Mirada al interior
Queridos diocesanos:
Con frecuencia nos quejamos de la dificultad para vivir la fe cristiana y para transmitirla a las nuevas generaciones, originada por el ambiente social y cultural adverso al cristianismo, así como por los ataques constantes a la fe cristiana y a la Iglesia católica por parte del laicismo excluyente de moda. Y no nos falta razón. Se pueden recordar a modo de ejemplo las trabas a la enseñanza de la religión y moral católica en la escuela, la ‘Educación para la Ciudadanía’ con una comprensión del hombre y de la sociedad, que prescinde de Dios, las reacciones ante intervenciones episcopales, los intentos de recluir la religión a la esfera de la conciencia, o las mofas de la religión católica y de quien se declara católico.
Ante ello, los católicos hemos de defender con fortaleza cristiana nuestros legítimos derechos por todos los medios democráticos. No somos ciudadanos de segunda clase; no podemos ni debemos ocultar nuestra condición en el trabajo o en la vida cultural y social. La separación entre la fe y la vida, en todas sus facetas y dimensiones, no es compatible con el ser cristiano.
Sin embargo, el decaimiento de la fe cristiana, su escasa presencia social y pública, la debilidad de nuestra Iglesia no son consecuencia sólo de determinadas políticas o de corrientes sociales o culturales. Es cierto que hay causas ambientales que lo favorecen, al igual que favorecen la incredulidad, el abandono de la fe y de la práctica cristiana, y el alejamiento de la Iglesia. Es más; existen grupos que hacen proselitismo para apostatar de la fe católica.
Pero en el aumento del alejamiento de la fe cristiana, de la indiferencia religiosa y de la increencia hay también razones internas, que tienen que ver con los mismos católicos. Entre sus causas más profundas está la falta de una fe viva y operativa en Cristo Jesús y el Evangelio, que, con excesiva frecuencia, han dejado de ser de verdad el centro de la vida de los cristianos. Los cristianos tenemos que pensar cómo estamos viviendo nuestra fe, cómo estamos iniciando y educando en la fe y vida cristiana a nuestros niños y adolescentes, cómo estamos presentando a los jóvenes y a la sociedad de hoy la persona de Jesús, su Evangelio, el rostro de Dios nuestro Padre, el esplendor y la alegría de la humanidad rescatada.
La Cuaresma es tiempo de conversión y de renovación. Es tiempo para recuperar personalmente a Jesucristo y su Evangelio en nuestra existencia, tiempo para convertirnos a Dios de nuestros pecados, para dejarnos reconciliar con El, y en El, con los hermanos. Y es también tiempo propicio para preguntarnos sobre nuestra fidelidad a Cristo y a su Evangelio en la tradición viva de la Iglesia en nuestra vida personal, familiar, laboral y social; es tiempo de preguntarnos por nuestro trabajo pastoral, por la fidelidad a la misión que el Señor nos ha encomendado.
Las palabras de Jesús: “Convertíos y creed en el Evangelio” resuenan con fuerza en nuestra peregrinación hacia la Pascua. Y esta llamada del Señor abarca todas las dimensiones de nuestra vida y misión, personal y comunitaria. Dios mismo nos ofrece su gracia. La conversión exige una transformación de la mente y del corazón, un cambio radical en el modo de pensar, de sentir y de actuar. Necesitamos unos ojos nuevos para ver con los ojos de Cristo, una mente nueva para pensar como El y un corazón nuevo para sentir y amar como El.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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