María, madre y modelo de la fe
Queridos diocesanos:
Nos disponemos a entrar en el Adviento, el tiempo que nos prepara para el encuentro con Cristo Jesús, el Hijo de Dios, que viene y se nos da en la Navidad. Siempre y más aún en el Año de la fe, María nos acompaña en este tiempo como madre y modelo de fe en Dios. En ella podemos contemplar que la fe es un regalo de Dios, fruto de su gracia, y, a la vez, una adhesión confiada a Dios.
Dentro del Adviento celebramos a María en la fiesta de su Inmaculada Concepción, en la que recordamos la preparación radical a la venida del Salvador al encuentro con toda la humanidad. En la Inmaculada recordamos que María, por haber sido elegida para ser la Madre del Salvador, ha sido a la vez agraciada por Dios con dones a la medida de su misión de ser la Madre del Hijo de Dios. En nuestra Señora, Dios obra maravillas: es llamada a la existencia llena de la gracia y del amor de Dios, libre del pecado original.
Dios toma siempre la iniciativa y sale al encuentro del ser humano. La Inmaculada nos muestra el verdadero rostro de Dios: Dios es amor, crea por amor y para la vida eterna en su amor. Dios busca al ser humano, alejado de él por el pecado, para llenarle de su gracia, vida y amor. Lo primero que hace Dios es saludar. ‘Alégrate’, dice el Angel a María; un saludo que llama a la alegría y que pone de manifiesto la alegría misma de Dios al entrar en relación con nosotros; es una relación que trae la salud verdadera, la salvación. En la Virgen María se manifiesta por vez primera el plan divino de Salvación trazado por el amor misericordioso de Dios “antes de la creación del mundo” para todos.
María responde al amor de Dios con una fe confiada y con una total disponibilidad y entrega de su persona a Dios. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según palabra” (Lc 1,38). María vive toda su existencia desde la verdad de su persona, que sólo está en Dios y en su amor. La Virgen sabe muy bien que, sin el amor de Dios, ella es nada, y que, sin Dios, toda vida humana sólo produce vacío existencial. María sabe que está hecha para acoger el amor de Dios y para darse por amor. Por ello vivirá siempre en Dios y para Dios. María, aceptando su pequeñez, se llena de Dios, y se convierte así en madre de la libertad y de la dicha.
Por su fe, María es la madre y modelo de todos los creyentes. Dichosa por haber creído, María nos muestra que la fe y la vida en Dios es nuestra dicha y nuestra victoria, porque “todo es posible al que cree” (Mc 9, 23). La Virgen es además la primicia de la humanidad redimida. La “plenitud de gracia”, que para María es el punto de partida, es la meta para todos los hombres, que acogen con fe el amor de Dios ofrecido en Cristo. Dios nos ha creado “para que seamos santos e inmaculados ante él” (Ef 1, 4). En la Virgen, Dios, dador de amor y de vida, irrumpe en la historia humana. Dios no deja a la humanidad aislada y en el temor. Dios busca al hombre y le ofrece vida y salvación; Dios lo ama de modo personal, sólo quiere su bien y lo busca con un designio de gracia y misericordia. En un mundo egoísta y desesperanzado, la Inmaculada nos ofrece un mensaje de amor y de esperanza. En un contexto que invita a prescindir y suplantar a Dios, María nos invita a abrirnos al misterio de Dios y a acogerlo con fe. Solo en Dios y en su amor está la verdad del hombre. Sólo en Dios lograremos desarrollar lo mejor que hay en nosotros.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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