Ante la crisis, caridad solidaria y renovación moral y espiritual
Queridos diocesanos:
Llevamos más de siete años de una grave crisis económica. Algunos indicadores macroeconómicos positivos en estos últimos meses parecen anunciar una salida de la crisis. Pero lo cierto es que sus efectos serán aún duraderos y que muchos seguirán sufriendo todavía mucho tiempo sus consecuencias: familias, jóvenes, pequeños y medianos empresarios, agricultores y ganaderos, los trabajadores y los inmigrantes, entre otros sectores sociales.
Ante esta situación me quiero fijar en dos actitudes propias de todo cristiano. De un lado es necesario mantener el compromiso generoso de nuestra caridad cristiana con los más pobres y afectados por la crisis. Es muy de agradecer la respuesta generosa de muchos cristianos con donaciones de distinto tipo -dinero, comida y otros artículos- y con su trabajo en las Cáritas parroquiales y diocesana, en Manos Unidas y otras instituciones eclesiales, y la implicación de todas ellas. Ante la persistencia de la crisis deberemos intensificar, si cabe, nuestro compromiso en donaciones y en tiempo. La caridad de Cristo nos urge a ayudar al necesitado, a estar a su lado y, también, a escuchar sus problemas, a buscar soluciones si están a nuestro alcance y a mostrar una verdadera compasión con el necesitado, que es compartir su dolor y su angustia con palabras de consuelo y de esperanza.
Por otro lado sería un grave error pasar por alto las causas de esta crisis económica si queremos salir bien de la misma. Y éstas causas son, en primer lugar, de carácter ético o moral. No cabe duda que esta grave situación tiene su origen en la pérdida de valores morales, en la falta de honradez, en la codicia, que es raíz de todos los males, en la mentira, en el vivir por encima de nuestras posibilidades, en el despilfarro, en la corrupción y en la carencia de control de las estructuras financieras, potenciada por la economía globalizada. Todo ello ha provocado la situación actual, cuyas repercusiones llegan a diversos ámbitos de la vida social y afectan gravemente a los más débiles, con especial incidencia en los países en vías de desarrollo.
A todo ello subyace una crisis antropológica y espiritual. Hemos reducido el hombre a lo material, olvidando su alma y su espíritu; hemos idolatrizado el bienestar material, marginando el desarrollo integral de la persona. En último término hemos marginado a Dios del horizonte humano y social. Pero, como dijo el Papa Benedicto, “Dios es el garante del verdadero desarrollo del hombre” ¿Dónde, sino en el Amor verdaderamente infinito podrá encontrar su fuente y su alimento el “anhelo constitutivo de ser más” que mueve la vida humana? (Caritas in veritate, 29). Cuando el hombre se cierra a Dios y de su amor, su corazón se empequeñece y las personas acaban por convertirse a sí mismas en centros del mundo, sin otro referente que los propios intereses. La fe en Dios, por el contrario, libera el juicio de la razón y de la conciencia para distinguir rectamente el bien del mal y para arrostrar el sacrificio que comporta el compromiso con el bien y la justicia; y, por eso mismo, otorga a la vida el aliento y la fortaleza necesarios para superar los momentos difíciles y para contribuir desinteresadamente al bien común.
Necesitamos abrir nuestro corazón a Dios para descubrir la verdad sobre el hombre y tener la fuerza para acogerla y afrontarla. Os invito a todos a la conversión, es decir, a apartarse de los ídolos de la ambición egoísta y de la codicia que corrompen la vida de las personas y de los pueblos, y a acercarse a la libertad espiritual que permite querer el bien y la justicia, aun a costa de su aparente inutilidad material inmediata. No será posible salir bien y duraderamente de la crisis sin personas rectas, si no nos convertimos de corazón a Dios y a sus mandamientos.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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