El sacramento de la misericordia divina
Queridos diocesanos:
En la Cuaresma, la Iglesia nos exhorta a la conversión de corazón con las mismas palabras de Jesús: “Conviértete y cree en el evangelio” (Mc 1,15), para poder celebrar de verdad el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. El misterio de la redención de Cristo nos muestra que el amor de Dios es más fuerte que nuestro pecado. Y es en el sacramento de la reconciliación donde experimentamos de un modo muy personal el amor misericordioso de Dios.
Es frecuente encontrar en no pocos católicos, una mentalidad un tanto superficial y, a veces, deformada del sacramento de la Penitencia. Sin llegar al escepticismo o a un abierto rechazo, se dan formas de rutina o de indiferencia. Hay quien no acude a este sacramento por respeto humano o por pereza; incluso hay quien lo abandona por mucho tiempo. Estas manifestaciones se deben sobre todo a la pérdida del verdadero sentido del pecado y a la falta de experiencia personal del amor misericordioso de Dios.
El pecado no es sólo la trasgresión de un precepto divino. Pecar es fallar al amor de Dios. El pecado consiste en el rechazo del amor de Dios. El pecado de nuestros primeros padres nació cuando empezaron a sospechar del amor de Dios. Es entonces, cuando el Creador, garante de su felicidad, comenzó a ser su principal amenaza (cf. Gn 3,1-10). Todo pecado es, en el fondo, un acto de desconfianza hacia la bondad de Dios y de desobediencia a su ley. En nuestros pecados descubrimos siempre la voluntad de preferirnos a nosotros mismos en lugar de Dios, de construir nuestra vida sin Dios o al margen de Él, de anteponer nuestros intereses personales a su voluntad; o de ver y juzgar las cosas según nuestros criterios egoístas, pero no según Dios.
Al contrario de lo que a veces se piensa, la ley de Dios no es una limitación de la libertad humana, sino una ayuda que la protege y la hace posible, pues sólo quien camina en la verdad es plenamente libre. Cada norma del decálogo es siempre expresión concreta de la voluntad de Dios que, como buen Padre, busca lo mejor para sus hijos; cada una es una llamada de Dios a seguirle, delimita el camino de la felicidad y la realización del propio destino eterno. La vida moral del cristiano no es la sumisión ciega a un conjunto de leyes, sino la adhesión de la propia voluntad al querer de Dios, como respuesta personal de amor a Él.
Recuperemos a Dios en nuestra existencia. Contemplemos el rostro amoroso de Dios en Cristo y dejémonos cautivar por la belleza irresistible de su amor y de su misericordia. Cristo es el Buen Samaritano que se agacha para levantarnos de nuestro pecado, que limpia y venda nuestras heridas. Cristo espera nuestro regreso a casa: Él no nos condena, nos mira con amor y sigue confiando en cada uno de nosotros. Nos cuesta pensar que Dios pueda amarnos sin límites y para siempre, que su perdón nos llegue puro y fresco. Él perdona todo y para siempre. Así es Dios. Sólo quien experimenta personalmente este amor y misericordia de Dios es capaz de vivir en permanente paz, de levantarse siempre sin desalentarse, de tratar a los demás con el mismo amor con el que Dios le ha tratado.
No nos engañemos, sólo quien vive reconciliado con Dios puede reconciliarse también consigo mismo y con los demás. Y para el cristiano el sacramento del perdón “es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del Bautismo”.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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