En una noche cargada de esperanza y luz, la Catedral de Segorbe acogió con gran solemnidad la Vigilia Pascual, presidida por el Obispo de la Diócesis de Segorbe-Castellón, Mons. Casimiro López Llorente. La celebración comenzó al anochecer del Sábado Santo, cumpliendo con la norma litúrgica que establece que esta es una vigilia auténtica, «la madre de todas las vigilias», como la llama san Agustín.
La liturgia comenzó en el exterior del templo, con la bendición del fuego nuevo y la preparación del cirio pascual, símbolo de Cristo resucitado, dando paso a la procesión de entrada con la luz de Cristo, que fue encendida por los fieles al tiempo que se proclamaba con solemnidad el himno de alabanza que canta la gloria de esta noche santa en la que “Cristo ha vencido a la muerte y resucitado victorioso del abismo”.
La Liturgia de la Palabra condujo a los fieles a través de la historia de la salvación: desde la creación del mundo, pasando por la fe de Abrahám, la liberación del pueblo de Israel en el mar Rojo, las promesas de los profetas, hasta llegar a la proclamación de la Resurrección en el Evangelio de san Lucas (24, 1-12).
“No está aquí. Ha resucitado”
Las primeras palabras del Obispo durante la homilía se hacían eco de la gran noticia de la fe cristiana: “¡Cristo ha resucitado verdaderamente!”.
D.Casimiro explicó que la resurrección de Jesús no es solo un recuerdo del pasado, sino un acontecimiento vivo que transforma el presente porque “el Señor vive glorioso para siempre junto a Dios, y esta es también nuestra Pascua. Su victoria sobre la muerte es la nuestra”, aseguró.
Durante la celebración, en la que se encendió el fuego nuevo y se renovaron las promesas bautismales, D. Casimiro recordó que en el bautismo hemos sido sumergidos en la muerte de Cristo para resucitar con Él a una vida nueva. “Lo que muere en el bautismo es nuestra esclavitud del pecado. Lo que nace es la vida de Dios en nosotros”, dijo, animando a los fieles a revestirse de Cristo y dejar atrás las “viejas vestiduras del pecado”.
Uno de los momentos más significativos de la noche fue la renovación de las promesas bautismales, en la que todos los presentes —luz en mano— renunciaron nuevamente al pecado y proclamaron su fe en Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador. Especial emoción se vivió con la participación de los hermanos y hermanas de la cuarta comunidad del Camino Neocatecumenal de la parroquia de la Santísima Trinidad de Castellón, quienes vistieron túnicas blancas de lino como signo de su nueva vida en Cristo.
El Obispo se dirigió a ellos recordando que el Bautismo «es solo el comienzo de un camino, una vida entera revestidos de Cristo hasta poder comparecer ante Dios con vestiduras de luz».
Finalmente, en un mensaje cargado de fuerza pastoral, D. Casimiro exhortó a todos los fieles a vivir como “hombres nuevos”, impulsados por el Espíritu, y a proclamar con valentía el Evangelio del Resucitado dejándonos «resucitar con Cristo. Vivamos para Dios, en Cristo Jesús».
Domingo de Pascua:¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!
Esta mañana, en un clima de profundo gozo y esperanza, la Catedral ha acogido con gozo con solemnidad la Misa del Domingo de Resurrección, culmen del Triduo Pascual y corazón de la fe cristiana. Durante la homilía, D. Casimiro nos ha recordado que el anuncio de la Pascua no es una fórmula vacía ni un recuerdo del pasado, sino una verdad viva que transforma radicalmente la historia, la creación y cada vida humana.
“El cuerpo roto y enterrado de Jesús ya no está en la tumba”, ha proclamado el Obispo. Y no porque haya sido robado o escondido, advertía D. Casimiro, «sino porque ha pasado a la vida gloriosa de Dios». Así ha afirmado que «la Pascua es el día del triunfo del amor de Dios sobre el pecado y la muerte, el día de la nueva creación”.
También ha profundizado La Resurrección, ha subrayado D. Casimiro “no es una leyenda ni un mito, sino un hecho histórico y real que cambia nuestra perspectiva del mundo y del futuro”.
Además, ha recordado que la Resurrección no es sólo un acontecimiento del pasado, sino una realidad que nos alcanza hoy. “Si Cristo no hubiera resucitado, no tendríamos esperanza alguna. Pero la Pascua ha invertido la tendencia: el pecado y la muerte no tienen la última palabra. Ahora la tienen la vida, la verdad, el amor y la belleza de Dios”.
La celebración ha culminado exhortándonos a ser testigos creíbles de la resurrección: “Cristo vive y nos envía a dar testimonio con obras que hablen de esperanza. Vivamos como hombres nuevos, renacidos por el bautismo, revestidos de Cristo, agradecidos por la bondad de Dios y comprometidos con la verdad, la justicia y el amor”.
La Misa concluyó con un ferviente canto de alegría pascual: “¡Cristo ha resucitado verdaderamente! Él es nuestra paz y nuestra esperanza. ¡Aleluya!”
Desde esta experiencia de fe compartida, nuestro Obispo ha deseado a todos sus fieles una feliz y Santa Pascua de Resurrección, con la que comienza una vida nueva en Jesús Resucitado, iniciándose así el tiempo más gozoso del año litúrgico, llamado a vivir y anunciar la alegría del Evangelio.
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La celebración de hoy ha concluido con la Procesión del Encuentro en la que las imágenes del Resucitado y de la Virgen María se encontraron en las calles de Segorbe. Este emotivo acto ha simbolizado la alegría de la Iglesia al ver a María recibiendo la noticia de la Resurrección de su Hijo, y nos recuerda a todos que la vida ha vencido a la muerte, y que la esperanza nunca defrauda.
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Las celebraciones del Triduo Pascual han sido, una vez más, un tiempo de profunda renovación espiritual, de volver al centro de nuestra fe: Cristo muerto y resucitado por nosotros. Bajo la guía del Obispo, Mons. Casimiro López Llorente, la Diócesis ha revivido este misterio con intensidad, dejando que la liturgia transforme el corazón de los fieles y los impulse a vivir como verdaderos testigos del Resucitado.
Esta tarde de Viernes Santo, la Catedral Basílica de Segorbe ha acogido con solemne silencio la Celebración de la Pasión del Señor, que ha estado presidida por D. Casimiro. Esta liturgia, profundamente austera y cargada de significado, es el momento culminante de la contemplación del misterio de la Cruz, fuente de la salvación de la humanidad.
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Sin altar adornado, sin canto de entrada ni saludo inicial, la celebración comenzaba con el Obispo postrado ante el altar, en un gesto de humildad y profunda reverencia. Este signo ha marcado el tono de toda la acción litúrgica, que se ha centrado en la adoración de la Cruz y en la meditación sobre el misterio de la redención, pues siguiendo una antiquísima tradición, hoy no se celebra la Eucaristía, y Cristo crucificado es el centro de la liturgia.
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Las lecturas proclamadas han guiado a los fieles en la contemplación de la Pasión de Jesucristo. El cuarto cántico del Siervo del Señor (Is 52,13—53,12) ha presentado la figura de Áquel que fue traspasado por nuestras rebeliones. El canto conmovedor del salmo responsorial –“Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”-, ha resonado como eco del grito de Jesús en la Cruz. La carta a los Hebreos (Heb 4,14–16; 5,7–9) ha mostrado a Cristo como Sumo Sacerdote obediente, autor de salvación eterna. Finalmente, la Pasión según san Juan (Jn 18,1–19,42), proclamada con profundidad y solemnidad, ha llevado a los fieles participantes a lo más íntimo del Misterio Pascual: el sacrificio del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
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El Obispode Segorbe-Castellón ha realizado una profunda homilía centrada en el misterio de la cruz y el amor redentor de Cristo. Partiendo del poema del siervo de Yahvé, descrito por Isaías como el “varón de dolores”, el Obispo ha recordado que Jesús fue traspasado por nuestras rebeliones y pecados.
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“En la oscuridad del dolor aparece la luz de la esperanza. Desde el primer momento se apunta ya a la victoria final”, ha afirmado.El siervo doliente, ha explicado D. Casimiro, es a la vez víctima expiatoria y mediador: “Jesús es el Sumo Sacerdote y la víctima. El oferente y la ofrenda. Él es nuestro único mediador con Dios”. Así, en contraposición al Antiguo Testamento, donde el Sumo Sacerdote entraba una vez al año en el santuario, Cristo entra al Cielo “con su propia sangre, una vez para siempre”.
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En su pasión, ha subrayado el Obispo, Jesús se presenta como un verdadero Re. Se deja arrestar voluntariamente, declara su realeza ante Pilato y es exaltado en la cruz como testigo de la verdad. “La cruz es el trono real desde el que atrae hacia sí a todos los hombres”, ha destacado.
Desde la cruz, Jesús funda su Iglesia, entrega a su Madre al discípulo amado y al morir entrega el Espíritu Santo, que será derramado en Pascua. “Incluso la cruz queda transfigurada”, ha explicado, “pues desde que Cristo redimió a los hombres en el leño, se ha convertido en objeto de adoración”.
D. Casimiro ha exhortado a los fieles a no ser meros espectadores de la Pasión, sino a reconocernos como sus beneficiarios: “Nuestros pecados personales y estructurales son el origen de los sufrimientos de Cristo. Él sigue padeciendo cuando no acogemos el amor de Dios, cuando nos avergonzamos de ser cristianos o cuando negamos ser sus discípulos”.
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Ha enumerado situaciones concretas de dolor en las que Cristo sufre hoy: desde el abandono de ancianos y enfermos hasta la explotación de niños, la violencia contra las mujeres, el drama de los inmigrantes o el sin sentido que afecta a tantos jóvenes.
En medio de esta realidad, D. Casimiro ha recordado que Cristo también sufre con nosotros y da sentido a nuestras penas. “Sufrió tristeza y angustia para que acudamos a Él cuando la desesperanza se cruce en nuestra vida. Él es nuestra esperanza, nuestra fuerza para no desfallecer”.
La homilía ha concluido con la mirada puesta en María, al pie de la cruz, como modelo de entrega y fe. “Si con Él sufrimos, reinaremos con Él. Si con Él morimos, viviremos con Él”.
Uno de los momentos más significativos fue el rito de adoración de la Santa Cruz, momento en el que el Obispo, seguido por los ministros concelebrantes y los fieles, se acercó a venerarla con un beso, adorando al Redentor que dio su vida por todos.
La celebración culminó con la comunión eucarística, distribuida con sobriedad desde el pan consagrado el día anterior, recordando que este es el único sacramento que la Iglesia administra en este día, junto con la penitencia y la unción de enfermos.
Imagénes: José Plasencia
La celebración concluyó con la solemne procesión del santo entierro con la participación de las cofradías de la ciudad.
D. Casimiro nos exhorta a “acoger el amor de Dios y dejarnos reconciliar por Él”
Las celebraciones diocesanas de este Viernes Santo arrancaban a primera hora de la mañana en la Capilla de la Purísima Sangre de Castellón con nuestro Obispo arrodillado y en oración frente al monumento donde anoche se reservó el Santísimo Sacramento.
Mons. Casimiro López Llorente ha presidido el tradicional Vía Crucis que ha partido desde la Capilla de La Sagre y ha recorrido la Avenida de Lidón hasta la Basílica.
Junto a nuestro Obispo, sacerdotes, seminaristas, miembros de diferentes Cofradías de la ciudad y fieles de diferentes comunidades parroquiales y realidades eclesiales, se han sumado al rezo de las estaciones y la meditación del Via Crucis redactado por el Cardenal Ratziger, siendo en ese momento Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en 2005 y que incluye una meditación que reflexiona profundamente sobre el sufrimiento humano y la cercanía de Cristo en el dolor.
Siendo así, hoy los fieles han experimentado cómo Jesús se convierte en el compañero de todos los hombres, pues el sufrimiento de Jesús en la cruz no es solo un sufrimiento físico, sino que abarca también la dimensión espiritual al asumir el sufrimiento de todo hombre. En Él, todos los sufrimientos encuentran su eco.
Las estaciones del Vía Crucis no solo representan los pasos de Jesús hacia la cruz, sino que también simbolizan el camino de la humanidad a través del sufrimiento y la prueba, pero siempre con la mirada puesta en la redención.
Al finalizar el recorrido y ya en el interior de la Basílica del Lledó, D. Casimiro ha dirigido a los fieles una meditación cargada de sentido espiritual y de invitación a vivir en clave pascual. Sus palabras han invitado a profundizar en el misterio del amor redentor de Cristo, que no se queda en el dolor sino que conduce a la vida verdadera. El Obispo ha animado a los fieles a permanecer en el recogimiento interior, para que ese silencio fecundo “fortalezca nuestra esperanza y nos impulse a vivir desde el amor de Dios hacia los hermanos”.
Más tarde, nuestro Obispo se ha desplazado hasta Segorbe donde también ha presidido el rezo junto a los sacerdotes, miembros de cofradías y fieles en general. Se ha desarrollado en un ambiente de recogimiento, marcado por la austeridad del día y el sonido profundo de los cantos penitenciales, que ha ayudado los presentes a entrar en el misterio de la Pasión del Señor. A lo largo de las estaciones, no solo se ha ido desgranando el relato evangélico, sino también la profunda enseñanza espiritual, que el camino de la cruz junto a Jesús sirve para iluminar la vida de cada fiel.
“La Eucaristía es el manantial de vida y de amor de Dios para la humanidad”
En esta tarde del Jueves Santo, la S. I. Catedral de Segorbe ha acogido la solemne Misa de la Cena del Señor, presidida por Mons. Casimiro López Llorente, Obispo de Segorbe-Castellón. Con esta celebración, la Iglesia ha dado comienzo al Triduo Pascual, el corazón del año litúrgico, que culminará con la resurrección de Jesucristo en la Vigilia Pascual.
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Junto al Obispo han concelebrado miembros del Cabildo Catedralicio y sacerdotes de la parroquia de Santa María, acompañados de diáconos, seminaristas, religiosos y religiosas de distintas comunidades, así como numerosos fieles laicos. Entre los asistentes se encontraban también miembros de las cofradías, con especial representación de la Cofradía de la Verónica, encargada de la organización de esta jornada dentro de la Semana Santa segorbina.
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La celebración ha estado caracterizada por una profunda reverencia y recogimiento, destacando el rito del lavatorio de los pies, signo del amor humilde y servicial de Cristo hacia sus discípulos. Nuestro Obispo ha realizado este humilde gesto con doce fieles cofrades de la Cofradía de la Verónica y Cristo de la Misericordia de Segorbe, en representación de los apóstoles, recordando el gesto de Jesús que, sabiendo que iba a ser entregado, «los amó hasta el extremo», como narra el evangelio de san Juan.
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En su homilía, Mons. López Llorente centró su reflexión en los tres grandes misterios que se celebran en este día santo: la institución de la Eucaristía, del sacerdocio ministerial y del mandamiento nuevo del amor. “En esta celebración se nos invita a ir al Cenáculo y contemplar el amor inmenso de Cristo, que sabiendo que había llegado su hora, amó a los suyos hasta el extremo”, afirmó.
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“El Señor no se limitó a dejar palabras”, continuó el Obispo, “sino que quiso quedarse con nosotros de manera real y permanente en la Eucaristía, que es memorial de su entrega en la cruz, alimento del alma, y sacramento de unidad y caridad”. Subrayó además que la Eucaristía no es simplemente un recuerdo simbólico, sino una actualización sacramental del sacrificio de Cristo, que se ofrece cada vez que se celebra la Santa Misa.
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En este contexto, recordó también el don del sacerdocio ministerial, instituido por Cristo en la Última Cena al encomendar a los apóstoles: “Haced esto en conmemoración mía”. “Sin sacerdotes no hay Eucaristía”, afirmó con fuerza, animando a los fieles a rezar por las vocaciones sacerdotales, especialmente en nuestra Diócesis, y a apoyar a los seminaristas que se preparan para ese ministerio al servicio del Pueblo de Dios.
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Asimismo, el Obispo destacó el mandamiento nuevo del amor, proclamado y ejemplificado por Jesús al lavar los pies a sus discípulos: “Amar como Cristo nos ha amado implica una vida de entrega, de servicio humilde, de atención al otro, especialmente al más necesitado”. En este sentido, recordó que la comunión eucarística no puede separarse de la comunión fraterna: “No podemos acercarnos al altar si no estamos dispuestos a compartir nuestra vida, nuestro tiempo y nuestros bienes con los demás”.
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La celebración culminó con el traslado solemne del Santísimo Sacramento al Monumento, preparado con esmero por la comunidad parroquial, donde quedó reservado para la adoración de los fieles durante la noche. En un clima de profundo recogimiento, los asistentes permanecieron unos instantes en oración ante el Señor, iniciando así el tiempo de la Hora Santa, en recuerdo de la agonía de Jesús en Getsemaní.
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Así, la Diócesis de Segorbe-Castellón se adentra en el Misterio Pascual, acompañando al Señor en su Pasión, Muerte y Resurrección, fuente de esperanza y salvación para toda la humanidad.
Este Miércoles Santo, la Santa Iglesia Catedral Basílica de Segorbe será escenario, un año más, del tradicional Concierto de Música Sacra “Miserere”, una cita muy esperada por los amantes de la música religiosa. El concierto tendrá lugar a las 20 horas y será interpretado por la Capilla Musical de la Catedral.
Organizado por el Ilustrísimo Cabildo Catedralicio y la Capilla Musical de la Catedral, el concierto ofrecerá una experiencia única de recogimiento y belleza, con un repertorio de piezas sacras que invitan a la contemplación y al recogimiento interior. Esta cita se enmarca dentro de los actos litúrgicos de la Semana Santa segorbina.
Dada la limitación de aforo, se recomienda a los asistentes llegar con antelación para poder acceder al templo y disfrutar de esta propuesta musical que se ha convertido en un referente de la Semana Santa en Segorbe.
Catedral de Segorbe y Concatedral de Castellón – 13 de abril de 2025
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(Is 50,4-7; Sal 21; Flp 2,6-11; Lc 22,14-23.56)
Comienza la Semana Santa
1. Con el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor comenzamos la Semana Santa, en la que un año más celebramos los misterios santos de nuestra redención: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Es la meta a la que nos venimos preparando durante la cuarentena cuaresmal. La alegría y la cruz sintetizan la celebración de este domingo.
Jesús entra en Jerusalén….
2. En la procesión hemos revivido lo que sucedió el día en que Jesús entró en Jerusalén montado en un pollino. Una multitud de discípulos lo acompaña con palmas y cantos, extiende mantos ante él y eleva un grito de alabanza: “¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!” (Lc 19,38). Jesús ha despertado en el corazón de los discípulos muchas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, sencilla, pobre y olvidada. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro misericordioso de Dios y se ha inclinado para curar en el cuerpo y en el alma. Así es el corazón de Jesús: atento a todos, entonces y hoy. Él ve nuestras debilidades, y conoce nuestros pecados. Su amor es grande. Y, así, con este amor, entra en Jerusalén. Es una escena llena de alegría y de esperanza.
Como entonces, también nosotros hemos acompañado al Señor con cantos, palmas y ramos; hemos expresado así la alegría de saber que el Señor está presente en medio de nosotros, que viene a nuestro encuentro como un hermano y amigo. Y también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se ha abajado para caminar con nosotros. El nos ilumina en nuestro camino, nos cura y nos salva. Él es nuestra Salvación, Él es nuestra Esperanza. Este es el motivo de nuestros cantos y de nuestra alegría cristiana. La que brota de sabernos amados personalmente y para siempre por Dios en Cristo Jesús, su Hijo. Un cristiano nunca se puede dejar vencer por el desánimo. Nuestra alegría no nace de tener cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús. Él está entre nosotros y con nosotros. Nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, incluso cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables, Cristo está con nosotros. Dejémonos encontrar y amar por Él. Sabemos que Jesús nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro.
… para morir en la Cruz…
3. Jesús entra en Jerusalén para morir en la Cruz. Tras la procesión de palmas nos hemos adentrado en la celebración de la Eucaristía, en la que hemos proclamado en el relato de la Pasión según san Lucas.
Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a los poderosos, a los gobernantes, a quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz.
… por amor a toda la humanidad
4. Jesús no va a la cruz obligado por fuerzas superiores a él. “Cristo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Buscando siempre la voluntad del Padre, Jesús comprende que ha llegado su hora. Y la acepta con la obediencia libre del Hijo al Padre y por un infinito amor a los hombres. Jesús va a la cruz por amor a nosotros; lleva nuestros pecados a la cruz, y nuestros pecados le llevan a Jesús a la cruz: fue triturado por nuestras culpas, nos dice Isaías (cf. Is 53, 5).
Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava. Lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Cuántas heridas inflige el mal a la humanidad hasta el día de hoy. Guerras y violencias de todo tipo, la sed de dinero y el afán de poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana como los abortos o la eutanasia, y contra la creación. Y también nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, a nosotros mismos, al prójimo y a toda la creación.
La pasión de Jesús continúa en el mundo actual. En su pasión están presentes los sufrimientos y los pecados de toda la humanidad. Cristo, aunque no tenía pecado, tomó sobre sí lo que el hombre no podía ni puede soportar: las injusticias, el mal, el pecado, el odio, el sufrimiento y, por último, la muerte. En Cristo, el Hijo del hombre humillado y sufriente, Dios ama, perdona y salva. En la cruz, el Hijo de Dios nos reconcilia con Dios y con los hermanos, y restablece la comunión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. La cruz es el abrazo definitivo de Dios a toda la humanidad. Desde ese abrazo de Cristo en la cruz, el mal, el pecado y la muerte no tienen la última palabra. La última palabra la tiene el amor y la vida de Dios. La cruz ha roto las cadenas de nuestra soledad y de nuestro pecado, y ha destruido el poderío de la muerte. Jesús, en la cruz, siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados, para amar como Él nos ha amado.
La Semana Santa nos invita a acoger este mensaje de la cruz. Al contemplar a Jesús, el Padre quiere que aceptemos seguirlo en su pasión, para que, reconciliados con El en Cristo, compartamos con Él la resurrección.
La Semana Santa: expresión de nuestra fe cristiana
5. Como cada año, estos días santos nos conducen al centro de nuestra fe: a Cristo Jesús y su misterio Pascual. Este es el centro de todas las celebraciones de esta Semana Santa, en la liturgia y en las procesiones. Celebremos estos días con fe y recogimiento. En ellos se hace presente lo más grande y profundo que tenemos y creemos los cristianos. Que nuestra participación en las celebraciones renueven y acrecienten nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor. Así se lo pido a María que supo estar al lado de su Hijo Jesucristo. Que Ella, como buena Madre, nos ayude a ser fieles seguidores de su Hijo. Amén.
El campanario de la Catedral de Segorbe, desde bien antiguo, siempre ha suscitado y despertado la admiración de todos los viajeros que hasta la ciudad episcopal llegaban a lo largo de los siglos, así como estudios de referencia [Llorens Raga, 1965]. La panorámica de la ciudad, como en la actualidad, resulta imponente al asociar al núcleo urbano la trama de las poblaciones vecinas, Altura y Geldo, creando una sensación de gran urbe, de magnífica representación simbólica de ciudad ideal, a la manera de la Jerusalén celestial, coronado por sus dos colinas de San Blas y Sopeña y, en medio del paso, conformando la cima de la pirámide visual, la medieval impronta de la torre de la Seo. A sus costados, como buena ciudad episcopal, de clérigos y religiosos, se fueron organizando el resto de edificios con el paso de los años. Franciscanos, jesuitas, dominicos, agustinas, mercedarios, etc., testimonios pasados del monacato local y Tebaida. Grandes edificios por encima de un caserío ceñido por el corsé de las murallas que venían a sacralizar, cual ínsula, todo el espacio civil, también ducal, de la localidad.
Desde sus casi cuarenta metros de altura, fue punto defensivo y atalaya de vigilancia sobre el Camino Real de tiempos del Conquistador, orientando su planta irregular en esviaje, sobre el cercado defensivo, hacia el tránsito diario de trasiego de mercaderías y pasajeros, en tiempo de paz, o hacia los peligros que por ella transitaban, en tiempos de guerra.
Desde el principio de su existencia, dado el carácter inestable de la propia sede en sus primeros momentos, nuestra torre adquirió una apariencia de fortaleza. Su planta trapezoidal, sus bloques de sillería, el medieval aspecto de sus cuerpos más antiguos, con la presencia de aspilleras y troneras para la iluminación del caracol que subía desde el claustro y para, eventualmente y era el caso, defensa de la plaza. Además, con sus toques de campanas y repiques, como torre mayor, marcaba principio y final de volteos generales, de oración, de guerra, cierre de puertas de la muralla, entre otros.
Algunos autores han destacado la gran influencia que tuvo la figura de San Juan de Ribera y su Colegio, así como los prelados «riberistas», en el ámbito religioso valenciano y segorbino, influenciando en la introducción de elementos a la postre trascendentales, como las primeras capillas trasagrario, en la iglesia de San Martín (ca. 1620), la primera cúpula con teja vidriada de la diócesis, en la capilla de Comunión de la Catedral [Montolío-Olucha, 2002], o en la revitalización de las torres campanario con la incorporación de los grandes volteos pues, hasta el momento, las campanas bandeaban u oscilaban a la manera europea o romana; maneras que, en Segorbe, se comenzaron a implantar lenta y progresivamente, para imponerse a finales del siglo XVIII, en tiempos ilustrados [Llop].
El pequeño acceso original de dovelas ojivales, a los pies del primer torreón, se conserva en su ubicación original hacia el interior, mirando al este, en el rincón conformado con el antiguo paramento mural intramuros rico en marcas de cantería [Fababuj, 2006], aproximadamente a la altura y nivel del coro actual, a los pies del templo, por donde cruzaba un gran arco de la muralla hasta la renovación del edificio, a partir de 1791. Oculto por las obras posteriores, que cambiaron la entrada primitiva a unos metros más arriba, desde la calle, todavía puede observarse a los pies de la primitiva estructura descendiendo, no sin cierto peligro, por los antiguos fundamentos y pasadizos de la construcción.
La obra del antiguo campanar parece que se concluyó hacia mediados del siglo XV. Hacia 1439 se presume se colocaba un reloj de sol en su fachada y, hacia 1457, se realizaban obras para la protección de otro, posiblemente mecanizado, que había sido capitulado por la ciudad y el obispo, fue finalmente pagado por el prelado Bartolomé Martí, de la familia Borja, en 1486, con la cantidad de 15 libras [Corbalán, 2016], con la participación de los maestros de obras Bartolomé Tahuengo o «Castellar» y su yerno, un tal «Mestre Martí», acompañados de otros picapedreros de origen vasco, tal como refleja el «Llibre de Fàbrica de la Seu» [ACS, 364]. Según parece, dichas obras no fueron muy satisfactorias. Examinadas por el maestro Figueres, éste dictaminó que las pilastras de dicha edificación, asentadas sobre la bóveda de la torre, amenazaban ruina inminente, pudiendo dañar irremisiblemente el cuerpo de campanas. De esa manera, se le paga a un vizcaíno para derribar lo realizado. La capilla de Santa Bárbara, de gran devoción medieval en Segorbe, con su altar, beneficio y restos de policromía, emplazada en la parte superior del primer cuerpo, citada ya en el cuatrocientos, es buen testimonio de la antigüedad de este primer tramo del edificio; como anécdota, en 1669 se rehacía la campana de Santa Bárbara.
En el Libro de Fábrica de la Seo consta una gran cantidad de dinero de obra ejecutada, seiscientas libras, en la «sumidad» o extremo superior del campanar, en tiempos del obispo agustino Juan de Muñatones (1556-1571), que fue ejecutado en 1567 a cargo de doscientos sesenta y seis sueldos y ocho dineros de Artal de Alagón [ACS, 365. Montolío, 2014].
«Item responde a don Artal de Alagon docientos sesenta y seis sueldos y ocho dineros los quales vendieron y cargaron los administradores de fabrica por precio de seicientas libras que sirvieron para edificar la sumidad de la torre del campanario, consta por auto recibido por Pedro de la Canbra notario en 14 de abril de 1569.»
Es muy probable que todo este ingente gasto se destinase al acondicionamiento del cuerpo de campanas tardo medieval incorporando un posible «remate» o chapitel en su parte alta, quizá una conclusión en piedra piramidal u octogonal con tejado cónico y en su extremo superior sobre la terraza, a la manera de los campanarios realizados posteriormente en Albarracín, Puebla de Valverde o Viver. Una tipología desarrollada a lo largo de la antigua diócesis y territorios limítrofes entre los siglos XVI y XVII bajo la tutela de maestros cántabros y franceses [Montolío, 2024].
No obstante, poco después, constatamos la participación de la torre en diversas tradiciones, como su iluminación con la quema de candelas de pólvora en cazoletas de barro en la víspera o la «enfarolada» de la festividad de San Pedro en 1593 o 1605 [ACS, 365]. Unas luminarias que, con motivos especiales, también solían hacerse, como acontecería en la entrada de las reliquias de San Valeriano o el nacimiento de Luis, hijo del duque de Segorbe, en 1667 [ACS, 315]. La primera mitad del seiscientos vio una acusada intervención arquitectónica en la Seo, cambiándose la puerta de madera de acceso a la escalera de caracol del campanar en 1622, un constante y profuso gasto en el nuevo órgano, campanas y capilla de la Comunión del año 1634 [ACS, 365].
En cuanto al cuerpo superior, actual de campanas, éste se erigió sobre la terraza del anterior, derribando la estructura que en aquel lugar se habría realizado en tiempos del obispo Muñatones. De hecho, la presencia constante en la documentación del arquitecto barroco Mateo Bernia, autor de la portada principal de la Seo (1671) [Montolío-Simón-Albert, 2020], con la que comparte una gran afinidad técnica en el trabajo de cantería y acabados murales, hacen plausible pensar en una posible intervención del maestro en su construcción, hacia 1653-1660 [ACS, 371]. Una documentación de fábrica muy rica, donde son muy habituales los gastos y justificantes relativos al campanario y el mantenimiento de sus campanas desde el siglo XV hasta la actualidad. Es destacable que la campana gótica de las horas, declarada Bien Mueble de Interés Cultural de la Comunidad Valenciana en 2019, fue fundida en 1659, en este tramo cronológico, en el que también encontramos el pago «despertador» al relojero Gabriel Rovira.
Una obra de siglos que se remataría, de alguna manera, con la construcción del chapitel neoclásico, bajo la dirección de Mariano Llisterri, para la campana de las horas, realizado en tiempos del obispo Alonso Cano Nieto, en 1780 [ACS, 372. Montolío, 2021]. La importancia de la cita queda asentada con la redacción de una especie de ceremonial en 1783, donde se detallaba el jornal y las funciones del campanero, así como de la revisión del acceso al mismo [ACS, 597]; ya en 1681, una prefiguración de dichas condiciones las encontramos en la posesión de Esteban Campos del oficio de Campanero de la Catedral. En 1770, un acuerdo capitular venía a determinar cuando se debían realizar los toques en las fiestas de la ciudad [ACS, 595].
En 1913, se nombraba a Andrés Ibáñez Morón campanero, a petición de su progenitor y anterior responsable en el cargo. En 1918, se cambiaba de hora el reloj y se acordaba que los rezos de coro del Cabildo se realizaran según la hora de luz natural. También, poco más tarde, se decidió que los toques se efectuaran según la oficial. En 1921, el Cabildo decidía aislar el campanario del resto de la Catedral, abriendo una entrada aislada propia. Al año siguiente se hacían ensayos de telefonía en el mismo, con previa instalación de cables de cobre. En 1985, la Asociación Amigos de las Campanas, solicitaba al Cabildo poder restaurar los volteos tradicionales en la Catedral, lo cual se concedía, circunstancia que continúa en la actualidad, atendiendo a la conservación de la antigüedad sus toques como bien de interés cultural inmaterial, como fue declarado por Decreto 111/2013 de 1 de agosto, del Consell, junto a los realizados en la iglesia parroquial de Albaida, el campanar de la vila de Castellón de la Plana y la Catedral de Valencia.
Aunque no es este escrito pensado para hablar de las campanas de la Seo, cuya riqueza histórica intentaremos abordar en un futuro, estas son Santa Lucía (1749), Ave María (1918), San José (1790), Santo Ángel Custodio (1964), Virgen de la Esperanza (1941), Inmaculada Concepción (1964), el Señor y San Mauro (1941), Nuestro Señor (1941), campana de los cuartos (1968) y campana de las horas (1659). Ojalá el numero de ellas, gracias al Cabildo Catedral y a los Amigos de las Campanas, vaya aumentando en «peso», conforme a la gran importancia religiosa, histórico, artística y cultural, de un conjunto propio de catedral, bien inmaterial de la humanidad, que ha marcado la vida de la sede y su diócesis durante siglos. El faro de la Seo es el verdadero corazón de la ciudad, mensaje, aviso, plegaria, evocación y recuerdo. Su latido es dilatado, global, cordial, espiritual y acogedor.
Este lunes, el Obispo de Segorbe-Castellón, Mons. Casimiro López Llorente, presidió la solemne Eucaristía de la Epifanía del Señor en la Catedral de Segorbe.
A la luz de la Palabra proclamada, el Obispo, durante su homilía destacó el significado profundo de esta fiesta: la manifestación de Jesús como la luz de los pueblos y el amor encarnado de Dios para toda la humanidad.
En su mensaje, D.Casimiro recordó que la Epifanía no solo celebra la visita de los Magos de Oriente, sino que engloba diversos momentos en los que Dios se da a conocer: primero a María y José, después a los pastores en Belén, y finalmente a los pueblos de la tierra, representados por los sabios de Oriente. “Toda la Navidad es una manifestación del Hijo de Dios, del amor de Dios encarnado para la humanidad”, expresó.
El Obispo subrayó cómo la estrella que guió a los Magos simboliza la luz del amor de Dios, que atrae hacia Él a quienes están dispuestos a recibirlo con humildad. Comparó la actitud de los pastores y los Magos con la de quienes, cerrados al mensaje divino, se niegan a acoger el don de Dios. En este contexto, mencionó los desafíos actuales, como el materialismo, la búsqueda del poder y las tendencias que intentan silenciar el sentido trascendente de la Navidad.
Mons. Casimiro López Llorente invitó a los fieles a seguir el ejemplo de los Magos, quienes, tras encontrarse con el Niño Jesús, “regresaron a su tierra por otro camino”, simbolizando un cambio de vida transformado por el encuentro con Dios. “La Epifanía nos invita a ponernos en camino hacia el Señor, a dejarnos iluminar por su luz, a ser testigos de su amor y a vivir con esperanza el destino que nos ha preparado: ser hijos de Dios en su Hijo Jesús”, afirmó.
Al concluir, exhortó a todos a renovar su encuentro personal con Cristo como fundamento de la alegría y la esperanza cristiana. D. Casimiro pidió que, al igual que María, los fieles mediten en su corazón los misterios celebrados durante la Navidad y los traduzcan en un testimonio vivo de fe en su día a día.
La celebración contó la participación de la comunidad parroquial, que vivieron con recogimiento esta solemnidad que marca el fin del tiempo litúrgico de la Navidad.
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