Peregrinando hacia la Pascua del Señor
Queridos diocesanos:
El próximo miércoles iniciamos la cuaresma, tiempo favorable de salvación (cf. 2 Cor 6,2). Dios nos concede un año más un tiempo de gracia para prepararnos con corazón reconciliado y renovado a la celebración gozosa de la Pascua del Señor. Este año Jubilar lo hacemos como peregrinos de la Esperanza. La muerte y resurrección de Jesucristo es el fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza. La muerte no fue para Jesús la última palabra sobre su vida. La palabra definitiva la pronunció su Padre Dios, resucitándole a la vida gloriosa y eterna junto a Él. Y esa es también nuestra promesa, la Esperanza que no defrauda, porque nada ni nadie puede separarnos del amor de Dios, manifestado y ofrecido en Jesús (cf. Rm 8,35.37-39).
La Pascua no es un acontecimiento del pasado sino que permanece siempre actual por la fuerza del Espíritu Santo. A los bautizados, la cuaresma nos llama a recordar y reavivar nuestro bautismo, por el que fuimos incorporados a la muerte y resurrección de Jesús, renacimos a la vida nueva de los Hijos de Dios y fuimos incorporados a su familia, la Iglesia. La cuaresma es un tiempo propicio para renovar nuestra fe y nuestra esperanza y para dejar que se avive nuestro amor a Dios y a los hermanos por la oración, el ayuno y las obras de caridad. Así nos prepararemos para la renovación de las promesas bautismales en la Vigilia pascual.
La Palabra de Dios nos exhorta a ponernos en camino hacia la Pascua mediante la conversión y la fe. “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15), nos dice Jesús al inicio de la peregrinación cuaresmal. Convertirse es volver la mirada y el corazón a Dios con ánimo firme y sincero. Para ello hemos de escuchar de nuevo, contemplar con silencio interior y acoger con fe confiada la buena Noticia: Jesucristo, muerto y resucitado, es nuestra Esperanza. En Jesús, Dios nos ama a cada uno y nos ofrece su amor personal e infinito para que, creyendo en Él, tengamos Vida plena, eterna y feliz. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, se entregó hasta la muerte por amor a cada uno de nosotros. Cristo está vivo y nos ofrece su vida, su amistad y su salvación. Dios, que nos ha pensado y amado desde siempre, nos indica el camino para alcanzar la felicidad que anhelamos y la salvación que buscamos. Con amor nos sugiere e indica como a sus hijos y amigos lo que hemos de hacer y hemos de evitar para llegar a la Vida eterna, plena y feliz. Él nos quiere llevar a la comunión de vida consigo. Quien escucha su voz entrará en la tierra prometida, en el gozo del Paraíso.
Dios nos espera, no deja de hablarnos y no cesa de salir a nuestro encuentro. Ya en lo más íntimo de cada persona, en nuestra conciencia, resuena su voz. Cuando Dios nos habla al corazón, hemos de escuchar su Palabra, acogerla y adherirnos plenamente a ella, dejarnos guiar por Él como llevados de la mano. Dios no nos quita nada. Dios nos da todo. Dios se nos da a sí mismo en su Hijo, Jesús. Nos podemos fiar de Dios y confiar en Dios, al igual que un niño se abandona en los brazos de su madre y se deja llevar por ella. El cristiano es una persona que se deja guiar por el Espíritu Santo.
Puede, que, por la dureza de nuestro corazón, nos resistamos a Dios y nos cerremos a su voz y a su amor. Con frecuencia prescindimos de Dios en nuestra vida, le damos la espalda y nos empeñamos en construir nuestra vida al margen o en contra de Él. A veces seguimos la mentalidad de un mundo que se opone al proyecto de Dios o nos dejamos llevar por la tentación del Maligno que pretende apartarnos de Dios. Es fácil también confundir las propias opiniones, los propios deseos con la voz de Dios en nosotros; es fácil caer en la subjetividad y en la arbitrariedad, apartándose de la verdad de la Palabra de Dios que nos llega a través de su Iglesia.
Volvamos la mirada y el corazón a Dios, dejémonos encontrar por su amor misericordioso y vivamos en adhesión amorosa a Dios y a sus mandamientos, y así el amor al prójimo y a toda la creación. No nos cansemos de orar, porque nadie se salva sin Dios. No nos cansemos de extirpar el mal de nuestra vida; el ayuno cuaresmal fortalece nuestro espíritu en la lucha contra el pecado. No nos cansemos de pedir perdón en el sacramento de la Penitencia, porque Dios no se cansa de perdonar. No nos cansemos de luchar contra la concupiscencia, esa fragilidad que nos lleva a toda clase de mal. Y no nos cansemos de hacer el bien en la caridad activa hacia el prójimo.
En medio de tanto ruido hagamos silencio en nuestro interior y escuchemos la voz de Dios. Dios nos ofrece un año más un tiempo de gracia y de salvación. Cristo Jesús, muerto y resucitado para la Vida del mundo, es nuestra Esperanza.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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