Solemnidad del Corpus Christi
6 de junio de 2010
(Gn 14,18-20; Sal 109; 1 Co 11,23-26; Lc 11b-17)
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¡Amados hermanos todos en el Señor Eucaristía!
En la solemnidad del Corpus Christi, la Iglesia nos convoca a los cristianos para celebrar y exaltar de un modo solemne la sagrada Eucaristía. Junto con toda la Iglesia celebramos y proclamamos públicamente nuestra fe en la presencia real, verdadera y permanente de Jesucristo en la Eucaristía. Por mandado y por la potestad misma de Jesús, mediante las palabras de sacerdote, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y Sangre de Cristo que tomó nuestra carne para hacernos partícipes de su vida divina. En la Eucaristía tenemos el signo visible y real de su entrega hasta la muerte en la cruz por nosotros; una entrega que se hace siempre actual, cada vez que celebramos la Eucaristía. La Eucaristía es un don y misterio de amor, en el que Cristo se nos da como alimento y prenda de la futura gloria. Esta es la verdadera razón de nuestra alegría y de nuestra Fiesta, que se manifiestan además con signos populares llenos de colorido.
La Palabra de Dios de este día nos ayuda a entrar en el significado profundo de la Eucaristía. San Pablo, en su primera carta a los Corintios, nos ha recordado con palabras precisas la institución del Sacramento de la Eucaristía por el mismo Señor Jesús. A los corintios, cuya fe en la Eucaristía se había debilitado, Pablo les recuerda la tradición que procede del mismo Jesús y que él, Pablo, les ha trasmitido: “Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo tomó pan.. lo partió y dijo: esto es mi cuerpo… y lo mismo hizo con el cáliz… diciendo. Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre”. A la vez Jesús confía a su Apóstoles, sus sucesores y los sacerdotes: “Haced esto en memoria mía”; y añade: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1 Co 11, 24-26).
Por tanto también hoy, al celebrar la Eucaristía, hacemos lo que Jesús nos confió, el pan y el vino se convierten en su cuerpo y en su sangre, anunciamos su muerte redentora de Cristo y su resurrección salvadora: así se reaviva en nuestro corazón la esperanza de nuestro encuentro definitivo con él. Conscientes de ello, después de la consagración, respondiendo a la invitación del Apóstol, aclamaremos: “Anunciamos tu muerte. Proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”.
La primera lectura (Gn 14, 18-20) nos habla de Melquisedec, “rey de Salem” y “sacerdote del Dios altísimo”, que bendijo a Abraham y “ofreció pan y vino” (Gn 14, 18). Aquí se anuncia lo que ocurrirá en el Cenáculo y en la Cruz. La víspera de su muerte en la Cruz, Jesús ofreció también pan y vino, que, “en sus santas y venerables manos” (Canon romano), se convirtieron en su Cuerpo y en su Sangre, que al día siguiente el mismo ofrecerá en sacrificio. En el Cenáculo se anticipa el sacrificio y la muerte en la Cruz de Jesús, el Verbo encarnado, el Cordero inmolado por nosotros, el Cordero que quita el pecado del mundo. Es la manifestación suprema del amor de Dios a los hombres y del hombre a Dios. Con la muerte de Jesús, el pecado y la muerte quedan derrotados para siempre.
Con su dolor, Cristo redime el dolor de todo hombre; con su pasión, el sufrimiento humano adquiere nuevo valor.
Por su parte, el relato evangélico de la multiplicación de los panes y de los peces, nos ayuda a comprender que el don y el misterio de la Eucaristía, además de sacrificio es banquete: Jesús mismo se nos da como alimento. Jesús tomó cinco panes y dos peces, levantó los ojos al cielo, los bendijo, los partió, y los dio a los Apóstoles para que los fueran distribuyendo a la gente (cf. Lc 9, 16). Como observa san Lucas, todos comieron hasta saciarse e incluso se llenaron doce canastos con los trozos que habían sobrado (cf. Lc 9, 17).
Este milagro preanuncia el don que Cristo hará de sí mismo en la última Cena al instituir la Eucaristía, para darse a la humanidad como alimento de vida eterna. Hay una diferencia clara entre los dos momentos; cuando Jesús reparte los panes y los peces a la multitud, Jesús da gracias al Padre celestial por su providencia, confiando en que Él no hará faltar el alimento a toda aquella gente. En la Última Cena, en cambio, Jesús transforma el pan y el vino en su propio Cuerpo y Sangre, para que los discípulos puedan nutrirse de Él y vivir en comunión íntima y real con Él. Es un milagro sorprendente, que anuncia la multiplicación incesante en la Iglesia del Pan de Vida nueva para los hombres de todas las razas y culturas. Este ministerio sacramental se confía a los Apóstoles y a sus sucesores. Y ellos, fieles a la consigna del Señor, no dejan de partir y distribuir el Pan eucarístico de generación en generación.
A lo largo de los siglos, los fieles cristianos han recibido este Pan de la Vida con devota participación. Con este Pan de vida, medicina de inmortalidad, se han alimentado innumerables santos y mártires, e innumerables cristianos obteniendo la fuerza para soportar incluso duras y prolongadas tribulaciones. Han creído en las palabras que Jesús pronunció un día en Cafarnaúm: “Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo; El que coma de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6, 51).
La celebración del Corpus nos debe llevar a descubrir a Jesucristo presente en la Eucaristía y presente también en nuestras vidas. La Eucaristía es el misterio de nuestra fe, un misterio que hemos de creer, celebrar y vivir, como nos ha recordado Benedicto XVI (Exh. Postsinodal Sacramentum Charitatis). La Eucaristía es el bien más precioso que tenemos los cristianos. Es el don que Jesús hace de sí mismo, que nos revela y dar el amor infinito de Dios por cada hombre.
La fe de todo el Pueblo cristiano, admirado por la grandeza de este misterio de amor e imbuido de gratitud al Dios vivo que nos salva, desea proclamar que es Cristo mismo quien se hace presente en la Eucaristía, quien se ofrece a Dios por nosotros y quien se ofrece a nosotros como el pan de Vida para que alcancemos la herencia eterna. Es esa fe de la Iglesia la que ha procurado que Cristo Redentor, presente en la Eucaristía, fuera aclamado por los creyentes y bendijera todos los hogares en la procesión por las calles y plazas de nuestros pueblos y ciudades.
Preguntémonos cómo está hoy nuestra fe en la Eucaristía. El descenso actual de la práctica dominical y del culto a la Eucaristía fuera de la Misa ¿no indica que nuestra fe en la Eucaristía se está debilitando? Los templos semivacíos, los sagrarios solitarios o la falta de reverencia ante el Sagrario cuando entramos en la iglesia son muestra del enfriamiento de nuestra fe en la Eucaristía. La fiesta de hoy es una oportunidad de avivar esta fe, para celebrarla con asiduidad y vivirla en el día a día: un tiempo especialmente oportuno, ahora que tantos cristianos dejan de participar tan fácilmente en la Misa de los domingos.
Hoy queremos agradecer a Jesucristo esta misteriosa, pero real presencia en la Eucaristía con la cual ha querido perpetuar y extender en el tiempo la eficacia de su ofrecimiento en la Cruz y de su intercesión por los hombres. Desde entonces el mundo es diferente. Y sería más diferente todavía, si todos los cristianos creyéramos con más fuerza en esta presencia y nos alimentáramos de este pan venido del Cielo. Adorar la Eucaristía es adorar al mismo Dios, que además de crearnos quiere unirse con nosotros. El Cuerpo de Cristo es el signo definitivo del amor de Dios y de la dignidad de los hombres, de la dignidad de nuestro cuerpo, de la materia y de la creación entera. Redescubramos y acojamos la riqueza de este misterio sacramental; participemos asiduamente en la Eucaristía y adoremos a Jesús sacramentado. No podemos olvidar que la Eucaristía es el centro de la vida de todo cristiano. Sin ella la vida cristiana flaquea y se extingue.
Jesús nos pide vivir lo que hemos celebrado. En la Eucaristía celebramos y actualizamos el amor de Dios hasta el extremo. Por ello, hoy celebramos también el Día de Caridad. No es un añadido casual. La participación en la Eucaristía y la contemplación del Señor en ella nos han llevar al compromiso de caridad, sobre todo, con los últimos de la sociedad. “Dadles vosotros de comer”, nos dice hoy Jesús a sus discípulos, para que el pan de la Vida llegue a todos. Salir con Cristo al encuentro de los últimos es una exigencia ineludible del culto eucarístico.
Celebrar la Eucaristía como el gran sacramento del amor, se ha de traducir necesariamente en gestos de amor y en obras de caridad. Gestos de amor y obras de caridad en la vida personal hacia todos, especialmente hacia los más necesitados, los parados, los que pasan hambre, de los emigrantes y sus familias; gestos y obras de compromiso por la dignidad de toda persona humana desde su concepción hasta su muerte natural; gestos y obras de amor entre los esposos y hacia los hijos, en la transmisión de la fe y en una educación que no margine a Dios; gestos de amor en favor del bien común, de la justicia y de la paz, gestos de amor para que se sacie el hambre de pan material y el hambre del amor de Dios.
“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo” (Jn 6, 51), nos dice Jesús. Él quiso convertirse en pan partido, para que todos los hombres pudieran alimentarse con su misma Vida en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Este es el sentido de la solemne procesión que, como cada año, dentro de poco haremos por las calles de la Ciudad. Con piedad y recogimiento acompañaremos al Sacramento eucarístico por las calles de la ciudad. Lo llevaremos a nuestra vida diaria acechada por un sinfín de peligros, oprimida por las preocupaciones y las penas, y sujeta al lento desgaste del tiempo. Con nuestros cantos y nuestras súplicas, llenos de confianza le diremos: Señor, ten piedad de nosotros, aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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