¿Por qué confesarse?
Queridos diocesanos:
La Cuaresma es un tiempo propicio para confesarse y reconciliarse con Dios y, en El, con los hermanos. Como en el caso del hijo pródigo, Dios mismo sale a nuestro encuentro y nos ofrece la gracia del perdón amoroso mediante la Iglesia en el Sacramento de la Penitencia. Quien conoce la profundidad del amor de Cristo y de la misericordia del Padre, siente la insuficiencia de todas sus respuestas, el dolor por la propia infidelidad y la urgencia de conformarse cada vez más con la caridad de Cristo. Hemos de caminar con la mirada vuelta al Señor, hasta llegar “al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13).
Los bautizados somos peregrinos. En nuestro caminar nos cansamos y distraemos; incluso, nos vemos tentados a abandonar la senda, y, a veces, la abandonamos. No siempre nos mantenemos fieles a la nueva vida que se nos donó en el bautismo. Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañaríamos (cf. 1 Jn 1,8). Ya el mismo Jesús enseñó a sus discípulos a pedir perdón cada día por sus pecados. Somos infieles al amor de Dios, rompemos la amistad con Él, cuando transgredimos los mandamientos, fruto del amor de Dios, que no desea que el hombre se pierda por caminos que enajenan su propia humanidad y lo alejan de Él: “Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 3,23-24).
Como hijos pródigos nos vemos en la necesidad de repetir con frecuencia: “Padre, he pecado contra el cielo y contra Ti. No soy ya digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15,21). Para que no nos sintamos abandonados a nuestra impotencia y no perdamos la esperanza, Cristo ha querido que su Iglesia sea sacramento de reconciliación. Solos nunca podremos liberarnos de nuestras debilidades y pecados. Sólo Dios tiene el poder de perdonar de verdad los pecados. Y el perdón renovador de Dios nos llega por Cristo y por la Iglesia. “El Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados” (Mc 2, 7). Sólo el Señor puede confiar a otros el poder de perdonar los pecados en su nombre con el poder recibido de Dios.
En el sacramento de la Penitencia experimentamos de un modo pleno y eficaz la misericordia divina. Confesando contritos, personal e íntegramente, los pecados, por la absolución del ministro de la Iglesia -del Obispo o de los presbíteros- recibimos el abrazo de reconciliación de la Iglesia y, con él, el del mismo Cristo.
Hay quien dice que él se confiesa con Dios. Sin embargo, Dios mismo, al enviar a su Hijo en nuestra carne, nos muestra que quiere encontrarse con nosotros mediante el contacto directo, que pasa por los signos y los lenguajes de nuestra condición humana. Como Él salió de sí mismo por nuestro amor y vino a ‘tocarnos’ con su carne, así estamos llamados a salir de nosotros mismos, por su amor, y a acudir con humildad y fe a quien nos puede dar el perdón en su nombre; es decir, a quien el Señor ha elegido y enviado como ministro del perdón.
La confesión es por tanto el encuentro con el perdón divino, que nos ofrece Jesús y se nos transmite por el ministerio de la Iglesia. Acerquémonos a la confesión y vivámosla con fe: nos cambiará la vida y dará paz a nuestro corazón.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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