1ª LECTURA

 Números 21, 4b-9

En aquellos días, el pueblo ese cansó de caminar y habló contra Dios y contra Moisés:
«¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin sustancia». El Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de Israel.
Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo:
«Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes».
Moisés rezó al Señor por el pueblo, y el Señor le respondió:
«Haz una serpiente abrasadora y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla».
Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a alguien, este miraba a la serpiente de bronce y salvaba la vida.

Salmo: Sal 77, 1-2. 34-35. 36-37. 38
R. No olvidéis las acciones del Señor.

Escucha, pueblo mío, mi enseñanza,
inclina el oído a las palabras de mi boca:
que voy a abrir mi boca a las sentencias,
para que broten los enigmas del pasado. R.
Cuando los hacía morir, lo buscaban,
y madrugaban para volverse hacia Dios;
se acordaban de que Dios era su roca,
el Dios altísimo su redentor. R.
Lo adulaban con sus bocas,
pero sus lenguas mentían:
su corazón no era sincero con él,
ni eran fieles a su alianza. R.
Él, en cambio, sentía lástima,
perdonaba la culpa y no los destruía:
una y otra vez reprimió su cólera,
y no despertaba todo su furor. R.

Evangelio

Juan 3, 13-17

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
«Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; l que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios».

COMENTARIO

“Sé libre”; “todo vale”; “haz lo que quieras”; “constrúyete a ti mismo”. Podríamos decir que este es el oxígeno que respiramos, es el agua de la pecera en la que vivimos. Nos tragamos tan fácilmente esta forma de pensar y de vivir porque nos encanta sentirnos adulados, nos complace escuchar -de alguna manera- que somos divinos: sin limitaciones, contingencias, ni incapacidades. En este anhelo se refleja la pretensión que tenemos de ser autónomos y autosuficientes: no depender de nadie ni de nada. Es el afán de subir al cielo por las propias fuerzas.

Frente a ello, Cristo me recuerda que “nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo.” Me paso los días empeñándote en construirme, perfeccionarme… y no hago más que cosechar frustraciones. Porque, aunque no lo quiera reconocer, no consigo mejorarme: no puedo subir al cielo.

He aquí el punto de inflexión. Sólo en la experiencia de mi terrenalidad -que no divinidad-, en mi fracaso, impotencia, ineptitud e incapacidad, es donde me puedo abrir a recibir al “que bajó del cielo.” Cristo ha bajado para “que todo el que crea en él tenga vida eterna”: es Él el que me eleva, es Él el que me diviniza.

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