Juan Pablo II, nuevo Beato
Queridos diocesanos:
Este 1 de mayo, II Domingo de Pascua, de la Divina Misericordia, el Venerable Siervo de Dios, Juan Pablo II será beatificado por su sucesor, Benedicto XVI.
Juan Pablo II supo vivir con Cristo, abrazado a su Cruz, gastando y desgastando su vida para mejor servir a su Iglesia y a la humanidad. En su vida, en su larga enfermedad y en su muerte, no vivió para sí mismo, sino para el Señor. Con fidelidad y coherencia inquebrantables entregó su persona y su vida a Cristo Jesús, a la causa del Evangelio y de la humanidad. A pesar de penalidades e incomprensiones, su pontificado fue una muestra conmovedora de una fe sin fisuras y de un sí personal de amor a Jesucristo y, en Él, a todo ser humano. Ese amor a Cristo, vivido con una intensidad interior y confesado con una fuerza excepcional, fue la fuente de su ministerio.
Juan Pablo II fue un hombre de Dios, un corredor de fondo al servicio de Cristo y de su Iglesia, y un gran regalo para la Iglesia y para la humanidad a lo largo de los veintisiete años de ministerio pontificio. El nos habló del Dios providente y misericordioso desde una fe profunda y desde su mística experiencia de Dios en Cristo. De manos de María, a quien él tanto amaba y nos enseño a amar (‘Totus tuus’, era su lema), contempló el rostro de Cristo y fue su testigo excepcional y valiente para la Iglesia y para el mundo. Como pastor bueno y fiel, desgastando su vida por la Iglesia, la supo conducir con sabiduría y valentía: clarificó la identidad y la misión de la Iglesia en tiempos de confusión llamando a una nueva evangelización. Y lo hizo con entereza y fortaleza, sin temor a críticas e incomprensiones. El sabía bien que la misión de la Iglesia, su credibilidad y su eficacia radican en su fidelidad total a Jesucristo.
Verdadero maestro en la fe, Juan Pablo II nos legó un rico y extenso magisterio sobre las verdades fundamentales de la fe. Aplicó las enseñanzas del Concilio Vaticano II a la vida de la Iglesia, para que ésta fuera presencia eficaz de Cristo resucitado para todos los hombres y fermento de vida y de unidad, de perdón y de paz, de justicia y de caridad entre los hombres y los pueblos.
Con la mirada puesta en Cristo, en quien se revela plenamente el misterio de todo hombre, el nuevo Beato fue un defensor incansable de la dignidad de todos los hombres. Su fe en el valor siempre actual del Evangelio de Jesús y su amor apasionado por todo lo humano le llevaron a proclamar sin cesar los derechos inalienables de toda persona, el respeto a la vida humana en cualquier circunstancia de la vida, las exigencias de la justicia, la primacía del bien común y de la paz, basada en la reconciliación y el perdón. Fue un hombre de su tiempo, sin dejar de ser un hombre de Dios, de Jesús y de la Iglesia. Viajero y misionero incansable, fue al encuentro de las personas, de las familias, de los jóvenes, de las culturas, de las instituciones sociales y políticas, de las confesiones y religiones. No rehuyó los problemas más vivos del momento para ofrecer siempre la verdad del Evangelio de Jesús y la Vida nueva de su Espíritu.
Con su beatificación, la Iglesia universal reconoce la heroicidad de las virtudes de este gran cristiano y gran Papa, servidor fiel del Señor, de la Iglesia y de la humanidad. El sigue velando e intercediendo desde el cielo por nuestra Iglesia y la humanidad entera. Demos gracias a Dios.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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