Domingo, 8 de enero. El Bautismo del Señor.
1ª LECTURA
Isaías 42, 1-4. 6-7
Esto dice el Señor:
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre él, manifestará la justicia a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no lo apagará. Manifestará la justicia con verdad. No vacilará ni se quebrará, hasta implantar la justicia en el país. En su ley esperan las islas.
Yo, el Señor, te he llamado en mi justicia, te cogí de la mano, te formé e hice de ti alianza de un pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan las tinieblas».
Salmo: Sal 28, 1a y 2.3ac-4.3b y 9b-10
R. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hijos de Dios, aclamad al Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor,
postraos ante el Señor en el atrio sagrado. R.
La voz del Señor sobre las aguas,
el Señor sobre las aguas torrenciales.
La voz del Señor es potente,
la voz del Señor es magnífica. R.
El Dios de la gloria ha tronado.
En su templo un grito unánime: «¡Gloria!»
El Señor se sienta por encima del diluvio,
el Señor se sienta como rey eterno. R.
2ª LECTURA
Hechos de los apóstoles 10,34-38
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
«Ahora comprendo con toda la verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos.
Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él».
EVANGELIO
Mateo 3, 13-17
En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presento a Juan para que lo bautizara.
Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole:
«Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?». Jesús le contestó:
«Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia».
Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una luz de los cielos que decía:
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».
COMENTARIO AL EVANGELIO
Siervo preferido
Durante generaciones los padres judíos explicaron a sus hijos que el suyo era el pueblo elegido. De entre todos los pueblos, el que el Señor prefería. No eran el pueblo más aguerrido, ni el más grande o avanzado, pero sí el pueblo sobre el que el Señor se quiso inclinar. Y con la Encarnación del Hijo, esta preferencia queda totalmente expresada: Jesús es el hombre que es Dios, nacido en Belén y a la vez del Cielo.
En la fiesta del Bautismo del Señor que celebramos hoy, contemplamos a Jesús que desciende aún más si cabe, y al introducirse en el cauce del río, se mezcla entre los pecadores. Estos iban arrepentidos a ser bautizados por Juan. Y como uno más, uno más entre ellos, se acerca Jesús al Bautista, que le mira del todo perplejo. Considerémoslo: no ha habido ningún pecado en la historia del pueblo de Israel, ningún pecado en ninguno de los pecadores de ese río, que haya arruinado la preferencia que hay en el corazón de Dios por su pueblo; del Cielo a Belén, y desde su hogar en Nazareth a estar codo con codo con los que no tienen nada con lo que defenderse.
No hemos de convencer al Señor de nada. Antes de que podamos empezar a darle explicaciones, a ponerle excusas, o a intentar convencerle, ya antes, Él nos ha preferido. Lo dice la primera lectura de la Misa de hoy, también se entiende en el Evangelio, y por supuesto en la Cruz de Jesús: somos siervos preferidos. Hay en Él razones para este amor de predilección, y como son suyas, a nosotros se nos escapan. Pero nos lo anuncia. Nos lo dice de mil modos, nos lo muestra, y se nos ofrece para vivir con Él.
En la vida cristiana, en la caridad generosa, cuando abrazamos la moral, en la oración, cuando pedimos o dialogamos en la intimidad, en el ser-con-Él al que estamos invitados, no se trata de asegurar que Dios mire en nuestra dirección e ‘invierta’ en lo nuestro -¡ya nos prefiere!-, sino de facilitar el espacio en nosotros para el encuentro con Él, y de crecer en la conciencia de su existencia y de la necesidad radical que tenemos de Él. Dice el Evangelio que «se abrió el cielo»: ya nada separan lo divino y lo humano. Vivamos con Dios.
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