Domingo de Ramos
S. I. Catedral de Segorbe y Con-catedral de Castellón, 16.03.2008
Con la celebración del Domingo de Ramos entramos en la Semana Santa. Este Domingo de Pasión es el verdadero pórtico a la Semana grande de la comunidad cristiana y de la liturgia de la Iglesia; una semana verdaderamente santa porque está consagrada por entero a los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del nuestro Señor Jesucristo. La hemos iniciado unidos a aquella muchedumbre que aclamó a Jesús en su entrada en Jerusalén. Jesús montado en un pollino y rodeado de sus apóstoles es vitoreado por la multitud del pueblo, que grita entusiasmado “!Hosanna al hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor¡”
Fue aquella una manifestación espontánea de la piedad del pueblo judío. La presencia del Maestro, su porte, su dignidad, su mansedumbre, su sabiduría y su bondad habían despertado en el pueblo el fervor mesiánico.
Toda la fe de Israel, todas sus esperanzas de liberación, todo su fervor religioso afloró en el ambiente con el recuerdo de las promesas de Dios y los anuncios de los profetas. Durante siglos y generaciones, el pueblo de la antigua Alianza había vivido a la espera del Mesías. Algunos creyeron ver en Juan Bautista a aquel en quien se cumplían las promesas. Pero a la pregunta explícita sobre su posible identidad mesiánica, el Precursor respondió con una clara negación, remitiendo a Jesús.
Poco a poco fue creciendo en el pueblo de Israel el convencimiento de que en Jesús ya habían llegado los tiempos mesiánicos. Primero será el testimonio del Bautista; más tarde serán las palabras y los signos realizados por Jesús y, de modo especial, la resurrección de Lázaro, algunos días antes de su entrada triunfal en Jerusalén. Por eso la muchedumbre, cuando Jesús llega a la ciudad montado en un asno, lo acoge con alegría: “!Bendito el que viene en nombre del Señor. ¡Hosanna en el cielo¡” (Mt 21, 9). La fe del pueblo se avivó al contemplar aquel día a Jesús. Mayores y niños gritaban el Hosanna y daban vivas al Señor aclamando el cumplimiento de las promesas mesiánicas en El.
Jesús es el Mesías, anunciado por los profetas, como el “Hijo de David” y “Rey de Israel”. Pero ni los niños inocentes, ni los apóstoles, ni las gentes sencillas que rodeaban a Jesús podían alcanzar entonces su secreto. La imagen que ellos tenían del reino mesiánico no era conforme a los planes de Dios. Por ello, a pesar de aquel entusiasmo tan sincero, abandonaron pronto a Jesús; quedó sólo a merced del odio de sus enemigos, hasta acabar en la Cruz.
A nosotros nos ha sido dado conocer el misterio pascual de la Muerte y Resurrección de Jesucristo. Sabemos que, conforme al plan redentor de Dios, “era necesario que el Cristo padeciera y así entrase en su gloria” (Lc 24, 26). Por eso, después de aclamar a Jesucristo como Rey y Señor en la procesión de los ramos, hemos escuchado con devoción el relato evangélico de su Pasión, que nos ha hecho revivir el drama ya inminente.
Las lecturas de la Palabra de Dios de hoy nos llevan a la contemplación del misterio de la pasión y muerte del Señor. El profeta Isaías nos habla del siervo condenado, flagelado y abofeteado (cf. Is 50, 6). El Salmo responsorial nos permite contemplar la agonía de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, (cf. Mc 15, 34). Será, sin embargo, san Pablo, quien en la segunda lectura, nos lleve a lo más profundo del misterio pascual. Jesús, “ pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). En la liturgia del Viernes santo volveremos a escuchar estas palabras, que prosiguen así: “Por eso Dios lo exaltó sobre todo, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 9-11).
Anonadamiento y exaltación. ¡Ahí está la clave, hermanos, para comprender el misterio pascual! Ésta es la clave para penetrar en la admirable economía de Dios, que se realiza en los acontecimientos de la Pascua.
Jesús es el Hijo de Dios, que se hace hombre para salvar a los hombres del pecado y de la muerte, y devolverles la vida de comunión con Dios y con los hombres. Cristo, fiel a su misión aceptó el plan redentor de Dios. Conocedor de la voluntad del Padre, se entregó “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. En su sacrificio se manifestaron el poder y la gloria de Dios, su bondad y misericordia para con todos. Jesús no se detuvo ante las alabanzas del pueblo, ni temió la oposición o amenazas de sus enemigos. Obediente a la voluntad del Padre por amor a Él, Cristo Jesús se entregó generoso hasta la muerte, y muerte en cruz, por amor a todos los hombres sin distinción. Porque no hay mayor amor que el que da la vida por el amado.
Dios es amor, dice San Juan. Y el amor es su poder. Y de ese poder está llena la figura del crucificado. Sus paisanos no fueron capaces de descubrirlo. Todos los que hablan al verlo en la cruz pretenden que Dios anule lo que los hombres han hecho para que, demostrado así su poder, puedan creer en Jesús. No entendían que el amor fuera ya salvación. También a nosotros nos resulta difícil creer que sólo el amor de Dios y a Dios, hecho amor al hermano, puede transformar el mundo. Pero conocemos por experiencia la fuerza del amor. Si se apodera de nosotros nos cambia la vida; y cuando se hace norma de convivencia transforma la forma de vivir de la persona y de la sociedad, se hace posible la paz, la verdad, la justicia y la fraternidad. No es la fuerza o la violencia, el odio o el deseo de venganza, no es la crispación lo que puede cambiar el mundo. La única fuerza capaz de transformar al hombre, a la sociedad y al mundo es el amor entregado y desinteresado, que acoge y respeta, que perdona y reconcilia. No, no es tarea fácil; pero es posible y necesario en un mundo y en una sociedad atenazados por las guerras, el terrorismo y la violencia y la crispación.
Como Jesús, hay que poner en juego la vida. Jesús tuvo que afrontar la muerte solo. La confianza que él tenía en Dios no alivia ni el dolor de verse rechazado por su pueblo y derrotado por sus enemigos ni la angustia, tan humana, de enfrentarse a la muerte. Pero así manifestó el poder del amor de Dios, que perdona, reconcilia y da la vida. Sólo un pagano supo verlo: “Realmente éste hombre era Hijo de Dios”. Entre tantos poderosos e ideólogos que se presentan como salvadores, ¿seremos capaces de dar una oportunidad al Salvador? Jesús merece nuestra gratitud sin límites, nuestra acogida confiada y nuestra entrega sincera en la fe.
Comencemos esta Semana Santa con renovado fervor. Dispongámonos no sólo para recordar y contemplar sino sobre todo para vivir el misterio del amor de Dios que se manifiesta en la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Caminemos hacia la Pascua con amor. Vivamos la Semana Santa.
Vivir la semana Santa es acompañar a Jesús desde la entrada a Jerusalén hasta la resurrección. Vivir la semana Santa es acoger el perdón y la paz de Dios en el Sacramento de la Reconciliación para ser testigos del perdón y constructores de la paz. Vivir la Semana Santa es creer que el misterio pascual se hace presente en cada eucaristía y participar de él en la comunión. Vivir la Semana Santa es aceptar que Jesús está presente también en cada ser humano, que sufre y que padece. Vivir la Semana Santa es seguir junto a Jesús todos los días del año, practicando la oración, los sacramentos, la caridad, el perdón y la reconciliación.
Semana Santa es la gran oportunidad para detenernos un poco. Para pensar en serio. Para abrir el corazón a Dios, que sigue esperando. Para abrir el corazón a los hermanos, especialmente a los más necesitados. Semana Santa, es la gran oportunidad para morir con Cristo y resucitar con Él, para morir a nuestro egoísmo y resucitar al amor. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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