Fe en la vida eterna
Queridos diocesanos:
La Solemnidad de todos los Santos y la Conmemoración de todos los difuntos al comienzo del mes de noviembre nos introducen en ese tono de mirada hacia el final de la vida y hacia la muerte y, más allá de ella, hacia la vida eterna. Es una perspectiva que tiene este mes de noviembre en nuestra cultura cristiana.
Recuerdo cómo hace unos años una conocida actriz narraba su encuentro con un párroco anciano. Ella le preguntó: “¿De dónde saca Ud. fuerza para ser cristiano en medio de un ambiente cada vez más hedonista, materialista e indiferente?”. La respuesta de aquel sacerdote fue: “La fuerza para ser cristiano la encuentro al observar un mundo inquietantemente petulante y charlatán: vocifera, parlotea y se divierte mientras todo va bien. Sólo cuando uno muere, cesa en su afán; ya no tiene nada que decir y calla. Y al callar el mundo, es cuando yo anuncio un mensaje -que se confronta con las risas de un mundo arrogante-, y es que el hombre tiene una meta: la vida eterna”.
El mundo de hoy tiene necesidad de redescubrir el sentido de la vida y de la muerte en la perspectiva de la vida eterna. Fuera de ella, la cultura moderna, nacida para exaltar al hombre y su dignidad, se transforma paradójicamente en cultura de muerte. Sin el horizonte de Dios se encuentra como prisionera del mundo, sobrecogida por el miedo, y genera por desgracia muchas patologías personales y colectivas.
Que el hombre tiene por meta la vida eterna es lo que Jesús anuncia cuando los saduceos se enfrentaron a Él con la cuestión de la resurrección. Para los saduceos, el hombre era la única medida para explicar la realidad. Quien piensa y vive únicamente desde la perspectiva del hombre, de la materia y del presente, no puede entender ni creer en el anuncio la vida eterna y de la resurrección; hasta le parecerá ridículo. Pero esto ocurre sólo hasta que se topa con la dura e impenetrable realidad del misterio que envuelve la existencia del hombre y su destino.
Jesús nos dice que la vida eterna sólo se entiende en el horizonte de Dios, para quien todos los hombres están llamados a una vida sin fin y feliz, si viven con responsabilidad el presente haciendo el bien. Dios es Creador y Misericordioso, pero también Juez y Señor de la historia, que apela a nuestra responsabilidad y nos juzgará de nuestros actos. La esperanza en la vida eterna no es un soporífero para nuestra vida actual. Por el contrario, la fe en la vida eterna es el aguijón que espolea al creyente para hacer el bien según Dios, hasta llegar a la plenitud de la vida eterna.
Jesús mismo, muerto y resucitado, es nuestra esperanza. Él vivió nuestra vida humana con un amor y una entrega total a Dios y a los hombres. Él nos mostró a un Dios que es amor y vida. En su muerte en la Cruz vemos toda la fuerza, toda la grandeza del camino de Dios. Su muerte, ofrecida al Padre en expiación por nuestros pecados, acerca la humanidad a Dios: porque es una muerte fruto del amor total, definitivo, que sólo Dios es capaz de tener. Esta muerte, acogida por Dios, que le resucita de entre los muertos, se convierte en fuente de vida para todos. En su muerte y resurrección han quedado rotos los lazos de la muerte. Jesús vive, Jesús ha vencido a la muerte. Y todos, unidos a él por la fe y por las obras, podemos vivir, en este mundo y más allá de este mundo, su misma vida: vida de unión con Dios, vida eterna y feliz.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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