Jueves Santo. Misa «in Coena Domini»
Segorbe, S.I. Catedral, 9 de abril de 2009
(Ex 12,1-8.11-14; Sal 115; 1 Co 11,23-26; Jn 13,1-15).
Hermanos y hermanas en el Señor: Es Jueves Santo. Dios, nuestro Señor, nos ha convocado esta tarde en asamblea santa para “celebrar aquella misma memorable Cena en que Cristo Jesús antes de entregarse a la muerte confió a la Iglesia el Banquete de su amor, el sacrificio nuevo de la alianza eterna”. Estas palabras de la oración colecta nos introducen en el núcleo del misterio que hoy celebramos.
Esta tarde re-memoramos y actualizamos aquel primer Jueves Santo de Jesús con los Apóstoles en el Cenáculo. Jesús se había reunido con ellos para celebrar la Pascua. Y “sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). En Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, Dios mismo ama a sus criaturas, los hombres. Y lo hace hasta el extremo de entregar su vida por ellos. Los ama también en su caída y no los abandona a sí mismos. Dios ama a los hombres hasta el fin.
Antes de celebrar la última Cena, Jesús “lleva su amor hasta el final, hasta el extremo: baja de su gloria divina. Se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste con ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se arrodilla ante sus discípulos, se arrodilla ante nosotros y desempeña el servicio del esclavo; lava sus pies y nuestros pies sucios, para que puedan y podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacerles y hacernos nos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos hacer jamás” (Benedicto XVI, Homilía de Jueves Santo 2006).
El Señor quiere que aquella Cena sea celebrada por siempre por sus discípulos. En Jueves Santo nuestro Señor Jesucristo encomendó a sus discípulos la celebración del sacramento de su Cuerpo y de su Sangre” en el Cenáculo. (Canon romano).
Anticipando sacramentalmente la muestra suprema de su amor, la entrega de su cuerpo y el derramamiento de su sangre en la Cruz para la salvación de todos los hombres, instituye la Eucaristía, don del amor, sacramento del amor y manantial inagotable de amor.
Antes de ser inmolado en la cruz el Viernes Santo, Jesús instituye el sacramento de la Eucaristía para perpetuar por todos los tiempos la ofrenda de si mismo por amor. Así nos lo recuerda San Pablo en la segunda lectura de este día: “Yo he recibido del Señor una tradición, que a mi vez os transmitido” (1 Co 11,23). Siguiendo el mandato de Jesús, en cada santa misa conmemoramos este acontecimiento histórico decisivo. El sacerdote se inclina, ante el altar, sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo “la víspera de su pasión”. Con Él repite sobre el pan: “Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros” (1 Co 11, 24) y luego sobre el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre” que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados (1 Co 11, 25). Y el pan y el vino quedan, como entonces en la última Cena, transformados en el Cuerpo y a Sangre del Señor.
Desde aquel primer Jueves Santo hasta esta tarde y siempre, la Iglesia actualiza sacramental, pero realmente en cada Eucaristía el misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo para el perdón de los pecados, para la reconciliación con Dios y para la participación en la comunión con Dios, que es fuente de comunión con los hermanos. Desde aquel Jueves Santo, la Iglesia, que nace del misterio pascual de Cristo, vive de la Eucaristía; se deja revitalizar y fortalecer por ella en su vida y en su misión, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor. Por eso, después de la consagración nos unimos a la aclamación del sacerdote: ‘Este es el Misterio de nuestra fe’, con las palabras: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven , Señor, Jesús!’.
La Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia: de toda la Iglesia, de nuestra Iglesia diocesana, de cada comunidad cristiana, de toda familia cristiana y de todo cristiano. Es el Sacramento por excelencia que hace de la Iglesia lo que es y esta llamada a ser: signo eficaz de comunión con Dios y, en él, de comunión de todo el género humano. No hay Eucaristía sin Iglesia, pero, antes aún, no hay Iglesia, ni comunidad cristiana, ni familia cristiana ni cristiano sin Eucaristía.
La Eucaristía actualiza de forma incruenta el sacrificio pascual de Jesús, es presencia sacramental pero real de Cristo muerto y resucitado, que se ofrece en banquete de comunión a los fieles cristianos. Comulgando a Cristo-Eucaristía entramos en comunión con Él, y, en Él, con el Padre y el Espíritu y con quienes igualmente comulgan el Cuerpo y la Sangre del Señor. Todo cristiano, que quiera serlo y esto sólo es posible permaneciendo vitalmente unido a Cristo, como el sarmiento a la vid, ha de participar con frecuencia en la Eucaristía y ha de hacerlo plenamente acercándose a la comunión.
Ahora bien: el mismo Señor dice a sus discípulos: “Vosotros estáis limpios, pero no todos” (Jn 13, 10). El Señor desea estar a la mesa juntamente con nosotros, de convertirse en nuestro alimento, pero hemos de acercarnos a su mesa y hemos de recibirlo limpios de pecado. Por eso dice, el Señor: “Pero no todos” pueden estar a la mesa y comulgarle porque existe el misterio oscuro del rechazo. El amor del Señor no tiene límites, pero el hombre puede ponerle un límite. Lo que hace nos hace indignos para unirnos al Señor en la comunión es el rechazo del amor, el no querer ser amado, el no amar. Esto ocurre cuando, como en el caso de Judas, sólo cuentan el poder y el éxito; cuando la avaricia y el dinero son más importantes que Dios y su amor; cuando se vive en la mentira y así se pierde el sentido de la verdad suprema, de Dios (Benedicto XVI).
Por eso San Pablo nos recuerda con serias palabras la dignidad con que debe ser tratado este sacramento por parte de cuantos se acercan a recibirlo. «Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia condenación’ (1 Cor. 11,28). Antes de comulgar es necesario examinarse. La Iglesia, como Madre, sigue pidiendo la reconciliación sacramental antes de comulgar, si se tiene conciencia de pecado grave. Tenemos que poner mucho empeño en recibir la Eucaristía en estado de gracia.
Si comulgamos dignamente quedaremos transformados por el amor de Cristo, para vivir, amar, servir, sufrir y morir como Cristo. En esta celebración repetiremos el gesto que Jesús hizo al comienzo de la Última Cena: el lavatorio de los pies. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les propone una actitud amor hecho servicio como norma de vida: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14).
¿Qué significa en concreto “lavarnos los pies unos a otros”? “Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren y los que son poco apreciados, es un servicio como lavar los pies. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella. Pero más profundamente lavarnos los pies unos a otros significa sobre todo perdonarnos continuamente unos a otros, volver a comenzar juntos siempre de nuevo, aunque pueda parecer inútil. Significa purificarnos unos a otros soportándonos mutuamente y aceptando ser soportados por los demás; purificarnos unos a otros dándonos recíprocamente la fuerza santificante de la palabra de Dios e introduciéndonos en el Sacramento del amor divino” (Benedicto XVI).
Cristo mismo dice de si que “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc 10, 45). El amor alcanza su cima en el don que hace la persona de si misma, sin reservas, a Dios y a sus hermanos. El Maestro mismo se ha convertido en un esclavo, y nos enseña que el verdadero y profundo sentido de su existencia es el servicio y entrega por amor. Este es el secreto para edificar un mundo, cuya razón de ser no nos puede ser revelada sino por Dios mismo. Con su gesto, Jesús muestra a los Apóstoles y a todos sus seguidores, de todos los tiempos, cuál debe ser el máximo honor para sus discípulos: El honor del servicio por amor a Dios y al hombre.
Al celebrar la ceremonia del lavatorio de los pies reconocemos en ella la única manera posible de ser discípulos del Maestro. Será verdadero discípulo de Cristo quien lo imite en su vida, haciéndose como él solícito en el servicio a los demás, especialmente a los necesitados de nuestras obras de amor, también con sacrificio personal. La actitud de servicio y de humildad es la actitud propia de los cristianos. No podemos reducir la comunión a un simple «estar con Jesús». La Eucaristía no es sólo ‘estar con El’, sino ‘dejarse llevar’ con El para ‘darse’.
En la Eucaristía está escrito y enraizado el mandamiento nuevo: el mandamiento del amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros” (Jn 13, 34). Jueves Santo es, por ello, con razón el día del Amor fraterno. Después de ver y oír a Jesús, después de haber comulgado el sacramento del amor, salgamos de esta celebración con el ánimo y las fuerzas renovadas para ser fermento de fraternidad. La Eucaristía pide superar las barreras del egoísmo, del rencor y del odio. La Eucaristía llama a vivir la caridad con el necesitado, con el olvidado. A veces bastará con una mirada, con un gesto, con una mano que se abre. Otras tendremos que buscar el diálogo y ofrecer o pedir perdón. Todo merece la pena para conseguir la reconciliación y el amor y la paz. Hoy Jesús nos dice a nosotros como lo dijo a sus discípulos: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?”.
Abramos nuestros corazones y participemos con fe en el gran misterio de la Eucaristía. Dejémonos unir al Señor y transformar por él comulgando su Cuerpo. Y aclamemos junto con toda la Iglesia: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!«. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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