Pascua de Resurrección
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 12 de abril de 2009
(Hch 10,34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)
“!Cristo, nuestra Pascua, ha resucitado! Aleluya”. Es la Pascua de Resurrección,“el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo”. Hoy es el día que hizo el Señor, el día más grande y la solemnidad de todas las solemnidades. Por eso cantamos con toda la Iglesia el aleluya pascual. Hoy es el día en que con mayor verdad podemos entonar cantos de victoria. Hoy es el día en que el Señor nos llama a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa. El mismo Señor Resucitado, vencedor de la muerte, nos invita a la acción de gracias y a la alabanza.
Cristo vive, porque ha resucitado. Cristo no es un muerto que yace en el sepulcro, sino el Viviente. Cristo no es una figura del pasado, que vivió en un tiempo y murió, dejándonos su recuerdo, su doctrina y su ejemplo. No, hermanos: Cristo, a quien acompañábamos en su dolor, en su muerte y en su entierro el Viernes Santo, vive, porque ha resucitado. Este es el grito con que nos despierta la Liturgia de este Domingo de Resurrección.
Jesucristo murió verdaderamente y fue sepultado. Pero el último episodio de su historia terrenal no es el sepulcro excavado en la roca, sino la Resurrección de la mañana de Pascua. El autor de la vida no podía ser vencido por la muerte “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?”.
Cristo ha resucitado. Su Resurrección es la prueba de que Dios Padre ha aceptado el sacrificio de su Hijo por nosotros y por nuestros pecados y en él hemos sido salvados: “Muriendo destruyo nuestra muerte, y resucitando restauró la vida” (SC 6)
Según los Evangelios ni los apóstoles ni los demás discípulos del Señor esperaban la resurrección de Jesús. La losa retirada, el sepulcro vacío, la presencia del ángel y el anuncio de la resurrección de Jesús produjeron en las mujeres sorpresa e incluso temor y espanto (Cf. Mc 16, 8). María Magdalena quedó sorprendida al ver retirada la losa del sepulcro, y corrió enseguida a comunicar la noticia a Pedro y a Juan: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,1-2). Los dos van corriendo hacia el sepulcro y Pedro, entrando en la tumba ve “las vendas en el suelo y el sudario… en un sitio aparte” (Jn 6-7); después entra Juan, y “vio y creyó”. Es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en Cristo resucitado, provocado por la solicitud de una mujer y por la señal de las vendas encontradas en el sepulcro vacío.
Dios se sirve de estas cosas sencillas para iluminar a los discípulos que “pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: qué él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 6,9), ni comprendían todavía que Jesús mismo les había predicho su Resurrección. Pedro, cabeza de la Iglesia, y Juan “el otro discípulo a quien Jesús amaba” tuvieron el mérito de recoger las ‘señales’ del resucitado: la noticia traída por la mujer, el sepulcro vacío y los lienzos depuestos en él.
Superadas la sorpresa y las dudas iniciales, todos los discípulos acabaron creyendo. La sorpresa inicial y la fe posterior coinciden con unos corazones que amaban intensamente al Señor. La muerte en la cruz era un hecho irrefutable y vergonzoso, pero nunca dejarían de anunciarla. Sabían lo que había sucedido en la cima del Gólgota y conocían el lugar de la sepultura, pero eso no les impidió conocer la resurrección y creer en ella.
La resurrección del Señor, su paso a una vida gloriosa e inmortal es un hecho real, sucedido en nuestra historia; no es –como algunos quieren hacernos creer- la invención de unas pobres mujeres ni es el fruto de la credulidad o del fracaso de los discípulos de Jesús, que salvo el discípulo amado, tuvieron que encontrarse con el Resucitado para creer. La resurrección de Jesucristo es obra de Dios todopoderoso, es la manifestación suprema de su amor misericordioso; es su respuesta definitiva a la entrega amorosa del Hijo. En la resurrección de Jesús se revela con infinita claridad el verdadero rostro de Dios, toda su sabiduría y bondad, todo su poder y toda su fidelidad.
¡Cristo ha resucitado! Esta Buena noticia resuena hoy en medio de nosotros con nueva fuerza. María Magdalena, Pedro, Juan y los demás apóstoles cambiaron su percepción de las cosas porque se encontraron con el Señor resucitado. También a nosotros se nos ofrece la posibilidad de encontrarnos con el Señor resucitado y creer en él. ¿Cómo, hermanos? Antes de nada a través de la Palabra de Dios.
La Palabra de Dios de este día nos invita a creer en Dios y nos invita a creer a Dios; nos llama a fiarnos de su Palabra, que nos llega en la cadena ininterrumpida de la tradición de los apóstoles y de los creyentes, de la fe de la Iglesia; este día nos exhorta a aceptar esta Palabra de Dios con fe personal y a confesar que Jesús de Nazaret, el hijo de Santa María Virgen, muerto y sepultado, ha resucitado de entre los muertos. También nuestra solemne procesión del Encuentro es una ayuda a encontrarnos de manos de María con el Resucitado. Dejémonos encontrar por él. ¡Que no se trate de una escenificación vacía! Porque solo si creemos que Cristo ha resucitado, nuestra alegría pascual será verdadera y completa.
Cristo no sólo ha resucitado, sino que nos ha comunicado ya su vida de resucitado. Por nuestro bautismo participamos ya del Misterio Pascual, de la muerte y resurrección del Señor. “Ya habéis resucitado con Cristo” (Col 3, l), nos recuerda San Pablo en su carta a los fieles de Colosas. Pablo no dice que vayamos a resucitar al final de los tiempos, sino que ya ahora hemos resucitado con Cristo. Porque por el bautismo ya nos hemos sumergido en las aguas y hemos salido de ellas, como símbolo de la muerte del hombre viejo, del hombre terreno al estilo del primer Adán, y hemos renacido a la vida del hombre nuevo (cfr. Rom 6, 3-4).
Por el bautismo renacimos un día a la nueva vida de los Hijos de Dios: fuimos lavados de todo vínculo de pecado, signo y causa de muerte y de alejamiento de Dios. Dios Padre nos ha acogido amorosamente como a su Hijo y nos ha hecho partícipes de la nueva vida resucitada de Jesús. Así quedamos vitalmente y para siempre unidos al Padre Dios en su Hijo Jesús por el don del Espíritu Santo, y, a la vez, unidos a la familia de los creyentes, es decir, a la Iglesia. Unidos a Cristo por nuestro bautismo debemos vivir las realidades de arriba (Col 3, l), donde Cristo está sentado a la derecha del Padre.
Para el cristiano, la vida no puede ser un deambular sin rumbo por este mundo; el cristiano ha de plantear su vida desde la resurrección, con los criterios propios de la vida futura. Somos ciudadanos del cielo (Ef 2, 6; Flp 3, 20; cfr. Col 1, 5; Lc 10, 20; 2 Pe 3, 13), y caminamos hacia el cielo, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre (cfr Ef 1, 20; Heb 1,3). De ahí que hayamos de plantear nuestra vida de modo que alcancemos aquella situación de dicha.
Celebraremos en verdad la Pascua si nos abandonamos en el Señor, que nos ha dado “una identidad nueva” (Benedicto XVI): la identidad de nuestro ser de bautizados. Pero, antes de nada necesitamos recuperar nuestro sentido de gratitud a Dios: Seamos agradecidos a Dios por el don que Él nos ha dado. Ante la indiferencia religiosa que nos circunda, ante las mofas cada vez más frecuentes hacia los cristianos católicos necesitamos vivir con verdadero gozo y fidelidad nuestra condición de hijos de de Dios, de discípulos de Cristo y de hijos de nuestra madre Iglesia.
La alegría de este día nos invita a volver sobre esa identidad nueva que hemos recibido. En nuestro bautismo hemos sido sepultados con Cristo y resucitados con Él. Los apóstoles comprendieron las Escrituras cuando reconocieron la resurrección del Señor. Sí, hermanos: ¡Cristo ha resucitado! Por eso es hermoso y es posible ser cristiano en el seno de la comunidad de los creyentes. Lo canta la Iglesia en este día: ninguna tristeza, ningún dolor, ninguna contrariedad tendrán la fuerza suficiente para quitarnos esta certeza: Jesucristo vive y con Él todo es nuevo.
Confesar y celebrar la Resurrección exige vivir como Jesús vivió, que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo”. Confesar y celebrar la resurrección pide vivir como Jesús nos enseñó a vivir. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13, 34). Por eso Pablo nos exhorta: “Ya que habéis resucitado con Cristo (por el Bautismo,… aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3,1-2). De la fe en la resurrección surge un hombre nuevo, que no se pertenece a sí mismo, sino que pertenece a su Señor y vive para él.
Sólo así el bautizado se convierte en verdadero creyente y testigo de la resurrección. La fe en la Resurrección iluminará y transformará nuestra vida, como ocurrió con los Doce y con Pablo. La fe en la resurrección nos hará sus testigos para vivir y proclamar con audacia, con firmeza y con perseverancia la Buena Noticia de la Resurrección. Nada ni nadie pueden impedir al verdadero creyente el anuncio de Cristo Resucitado y de su resurrección, Vida para el mundo, pues a todos está destinada. Nada ni nadie lo podrán impedir: ni los intentos laicistas de recluir la fe cristiana al ámbito de la conciencia, ni las amenazas o castigos de las autoridades, ni la increencia o la indiferencia ambiental, ni la incomprensión de muchos, ni la vergüenza de tantos bautizados de confesarse cristianos. Es preciso dar testimonio a todos de la fe que ha llegado a nosotros desde los Apóstoles.
Queridos diocesanos, queridos diocesanos de Segorbe, queridos jóvenes: No tengáis miedo a ser cristianos. No os avergoncéis de ser cristianos. Merece la pena creer y seguir a Jesucristo Resucitado, merece el empeño de toda una vida. Cristo ha resucitado y ha sido constituido Señor de la vida: todos estamos llamados a resucitar con Él.
“¡Resucitó Cristo, nuestra esperanza!”. En Pascua ha triunfado la Vida sobre la muerte, el Amor sobre el pecado, la Paz sobre el odio. Cristo es la Luz para el mundo. La imagen de Cristo como luz, se simboliza en este Cirio, entronizado solemnemente en la Vigilia Pascual. Cristo es la luz para los hombres (cfr Jn 1,9; 3, 19). Cristo Resucitado abre horizontes totalmente nuevos al hombre: en Él, el hombre sabe que su destino no es la nada o la tumba: Si Cristo ha resucitado, todos nosotros resucitaremos, como dice S. Pablo (1 Cor 6, 14; 2 Cor 4, 14; cf Rom 8,11): y esta certeza de fe fundamenta nuestra esperanza, de modo que podemos vivir con el gozo del Espíritu.
Quien vive “en el mundo”, debe orientar hacia Dios las realidades terrenas, con verdadera alegría; y quien se ha consagrado a Dios, debe vivir para Él, sirviéndole en los hermanos. Nadie puede considerarse ‘resucitado con Cristo’, si vive para sí mismo (cfr. Rom 14, 7). A todo cristiano nos apremia la caridad de Cristo a dar testimonio del Resucitado, Vida para el mundo, ante una cultura de la muerte que se extiende como una mancha de aceite y se alienta desde leyes contrarias a la vida humana, que debe ser respetada desde su misma concepción hasta su muerte natural. Ante tanta mentira y demagogia demos testimonio alegre y esperanzado del triunfo de la Vida sobre la muerte, el testimonio de una vida honesta y sin doblez.
Celebremos con fe la Pascua de la Resurrección del Señor. Acojamos con alegría a Cristo Resucitado. Vivamos con gozo la Resurrección de Jesús en nuestra vida. Dejémonos transformar por Cristo resucitado por la participación en esta Eucaristía, memorial de su muerte y de su resurrección. Seamos testigos de su resurrección en nuestra vida. ¡Feliz Pascua de Resurrección¡ Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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