dios. Es la nueva creación. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, en comunión con Dios, con sus semejantes y con la creación, está llamado a esa comunión en Cristo. Es como un nuevo comienzo de la historia y del cosmos, porque “Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto” (1 Co 15,20). Él, “el último Adán”, se ha convertido en “un espíritu que da vida” (1 Co 15,45). Donde abundó el pecado, sobreabunda ahora la gracia.

En esta Noche Santa nace el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, con la cual Dios ha sellado una alianza eterna con la sangre de su Hijo Jesús, crucificado y resucitado. Toda la tierra exulta y da gloria a Dios. Ante los ojos de una humanidad alejada de Dios brilla la luz del Resucitado. El pecado ha sido perdonado y la muerte ha sido vencida. Por la resurrección de Jesucristo, todo está revestido de una vida nueva. En Cristo la humanidad es rescatada por Dios, recobra la esperanza y queda restaurado el sentido de toda la creación. Este es el día de la revelación de nuestro Dios. Es el día de la manifestación de los hijos de Dios.

3. Por ello, en la Pascua no sólo cantamos la resurrección del Señor. Su resurrección nos concierne a cada uno de nosotros, los bautizados. Nos lo ha recordado San Pablo: “Cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Pues si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya” (Rom 6, 3-5). La Pascua de Cristo es por ello también nuestra propia Pascua, la pascua de todo bautizado. 

Hemos sido bautizados en Cristo y en su muerte, hemos sido incorporados a Cristo y a su muerte. Bautizar significa ‘sumergir’. Así se expresa con toda claridad en el bautismo por inmersión en el agua; el bautismo es nuestra inmersión misteriosa, pero real, en Cristo y en su muerte. En la carta a los Gálatas nos dice el mismo Pablo: “todos los que habéis sido bautizados (inmersos) en Cristo, os habéis vestido de Cristo” (Ga 3,27). Es como si viviéramos dentro del mismo Cristo, muerto y resucitado; Él nos envuelve y nos conforma según su semejanza, nos protege y nos dignifica. Vivimos en Cristo y con Cristo. Los ‘inmersos’ en la muerte de Cristo por el bautismo participamos también de la nueva vida que se manifiesta en la resurrección de Cristo. Al salir de la inmersión en el agua se significa la resurrección a la nueva vida.

Lo que muere en el bautismo es nuestro pasado, nuestra esclavitud del pecado y de la muerte eterna. El bautismo nos libera de la esclavitud del pecado y de la muerte, y nos capacita por la gracia para llevar una vida digna de hijos de Dios. La nueva vida ha de acreditarse en una vida nueva hasta que la Resurrección triunfe definitivamente en la vida eterna. Lo que ya ha sucedido, es decir, nuestra participación en la muerte de Cristo por el bautismo, y lo que todavía ha de suceder, esto es, la resurrección de nuestra carne como triunfo final sobre el pecado y la muerte, el pasado y el futuro, se encuentran implicados en el presente de la existencia cristiana: radicalmente salvados, caminamos aún hacia la consumación de nuestra propia redención.

Somos peregrinos de esperanza. Ante nosotros hay una meta, la vida de Dios para siempre en Cristo, nuestra Esperanza, que podremos alcanzar siguiendo sus mandamientos. La nueva vida que hemos recibido en el bautismo posibilita y pide seguir estos mandatos. Dejemos lo que de viejos y pecadores tenemos, y vivamos “para Dios en Cristo Jesús”. Dejémonos resucitar con Cristo. Esto es mucho más que esperar el ‘más allá’. Es vivir ahora como Cristo, unidos á El por la gracia, configurados por el Evangelio, desnudados de los criterios de este mundo, y revestidos de santidad, es decir “viviendo en Cristo”.

4. Dentro de unos instantes renovaremos las promesas de nuestro Bautismo. Volveremos a renunciar a Satanás y a todas sus obras y seducciones para seguir firmemente los caminos de Dios y sus planes de salvación. El amor de Dios nos despierta esta noche. Nos recuerda el misterio de nuestra propia vida, que se ilumina con nuevo resplandor en nuestro bautismo. Puestos en pie, unidos en la fe, la esperanza y el amor de nuestro Señor Jesucristo, renovaremos una vez más nuestras promesas bautismales.

Especial significado tiene esta renovación para vosotros, hermanos y hermanas, de la cuarta comunidad del Camino Neocatecumenal de la Santísima Trinidad de Castellón, en esta última etapa de vuestro camino. Vuestras túnicas blancas de lino son signo de vuestra nueva vida bautismal, que acepta ser golpeada y triturada por la gracia de Dios como el lino para extraer la fibra para su confección. En vuestros escrutinios habéis visto de dónde procedías: de un mundo alejado del amor de Cristo por el pecado; pero también habéis experimentado el amor de Dios en Cristo, que os ha recreado haciendo de vuestra propia historia una historia de salvación.   

Vuestras vestiduras blancas nos recuerdan que estáis (y estamos) revestidos por el bautismo con el nuevo vestido de Dios. Estas vestiduras son un proceso que dura toda la vida. Lo que ocurre en el Bautismo es el comienzo de un camino que abarca toda nuestra existencia, que nos hace capaces de eternidad, de manera que con el vestido de luz bautismal podamos comparecer en presencia de Dios y vivir por siempre con él.

Renovemos las promesas bautismales. Renunciemos, digamos “no” al demonio, a sus obras y a sus seducciones. Quitémonos las ‘viejas vestiduras’ con las que no se puede comparecer ante Dios. Esta ‘vestiduras viejas’ son, como nos recuerda Pablo en Carta a los Gálatas,las “obras de la carne”. Es decir: “fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo” (Ga 5,19ss.). Estas son las vestiduras que hemos de dejar: son vestiduras del pecado y de la muerte, impropias de todo bautizado.

Revistámonos de la ‘vestiduras’ de Cristo, “fruto del Espíritu”, que son: “Amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí” (Ga 5, 22). 

Sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, perseveremos en nuestra fidelidad a Cristo y proclamemos con valentía su Evangelio. Que María, testigo gozoso de la Resurrección, nos ayude a todos a caminar en una vida nueva; que haga de cada uno de nosotros “hombres nuevos”, personas que “viven para Dios, en Jesucristo” (Rm 6, 4.11). Amén.

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en la Misa Crismal

15 de abril de 2025/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2025, Noticias destacadas/por obsegorbecastellon

S. I. Concatedral de Sta. María de Castellón, 14 de abril de 2025

(Is 61,1-3ª.6ª.8b-9; Sal 88; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21)

1. La gracia y la paz de parte de Jesucristo, el testigo fiel, (cf. Ap 1,5) os deseo a todos vosotros, queridos sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosos, religiosas y fieles laicos, que habéis acudido de todos los rincones de la Diócesis para esta Misa Crismal en el 50º Aniversario de mi ordenación sacerdotal. Un saludo afectuoso a las autoridades que nos  acompañan,

La celebración anual de la Misa Crismal en la que consagramos el santo Crisma y bendecimos los óleos de los catecúmenos y de los enfermos evoca en nosotros elementos fundamentales de nuestra vida eclesial, cristiana y sacerdotal. Esta celebración nos lleva a la puerta misma del Triduo Pascual de donde brota la Iglesia y toda la fuerza salvadora del santo Crisma y de los óleos que serán utilizados como cauces de la misericordia del Señor en la celebración de los sacramentos. La Misa Crismal nos reúne a todos los bautizados, en torno al Obispo y su presbiterio, para hacer visible su unidad; a todos nos recuerda nuestra unción bautismal, por la que quedamos incorporados a Cristo y a su Iglesia. A los presbíteros nos recuerda la particular unción del Espíritu Santo en nuestra ordenación sacerdotal para ser pastores en nombre del Buen Pastor, a la vez que nos invita a la acción de gracias por el don recibido y nos exhorta a reavivar el don de Dios que hay en nosotros por la imposición de las manos del obispo (cf. 2Tim 1,6). A todos nos hace conscientes de pertenecer a esta querida Iglesia del Señor en Segorbe-Castellón y los sacerdotes a este presbiterio diocesano, que unido a su obispo, hoy quiere renovar sus promesas sacerdotales.

Acción de gracias por el don del ministerio sacerdotal. 

2. “Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Ps 88). Todos hemos de cantar la misericordia de Dios por tantos bienes recibidos de Él. Permitidme que hoy personalmente dé una vez más gracias a Dios por el don grandioso de mi ordenación sacerdotal que recibí hace 50 años. Doy gracias a Dios cada día por su bondad, Él me ha obsequiado con este gran regalo inmerecido. Sí, con las palabras de san Pablo he de decir: “Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio” (1Tim 1,9).

El sacerdocio ordenado es, en efecto, un don sublime de Dios y un gran misterio. Sólo Dios sabe por qué me eligió, me capacitó, se fió de mí a pesar de mis limitaciones, cuidó de mí en los tiempos convulsos de formación y me confió finalmente el ministerio sacerdotal. Durante 50 años he podido servir al pueblo de Dios evangelizando a los pobres, proclamando a los cautivos la libertad y a los ciegos, la vista, liberando a los cautivos de sus esclavitudes y pecados y proclamando el año de gracia del Señor (cf. Lc  4.18-19). Durante 50 años Cristo Jesús me ha concedido la gracia de celebrar la nueva alianza en su sangre consagrando el “pan de vida” en su nombre: “Tomad, esto es mi cuerpo”, de perdonar los pecados y de guiar a los fieles que Él me ha ido encomendado a través de su Iglesia. Ha sido el Señor Jesús quien me llamó, me alentó con su gracia, me ha custodiado en su amor, me ha ofrecido su amistad, ha mantenido mi fidelidad y me ha acompañado, alentado y sostenido en el servicio del ministerio sacerdotal.

Mi alabanza a Dios comienza por agradecer vuestra presencia a cuantos estáis hoy acompañándome en esta acción de gracias. Gracias Vicarios general y episcopales, autoridades, Cabildos Catedral y Concatedral, fieles laicos, sacerdotes concelebrantes, diáconos asistentes, seminaristas, religiosos y religiosas, colaboradores en las delegaciones diocesanas, Caritas, seminarios, administración, en la casa, cofradías y movimientos eclesiales. Gracias. Todos formáis parte de mi vida, me sostenéis en la Iglesia y sois causa de mi gratitud a Dios.

Y ¡cómo no acordarme de los ausentes! Recuerdo con especial emoción a mis padres y mi familia –a los que tanto debo-, a los sacerdotes de mi parroquia, a los formadores y profesores en el Seminario de El Burgo de Osma, en Salamanca y en Munich. Mi recuerdo -¡cómo no¡- para el obispo que me ordenó, Mons. Teodoro Fernández Cardenal, para mis compañeros de seminario, los sacerdotes compañeros de fatigas, para todos los fieles que el Señor me ha ido encomendando, para los seminaristas de los que fui rector y hoy son sacerdotes o buenos cristianos, para tantos religiosos y religiosas, monjas de clausura y otros muchos colaboradores. Recuerdo con especial afecto al papa san Juan Pablo II que llenó gran parte de mi ministerio sacerdotal con sus propuestas y entusiasmo, me llamó al episcopado y me nombró Obispo de Zamora; al papa Benedicto XVI que me envió a esta querida Diócesis de Segorbe-Castellón y al Papa Francisco que nos pastorea: pidamos a Dios por el pronto restablecimiento de su salud, por su persona e intenciones. Todos han sido para mí regalos del Señor. Os invito, pues, a dar gracias a Dios por el don que de Él recibí y por estos 50 años de ministerio.

Los sacerdotes, ungidos para ser pastores en nombre de Cristo, el Buen Pastor.

3. Queridos sacerdotes. Jesús es el Ungido y el Sacerdote por excelencia, el único Sumo y Eterno Sacerdote. Nuestra unción y nuestro sacerdocio son una participación de su unción y de su sacerdocio y una comunión con su ministerio, hasta el punto de afirmar que nos ha elegido como ministros suyos para dispensar sus misterios.

Somos servidores del pueblo de Dios, mediadores entre Dios y los hombres, portadores de su gracia y portavoces de su buena noticia. Estamos llamados a representar y actuar en el nombre de Cristo, el Buen Pastor y cabeza de su Iglesia, en el anuncio del Evangelio, en la celebración los sacramentos y en la guía cercana, misericordiosa y paciente del Pueblo de Dios. Como los profetas también yo me estremecí, viéndome indigno de este ministerio. Solamente confiando en la llamada de Dios y en su presencia pude responder con temor y temblor, imitando tímidamente a Cristo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Sal 39,7). Cada día lo repito esforzándome por seguir al Señor.

Somos pobres y frágiles, queridos sacerdotes. En mi vida sacerdotal, como seguro que también vosotros, he experimentado una y otra vez que es el Señor quien actúa haciendo fecunda nuestra pobreza y fuerte nuestra debilidad, para que nadie dude de que es Él quien salva. “Ni el que planta es nada, ni tampoco el que riega; sino Dios, que hace crecer” (1Cor 3,7). Pero misteriosamente el Señor querido contar con nuestra humilde y pobre colaboración. En los momentos de desaliento el Señor nos dice como a Pablo: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad” (2 Cor 12,9). Hoy puedo decir que “sé de quién me he fiado” (2Tim 1,12). El Señor me ha regalado lo más grande de mi vida.

Cuando miro a Cristo Jesús, cuando contemplo su santidad, su obediencia a la voluntad del Padre y su amor y entrega a su Iglesia, a los pobres y a la humanidad entera, me siento atraído y seducido. Pero también compruebo mis deficiencias. Por eso pido perdón al Señor, por todas mis infidelidades, tibiezas y pecados. He de reconocer que la fuerza del ministerio sacerdotal radica en la fidelidad del Señor, que dura por siempre. En este convencimiento y en la amistad de Jesús y con Jesús hallo la fuerza necesaria para seguir caminando. Él es fiel, y su gracia nos mantiene y fortalece permanentemente.

La vocación, lejos de ser un privilegio para unos pocos, es el núcleo de toda vida cristiana: es un camino de amor, de esperanza y de comunión. ¡Qué importante es descubrir la vocación, escuchar la llamada de Dios! Sea al sacerdocio ordenado, a la vida consagrada o al matrimonio cristiano. Para mí fue algo sencillo descubrir ya en mi infancia que me llamaba al sacerdocio. Es evidente que cada uno tiene su camino y que a veces el discernimiento y el crecimiento son complicados y penosos. Pero recordad siempre que la Iglesia se edifica sobre la caridad, y que sólo el amor de Dios hace posible el don de sí mismo. El que nos amó primero se nos da a sí mismo, nos llama a ser nosotros mismos don permanente; y, por ello, nos impulsa a dar la vida, lejos de nuestros cálculos. Quien vive esta experiencia sabe lo que es ser cristiano, encuentra el sentido y el camino de su vida, descubre la alegría de entregarse y el modo de superar el egoísmo, la pasividad o el individualismo. Amando así se puede escuchar y responder a la llamada del Señor, sin demasiada turbación. Hoy pido especialmente al Señor por cuantos tenéis que discernir y acoger vuestra vocación siguiendo su llamada. ¡No tengáis miedo! ¡Dejad actuar al Señor!

Hoy recuerdo también a todos los sacerdotes que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo, se identifican con su estilo de vida, con sus pensamientos, deseos y sentimientos, y sirven a los fieles cristianos y a la sociedad. Con una entrega infatigable y oculta, con una caridad que no excluye a nadie y con su fidelidad entusiasta, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación siendo “amigos de Cristo”, sirviendo a los hermanos. Oremos por todos y cada uno de ellos. Os invito a pedir también por los sacerdotes perseguidos, por los que sufren y por los que pasan por dificultades.

Al celebrar mis bodas de oro sacerdotales deseo finalmente confesaros que una de mis grandes alegrías ha sido y es ser hijo de la Iglesia, formar parte de esta gran familia, el Pueblo santo de Dios, que es presencia suya, de su gracia y su perdón, hogar de su luz, “hospital del campaña” (Francisco) y faro de esperanza donde peregrinamos hacia el cielo. En ella me encontré con Cristo vivo, escuché su llamada al sacerdocio, recibí el don del sacerdocio y después del episcopado. En la Iglesia soy amado, educado en la fraternidad y motivado para la virtud y el servicio, imitando a Cristo, el Señor. En este hogar he encontrado siempre el consuelo de la Virgen María que me ha acompañado con su protección amorosa. Hoy quiero profesar de nuevo mi amor a la Iglesia del Señor, recordando a las Iglesias en las que he servido o sirvo: primero en la Diócesis de Munich-Frisinga, luego en Osma-Soria, mi diócesis de origen, después en mi recordada Zamora, y ahora, finalmente, en esta querida Iglesia de Segorbe-Castellón que el Señor me ha regalado. Deseo con todo mi corazón seguir sirviéndola con entrega generosa, anunciando la Buena Nueva a los necesitados y desfavorecidos. Mientras Dios me dé fuerzas y hasta que el Señor me llame a contemplar su rostro (cf. Jn 17,24), mi único deseo es anunciar y ofrecer a Jesucristo a cuantos la Iglesia me confíe, y dar a conocer su amor para que todos encuentren la alegría del evangelio. Orad por mí para que así sea.

Renovación de las promesas sacerdotales

4. Queridos sacerdotes: A continuación vamos a renovar nuestras promesas sacerdotales. Hagámoslo con el frescor y la alegría del primer día y con la viva emoción del don recibido de Cristo sin mérito alguno por nuestra parte. ¡Avivemos nuestra conciencia y nuestra gratitud por el inmenso don de nuestro sacerdocio! ¡Renovemos nuestro compromiso de amor contraído con Jesucristo y con los hermanos! ¡Reconozcamos la inigualable novedad del ministerio y la misión a la que servimos! Estamos ungidos por el Espíritu Santo para ser ministros de la gracia que Cristo, desde la Cruz, ha enviado al mundo para la salvación de todos. El Espíritu del Señor nos ha enviado a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos. Los sacerdotes, como Jesús, hemos de reconocer que nuestra vida es don y entrega a los hermanos, en especial a los más pobres: a los desheredados y desfavorecidos, a los afligidos y a los abatidos.

Recordemos que este encargo recibido del Señor sólo lo podemos realizar adecuadamente unidos a Él: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Por eso, la primera pregunta que os haré (y me haré a mí mismo), al renovar hoy las promesas sacerdotales, será: “¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él…?”. Esta es la clave y el fundamento de nuestro ministerio. Sólo desde nuestra unión con Cristo, cultivada en la oración asidua y sincera, en la adoración eucarística, en la celebración diaria de la Eucaristía y en la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia podremos encontrar las energías necesarias para llevar adelante cada día nuestro ministerio. Porque sólo en el trato familiar con Cristo, que nos llama amigos, avivaremos la alegría de dar la vida por los hermanos como Él. Además, la amistad de Cristo y su misión nos llevará a la unidad entre nosotros. Como la vid y los sarmientos, si todos estamos unidos a Cristo, estaremos unidos unos con otros. 

No quiero terminar sin tener un recuerdo en nuestra oración y afecto a nuestros  sacerdotes ancianos y enfermos y a los que padecen algún tipo de dificultad para estar entre nosotros. Al mismo tiempo encomendamos a la misericordia de Dios a los hermanos sacerdotes fallecidos en el último año: D. Vicente Agut Beltrán; D. Ignacio Andrés Velasco Colomo; D. Luis Capilla Vicente; D. Fernando Moreno Aguilar; D. Francisco Viciano Flors; D. Juliá Saez Mora. Que el Señor les conceda su Paz y su Gloria para siempre. Que el Señor les conceda su Paz y su Gloria para siempre.

Y que María, la Virgen de la Cuerva Santa, la Madre de la Iglesia y Madre de los sacerdotes, nos aliente a todos para cumplir bien y fielmente el ministerio que su Hijo, nos ha encomendado. Amén.

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía del Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

15 de abril de 2025/0 Comentarios/en Homilías, Homilías 2025, Noticias destacadas/por obsegorbecastellon

Catedral de Segorbe y Concatedral de Castellón – 13 de abril de 2025

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(Is 50,4-7; Sal 21; Flp 2,6-11; Lc 22,14-23.56)

Comienza la Semana Santa

1. Con el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor comenzamos la Semana Santa, en la que un año más celebramos los misterios santos de nuestra redención: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Es la meta a la que nos venimos preparando durante la cuarentena cuaresmal. La alegría y la cruz sintetizan la celebración de este domingo.

Jesús entra en Jerusalén….

2. En la procesión hemos revivido lo que sucedió el día en que Jesús entró en Jerusalén montado en un pollino. Una multitud de discípulos lo acompaña con palmas y cantos, extiende mantos ante él y eleva un grito de alabanza: “¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!” (Lc 19,38). Jesús ha despertado en el corazón de los discípulos muchas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, sencilla, pobre y olvidada. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro misericordioso de Dios y se ha inclinado para curar en el cuerpo y en el alma. Así es el corazón de Jesús: atento a todos, entonces y hoy. Él ve nuestras debilidades, y conoce nuestros pecados. Su amor es grande. Y, así, con este amor, entra en Jerusalén. Es una escena llena de alegría y de esperanza.

Como entonces, también nosotros hemos acompañado al Señor con cantos, palmas y ramos; hemos expresado así la alegría de saber que el Señor está presente en medio de nosotros, que viene a nuestro encuentro como un hermano y amigo. Y también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se ha abajado para caminar con nosotros. El nos ilumina en nuestro camino, nos cura y nos salva. Él es nuestra Salvación, Él es nuestra Esperanza. Este es el motivo de nuestros cantos y de nuestra alegría cristiana. La que brota de sabernos amados personalmente y para siempre por Dios en Cristo Jesús, su Hijo. Un cristiano nunca se puede dejar vencer por el desánimo. Nuestra alegría no nace de tener cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús. Él está entre nosotros y con nosotros. Nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, incluso cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables, Cristo está con nosotros. Dejémonos encontrar y amar por Él. Sabemos que Jesús nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro.

… para morir en la Cruz…

3. Jesús entra en Jerusalén para morir en la Cruz. Tras la procesión de palmas nos hemos adentrado en la celebración de la Eucaristía, en la que hemos proclamado en el relato de la Pasión según san Lucas.  

Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a los poderosos, a los gobernantes, a quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz.

… por amor a toda la humanidad

4. Jesús no va a la cruz obligado por fuerzas superiores a él. “Cristo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Buscando siempre la voluntad del Padre, Jesús comprende que ha llegado su hora. Y la acepta con la obediencia libre del Hijo al Padre y por un infinito amor a los hombres. Jesús va a la cruz por amor a nosotros; lleva nuestros pecados a la cruz, y nuestros pecados le llevan a Jesús a la cruz: fue triturado por nuestras culpas, nos dice Isaías (cf. Is 53, 5).

Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava. Lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Cuántas heridas inflige el mal a la humanidad hasta el día de hoy. Guerras y violencias de todo tipo, la sed de dinero y el afán de poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana como los abortos o la eutanasia, y contra la creación. Y también nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, a nosotros mismos, al prójimo y a toda la creación.

La pasión de Jesús continúa en el mundo actual. En su pasión están presentes los sufrimientos y los pecados de toda la humanidad. Cristo, aunque no tenía pecado, tomó sobre sí lo que el hombre no podía ni puede soportar: las injusticias, el mal, el pecado, el odio, el sufrimiento y, por último, la muerte. En Cristo, el Hijo del hombre humillado y sufriente, Dios ama, perdona y salva. En la cruz, el Hijo de Dios nos reconcilia con Dios y con los hermanos, y restablece la comunión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. La cruz es el abrazo definitivo de Dios a toda la humanidad. Desde ese abrazo de Cristo en la cruz, el mal, el pecado y la muerte no tienen la última palabra. La última palabra la tiene el amor y la vida de Dios. La cruz ha roto las cadenas de nuestra soledad y de nuestro pecado, y ha destruido el poderío de la muerte. Jesús, en la cruz, siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados, para amar como Él nos ha amado.

La Semana Santa nos invita a acoger este mensaje de la cruz. Al contemplar a Jesús, el Padre quiere que aceptemos seguirlo en su pasión, para que, reconciliados con El en Cristo, compartamos con Él la resurrección.

La Semana Santa: expresión de nuestra fe cristiana

5. Como cada año, estos días santos nos conducen al centro de nuestra fe: a Cristo Jesús y su misterio Pascual. Este es el centro de todas las celebraciones de esta Semana Santa, en la liturgia y en las procesiones. Celebremos estos días con fe y recogimiento. En ellos se hace presente lo más grande y profundo que tenemos y creemos los cristianos. Que nuestra participación en las celebraciones renueven y acrecienten nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor. Así se lo pido a María que supo estar al lado de su Hijo Jesucristo. Que Ella, como buena Madre, nos ayude a ser fieles seguidores de su Hijo. Amén.

+Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Homilía en el IV Centenario del Hallazgo del Santísimo Cristo de la Junquera de Chilches

20 de enero de 2025/0 Comentarios/en Noticias destacadas, Homilías, Homilías 2025/por obsegorbecastellon
Iglesia Parroquial de Chilches, 18 de enero de 2025

(Nm 21, 4b-9; Sal 77; Flp 2,6-11; Jn 3, 13-17)

Amados hermanos y hermanas en el Señor:

1. Permitidme que, antes de nada, salude con especial afecto y agradecimiento a Mn. Antonio Sanfélix Forner, párroco de esta de la Asunción de Ntra. Señora de Chilches, por su dedicación y entrega; saludo codialmente a los Sres. Vicarios, al Cabildo Catedral de Segorbe y a todos los sacerdotes concelebrantes y a los diáconos que nos asisten. 

Mi saludo respetuoso y agradecido al Molt honorable Sr. President de la Generalitat Valenciana, a la Honorable Sra. Presidenta de les Corts Valencianes, a los Honorables Sres. Consellers de Infraestructures y de Agricultura, a la Sra. Subdelegada del Gobierno de España en la Provincia de Castellón, al Sr. Coronel de la Guardia Civil de la Comandancia de Castellón, al Sr. Alcalde y Corporación Municipal de Chilches así como a la Reina de las fiestas y sus damas, a los Sres. Alcaldes de Moncofa, La Llosa y de poblaciones cercanas, a los Sres. Diputados nacionales, autonómicos y provinciales. Y -¡cómo no!- a los integrantes de la Comisión del IV Centenario, que con tanta dedicación y desvelo habéis preparado y acompañado la celebración de este aniversario. Un saludo muy especial a cuantos estáis unidos a nosotros a través de la TV 8 Mediterráneo, especialmente a las personas mayores y los enfermos.

2. Hoy en Chilches es fiesta mayor al celebrar con gran alegría el IV Centenario del hallazgo de su Santísimo Cristo de la Junquera. Nuestra Iglesia diocesana os felicita y se une de corazón a vuestro gozo y con vosotros damos gracias a Dios. Porque “el Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres” (Salmo 125). Siguiendo la exhortación del salmista, no podemos olvidar las acciones del Señor (cf. Salmo 77) en el pasado y en el presente a través del Cristo de la Junquera para con vuestro pueblo de Chilches.

Hace un año iniciábamos un Año Extraordinario dedicado al Santísimo Cristo para prepararnos debidamente a la celebración de este aniversario. Lo hacíamos con el deseo de que esta efeméride, tan importante y significativa para vuestra parroquia y vuestro pueblo, no quedara reducida a un recuerdo del pasado y pasara sin incidencia alguna para el presente y el futuro. Deseábamos por ello que este año fuera vivido, ante todo, como un tiempo de gracia para revitalizar vuestra fe y vida cristiana personal y como la vida y la misión de vuestra comunidad parroquial, para avivar las raíces cristianas de vuestro pueblo y para anunciar la alegría del Evangelio en el seno de las familias. Además, deseábamos que fuera una oportunidad para legar a las generaciones futuras el gran tesoro de nuestra fe cristiana que se ha nutrido por generaciones a las fuentes de la devoción al Santísimo Cristo de la Junquera.

No lo olvidemos. En el centro del Centenario y de esta solemne celebración de la Santa Misa está Jesucristo, muerto y resucitado para que todo el que crea en él tenga vida eterna (cf. Jn 3, 15). Cristo Jesús es el centro y la fuente permanente de nuestra fe cristiana y vida cristiana. El Cristo de Junquera es la piedra angular sobre la que se construye vuestra comunidad parroquial. El es la esperanza que no defrauda. La revitalización de la fe cristiana y de la vida y misión de vuestra parroquia pasa necesariamente por el encuentro personal con Cristo vivo (Benedicto XVI).

3. En el hallazgo de la imagen del Cristo en la junquera por Pedro y Juan Margallo aquel 18 de enero de 1625, Chilches entendió que Cristo mismo venía a su encuentro. Uno de los hermanos fue a avisar del hallazgo a los párrocos de Chilches y Moncófar así como al Alcalde de Chilches y demás concejales. Pronto se organizó una nutrida procesión para recoger la imagen y traerla a la iglesia del pueblo, donde desde entonces es venerada con profunda devoción.     

Como entonces, Cristo viene hoy una vez más a nuestro encuentro en esta bella imagen y quiere que nos dejemos encontrar por él. La imagen de María Magdalena de Moncofa, traída para esta ocasión a nuestra iglesia, nos recuerda su encuentro con Jesús resucitado y nos indica cómo ha de ser este encuentro. La Magdalena fue la primera que se encontró con Cristo resucitado y corrió a contárselo a los apóstoles, que más tarde tuvieron también la experiencia del encuentro con el Resucitado. Este encuentro fue un encuentro real con una persona viva, y no una fantasía. Fue un encuentro que tocó lo más profundo de su ser; ypasaron de la tristeza a la alegría, de la decepción a la esperanza, del miedo a los judíos a mostrarse ante ellos como los discípulos de Jesús. Toda su vida quedó transformada; todas las dimensiones de su existencia cambiaron de raíz; su pensar, su sentir y su actuar serán las propias de un discípulo del Señor. Este encuentro los movilizó e impulsó a contar lo que habían visto y experimentado; y lo hicieron con valentía, sin miedo a las amenazas, a la cárcel e incluso a la muerte. Este encuentro con el Señor resucitado fue tan fuerte que hizo de ellos la comunidad de discípulos misioneros del Señor, y puso en marcha un movimiento que nada ni nadie podrá ya parar. 

El hallazgo de Cristo en la junquera resuena hoy en medio de nosotros. Esta historia no pertenece al pasado sino que es tremendamente actual. El Cristo de la Junquera vive. Y sigue viniendo a nuestro encuentro y nos ofrece la posibilidad de dejarnos encontrar o reencontrar por Él. De cada uno de nosotros se puede decir: Jesucristo -El Cristo de la Junquera- vive y te ama, Él dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte y para salvarte (cf. Francisco, EG 164). Cada uno ha sentirse interpelado por estas palabras, escucharlas e interiorizarlas hasta saberse y sentirse amado para siempre por Cristo vivo y creer en Él.

Nos dice el Papa Francisco que todos los bautizados estamos invitados y llamados en cualquier lugar y situación en que nos encontremos, “a renovar ahora mismo su [nuestro] encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor». Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido!”  (EG 3).

Como en el caso de María Magdalena y de los apóstoles, este encuentro ha de ser personal y transformador de toda nuestra vida personal y comunitaria. Un encuentro que nos lleve de nuevo a la comunidad de los discípulos de Jesús, a su Iglesia, como ocurrió a los discípulos de Emaús, cuando reconocieron a Jesús resucitado en la fracción del pan. Y un encuentro que nos movilice a anunciar a todos la buena Noticia que nos trae el Cristo de la Junquera.

Este encuentro con Cristo es posible también hoy: Cristo vive; él está entre nosotros, y nos espera en su Palabra, especialmente en la Eucaristía y en el sacramento de la Penitencia, en la oración, en la comunidad de sus discípulos, y en los pobres, en los hambrientos y sedientos, en los enfermos y necesitados, con los que Él se identifica. A él nos llevan la Mare de Déu dels Desamparats y los santos, como san Felipe Neri, patrono de La Llosa.  

En el encuentro o reencuentro con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (Francisco). Es la alegría que brota de saberse amado personalmente y siempre por Dios en su Hijo Jesucristo. Los apóstoles recobraron la alegría y el ánimo cuando se encontraron con el Señor resucitado. Ninguna tristeza, ningún dolor, ninguna contrariedad pueden quitarnos esta certeza: Cristo vive y con Él todo puede ser nuevo en mí, en nuestra Iglesia y en el mundo.

Recordemos hoy con gratitud nuestro bautismo. Es el mayor don que hemos recibido de Dios y que pide ser acogido y vivido personalmente en el encuentro diario con el Señor para ser de verdad cristianos discípulos misioneros del Señor. San Pablo nos recuerda que ser bautizados significa ser incorporados a la Pascua del Señor, pasar con Cristo de la muerte del pecado a la vida de Dios y en Dios. En el bautismo, Dios nos ha hechos sus hijos e hijas y nos ha dado la gracia inicial de nuestra futura resurrección. Por ello el mismo Pablo, nos recuerda: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1).

4. Al creer en Cristo resucitado y seguir sus caminos, nuestro corazón se ensancha y comprende mejor todo lo que puede esperar: la vida eterna, la felicidad plena. Toda nuestra existencia cobra una nueva densidad. Buscando los bienes de allá arriba, aprendemos a tratar mejor la creación y a poner amor en nuestra relación con Dios y con los demás.

Como dice el Apóstol Pablo, nuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cristo es nuestra Esperanza. Ya no nos amenaza la muerte, ya no necesitamos buscar falsas seguridades por el temor a morir. Sabemos que la muerte ya no tiene la última palabra. Porque Cristo ha resucitado podemos vivir de una manera nueva, porque nuestra existencia está liberada de la esclavitud de la mentira, de la avaricia, del odio, del rencor, de la indiferencia, del desprecio y del abuso de los demás. Jesús nos ha liberado y, resucitado, camina junto a nosotros haciendo que sea posible vivir de un modo distinto, para que, como Él, pasemos haciendo el bien. Jesús victorioso nos comunica su vida para que podamos seguir su camino. El nos hace posible la entrega desinteresada al prójimo y su acogida generosa, el verdadero amor en el matrimonio y en la familia, la amistad desinteresada, el perdón y el trabajo justo, porque el pecado y la muerte ya no tienen la última palabra.

En Cristo muerto y resucitado tienen respuesta todas las inquietudes de nuestro corazón. Porque Cristo ha resucitado, el mundo no es un absurdo. Ni la persecución de los cristianos, ni las mofas blasfemas contra Dios y su Cristo, ni las injusticias, ni la corrupción de los poderosos de este mundo, ni el pecado, ni el mal, ni la muerte tendrán la última palabra, porque el Señor ha resucitado. Él está vivo y nos podemos dejar encontrar y alentar por Él. Ahí está el sentido de nuestra vida y la posibilidad de llevarla a su plenitud en el amor. Alegrémonos en este día que hace crecer en nosotros la esperanza.   

5. Puede, sin embargo, que nos dejemos arrastrar por una mentalidad caracterizada por la pérdida de Dios en el horizonte de la vida de los hombres. Puede que estemos satisfechos con nuestro bienestar y pensemos que no tenemos necesidad de Dios ni de su salvación. Puede incluso que vivamos como si Dios no existiera. Puede que nos hayamos alejado de él y que reduzcamos nuestra fe cristiana a momentos puntuales de culto, sin ninguna incidencia en nuestra vida personal o ciudadana, matrimonial y familiar, cultural, social y política o en la educación de los niños, de los adolescentes y de los jóvenes.

Como ocurriera al Pueblo de Israel en el desierto, puede que también nosotros, extenuados por el camino, estemos cansados de la ‘comida’ que Dios nos ofrece para caminar hacia tierra prometida: su Hijo, Jesucristo, su Palabra, sus Sacramentos, sus mandamientos, la comunidad de los creyentes, su Iglesia. Si somos sinceros confesaremos que también nosotros con frecuencia damos la espalda a Dios. Si somos sinceros reconocemos que también nosotros intentamos saciar nuestra sed de verdad y de vida en fuentes contaminadas, incapaces de saciar nuestra sed de felicidad y de salvación.

Hoy el Cristo de la Junquera sale una vez más a nuestro encuentro, porque nos ama, dio su vida para salvarnos, y ahora está vivo cada día al lado de cada uno, para iluminarnos, para sanarnos y liberarnos, para perdonarnos y salvarnos. Cristo Jesús es la respuesta de Dios a nuestra sed de verdad, de vida, de amor, de libertad y de felicidad. No hay otra respuesta a esta sed. Cristo no nos quita nada, Cristo nos da hasta su propia vida, para que tengamos Vida. Cristo quiere saciar nuestra sed de vida, de felicidad, de libertad. Él es el Agua verdadera, no la superficial e inmediata de los valores fáciles de este mundo. Jesucristo nos ofrece el don de Dios que llega al corazón del hombre, el agua para nuestro peregrinar por el desierto de esta vida hacia la Pascua definitiva. No tengamos miedo. Abramos nuestro corazón a Cristo. El es nuestra Esperanza, la esperanza que no defrauda. Nos lo recuera en Año Jubilar recién comenzado. 

6. Acudamos al Santísimo Cristo de la Junquera al estilo del pueblo de Israel, que después de haberse visto acosado por las mordeduras venenosas de las serpientes clavan su mirada ante la serpiente de bronce para verse liberados de la enfermedad. Sin este Cristo, al que amáis, vuestra vida estaría falta de sentido y falto de esperanza. Al Cristo de la Junquera encomiendo a vuestra parroquia y a todo el pueblo de Chilches: a los niños y a los jóvenes, a los matrimonios y las familias, a los mayores, a los enfermos y a los necesitados.

Que María, la Mare de Déu dels Desamparats, nos ampare en los momentos de dificultad y que Ella nos lleve a Cristo, la esperanza que no defrauda. Amén.

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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💐🙏 El Obispo nos exhorta, en su carta semanal, a contemplar a la Virgen e imitarla en su fe, esperanza y caridad, porque ella dirige siempre nuestra mirada hacia Jesús; y nos ofrece y nos lleva a Cristo ✝️

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