1ª LECTURA

Hechos de los Apóstoles 9, 1-20

En aquellos días, Saul, respirando todavía amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presento al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, autorizándolo a traerse encadenados a Jerusalén a los que descubriese que pertenecían al Camino, hombres y mujeres.
Mientras caminaba, cuando ya estaba cerca de Damasco, de repente una luz celestial lo envolvió con su resplandor. Cayó a tierra y oyó una voz que le decía:
«Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?».
Dijó él:
«¿Quién eres, Señor?».
Respondió:
«Soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tienes que hacer».
Sus compañeros de viaje se quedaron mudos de estupor, porque oían la voz, pero no veían a nadie.
Saulo se levantó del suelo y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía. Lo llevaron de la mano hasta Damasco.
Allí estuvo tres días ciego, sin comer ni beber. Había en Damasco un discípulo, que se llamaba Ananías. El Señor lo llamó en una visión:
«Ananías.» Respondió él:
«Aquí estoy, Señor.» El Señor le dijo:
«Levántate y ve a la calle llamada Recta, y pregunta en casa de Judas por un tal Saulo de Tarso. Mira, está orando, y ha visto en visión a un cierto Ananías que entra y le impone las manos para que recobre la vista».
Ananías contestó:
«Señor, he oído a muchos hablar de ese individuo y del daño que ha hecho a tus santos en Jerusalén, y que aquí tiene autorización de los sumos sacerdotes para llevarse presos a todos los que invocan tu nombre».
El Señor le dijo:
«Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre».
Salió Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y dijo:
«Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno de Espíritu Santo».
Inmediatamente se le cayeron de los ojos una especie de escamas, y recobró la vista. Se levantó, y fue bautizado. Comió, y recobró las fuerzas.
Se quedó unos días con los discípulos de Damasco, y luego se puso a anunciar en las sinagogas que Jesús es el Hijo de Dios.

Salmo: Sal 116, 1.2

R. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.
Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos. R.
Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre. R.

EVANGELIO

Juan 6, 52-59

En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí:
«¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?».
Entonces Jesús les dijo:
«En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.

COMENTARIO

El discurso del Pan de Vida suscita contrariedad en los judíos: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Y la respuesta del Señor es contundente: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”.

Ciertamente, nosotros escuchamos sus palabras desde la Pascua, desde la fe en la Eucaristía –sacramento de su Cuerpo- y del Misterio Pascual –su entrega esponsal.  Bien sabemos que el Pan de Vida es el Cuerpo de Cristo, no es sólo el pan de la fe; es algo que exige tocar, recibir y asimilarse en su Cuerpo.

El Señor nos previene de una fe en Cristo puramente intimista, desprovista de “carne”. Necesitamos de su Cuerpo, que encontramos en la Eucaristía, en la Iglesia y en los pobres. No hay vida eterna, sin el Cuerpo de Cristo. Son palabras claras: “Esto es mi Cuerpo”, “A mí me lo hicisteis”.

Especialmente, nos fijamos en el sacramento de la Eucaristía, que es el Pan de Vida, el Pan bajado del Cielo, alimento de Vida Eterna. Al acercarnos a la realidad de la Eucaristía, dos actitudes conviven y se reclaman: adoración y comunión. No se pueden separar, dice san Agustín, que nadie se acerque a comer de este Pan, sin antes adorarlo. La fe en la Eucaristía se pervierte cuando se reduce una de las dos dimensiones: no hay comunión sin adoración, y no hay adoración que no lleve a la comunión.

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