Santa Misa Crismal
Segorbe, S. I. Basílica Catedral, 6 de abril de 2009
“Gracia y paz de parte de Jesucristo (Ap 1,5) a todos vosotros, amados sacerdotes, consagrados y fieles laicos, venidos de toda la Diócesis hasta la iglesia Madre para la Misa Crismal. Antes de celebrar en el Triduo sacro los misterios centrales de nuestra salvación, el mismo Señor nos reúne como Iglesia diocesana para bendecir los óleos de los catecúmenos y de los enfermos y consagrar el Crisma. Aquél “que nos amó, nos ha librado por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de nuestro Dios” (Ap 1,6); Él mismo es quien nos convoca para actualizar el misterio pascual en la Eucaristía. Cantemos las misericordias del Señor, cantemos su amor misericordioso con renovada alegría en esta mañana, en que celebramos una fiesta singular. Es la fiesta del pueblo de Dios al contemplar hoy el misterio de la unción, que marca la vida de todo cristiano desde el día de su bautismo. Es la fiesta, también y de manera especial, de todos nosotros, hermanos en el sacerdocio, ungidos y ordenados presbíteros para el servicio del pueblo cristiano y de toda la sociedad.
Esta fiesta tiene un eco especial para los que en este año celebráis vuestras bodas de oro sacerdotales: D. Alberto Cebellán Debón, D. José Membrado Galí, D. Marcelino Cervera Herrero y D. Joaquín Gil Gargallo; y para los celebráis vuestras bodas de plata sacerdotales: D. Francisco José Cortes Blasco, D. José María Marín Sevilla, D. José Manuel Agost Segarra y D. Álvaro Miralles Rodríguez. Nuestra Iglesia diocesana, nuestro presbiterio entero y ¡cómo no¡ vuestro Obispo os felicitamos de todo corazón y, con vosotros, damos gracias a Dios por el don de vuestro sacerdocio que recibisteis hace ha 50 o 25 años. Felicitamos también a los que en este año han sido incorporados a nuestro presbiterio: D. Télesphoro-Marie Nsengimana, D. Ángel Cumbicos Ortega, D. Marc Estela Pujals y D. Juan Carlos Vizoso Corbel. A todos os decimos y cantaremos: Ad multos annos. En nuestra alegría por vosotros no nos olvidamos en nuestra oración de los hermanos sacerdotes diocesanos que han fallecido desde nuestra última Misa crismal: D. Vicente Manzanares Bascuñana, D. José Carlos Beltrán Bachero y D. Juan Miguel Peiró Giner, ni de los hermanos de la Diócesis de Tortosa, que pasaron los últimos años de su vida terrenal entre nosotros: D. Santiago Vilanova y D. Salvador Vives.
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido y me ha enviado a dar la Buena noticia a los pobres” (Is 61, 1,3). Estas palabras del profeta Isaías se refieren, ante todo, a la misión mesiánica de Jesús, consagrado por virtud del Espíritu Santo y convertido en sumo y eterno Sacerdote de la nueva Alianza, sellada con su sangre. Todas las prefiguraciones del sacerdocio del Antiguo Testamento encuentran su realización en él, único y definitivo mediador entre Dios y los hombres.
“Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 4, 21). Así comenta Jesús, en la sinagoga de Nazaret, el anuncio profético de Isaías. Es Jesús mismo quien afirma que Él es el Ungido del Señor, a quien el Padre ha enviado para traer a los hombres la liberación de sus pecados y anunciar la Buena nueva a los pobres y a los afligidos. Él es el que ha venido para proclamar el tiempo de la gracia y de la misericordia de Dios. Acogiendo la llamada del Padre a asumir la condición humana, trae consigo el soplo de la vida nueva y da la salvación a todos los que creen en Él.
El mismo Señor Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, ha hecho de nosotros, bautizados, un reino de sacerdotes. Por el bautismo hemos sido liberados de nuestro pecado, y ungidos y consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales. Como ungidos y consagrados, todos los cristianos estamos llamados a dejar que el don de la nueva vida de la gracia, recibida en el Bautismo, se desarrolle en nosotros mediante una fe en el Dios vivo, que viene a nuestro encuentro y nos ofrece su amistad en su Hijo; una fe que ha de ser personal en comunión con la fe de la Iglesia; una fe que ha de alimentarse en la oración y en la participación frecuente en los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación; una fe que se ha de hacerse viva mediante una caridad activa.
En otro nivel, esencialmente distinto, el Señor ha hecho un reino de sacerdotes de nosotros, los sacerdotes, ordenados por una unción especial para ser ministros, es decir, servidores de Dios y de su Pueblo, para pastorear al pueblo sacerdotal, anunciar la Buena nueva y ofrecer en su nombre el sacrificio eucarístico a Dios en la persona de Cristo (cf. LG 10); somos servidores, que no dueños, del sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios.
Al hacer cada año, en esta misa Crismal memoria solemne del único sacerdocio de Cristo, expresamos la vocación sacerdotal y la llamada a la santidad de toda la Iglesia, de todos los cristianos, y, en particular, del obispo y de los presbíteros unidos a él. Todos los bautizados estamos llamados a vivir nuestra existencia como oblación a Dios en el testimonio de una vida santa, en la abnegación y en las obras de amor (cf. LG 10). Todo bautizado y toda comunidad cristiana estamos llamados a alabar y dar testimonio del amor misericordioso de Dios con una vida santa, y anunciar así la Buena nueva. “Esta es la voluntad de Dios -escribe san Pablo-: vuestra santificación” (1 Ts 4, 3). Y el concilio Vaticano II precisa: “Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG, 40).
Esta verdad fundamental nos atañe ante todo a nosotros, los obispos, y a vosotros, amadísimos sacerdotes. “Sed santos -dice el Señor- porque yo soy santo” (Lv 19, 2); pero se podría añadir: sed santos, para que el pueblo de Dios que os ha sido confiado sea santo. Ciertamente, la santidad de la grey no deriva de la del pastor, pero no cabe duda de que la favorece, la estimula y la alimenta. Este día, en que recordamos con gratitud ‘el misterio de misericordia’ de nuestra propia ordenación, nos invita ante todo a reflexionar sobre nuestro ‘ser’ y, en particular, sobre nuestro camino de santidad. De nuestra propia santidad, alimentada por una profunda vida espiritual es de donde surge también nuestro impulso apostólico y se alimenta nuestra caridad pastoral; un ardor y una caridad que nos impulsa a ser día a día pastores al servicio del pueblo santo de Dios.
Queridos sacerdotes. Somos servidores del Pueblo santo de Dios, de todos los bautizados. Estamos llamados a estimular en todos los cristianos su sacerdocio común, a avivar su unción y vida bautismal, a ofrecerles en nombre de Cristo la Buena nueva, la luz, la compañía y el testimonio que necesitan y reclaman para hacer de su vida una ofrenda a Dios y una entrega a los demás.
Nuestro primer servicio es ayudar a los bautizados a conocer a Dios y encontrarse con Él en Cristo para avivar el don de su bautismo según su personal vocación. Soy consciente de las dificultades del proceso de la iniciación cristiana y de la maduración en la fe en niños, adolescentes y jóvenes, como también de las dificultades de la transmisión de la fe en las familias cristianas. La propia experiencia y los estudios sociológicos nos dicen que los jóvenes se alejan cada vez más de la fe y vida cristiana y de la Iglesia. Esto no nos puede dejar indiferentes, tranquilos o inactivos. Pese a todas las dificultades creo que es posible afirmar que al joven de hoy sí le interesa la verdad que comunica la fe. El joven de hoy quizá se asemeja a aquella samaritana que desea llenar su cántaro y su vida del agua viva; pero ni sabe lo que busca, ni conoce el agua viva y, así, sigue rodeándose de ‘maridos’ que, en realidad, no son el suyo (cfr. Jn 4,17). Como pastores necesitamos conocer a nuestros adolescentes y jóvenes; y hemos de acercarnos a ellos con el afecto del buen Pastor, siendo testigos trasparentes de Él, para ofrecerles con verdadera pasión a Dios y a Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida.
Amados hermanos sacerdotes. En breves momentos vamos renovar nuestras promesas sacerdotales. Se trata de un rito que cobra su pleno valor y sentido precisamente como expresión del camino de santidad y del ardor apostólico, al que el Señor nos ha llamado por la senda del sacerdocio y del servicio. Cada uno de nosotros recorre este camino de manera muy personal, sólo conocida por Dios, el cual escruta y penetra los corazones. Con todo, en la liturgia de hoy, la Iglesia nos brinda la consoladora oportunidad de unirnos y sostenernos unos a otros en el momento en que repetimos todos a una: “Sí, quiero”. Esta solidaridad fraterna no puede por menos de transformarse en un compromiso concreto de llevar los unos la carga de los otros, en las circunstancias ordinarias de la vida y del ministerio. Aunque es verdad que nadie puede hacerse santo en lugar de otro, también es verdad que cada uno puede y debe llegar a serlo con y para los demás, siguiendo el ejemplo de Cristo.
Para ser servidores de la unción bautismal de los fieles, los pastores debemos dar un testimonio coherente de vida, hemos de vivir con fidelidad creciente y con la frescura del primer día el don y misterio que hemos recibido y hemos de ejercer nuestro ministerio en comunión con la fe y moral de nuestra Iglesia. Nuestra fidelidad reclama no sólo perdurar, sino mantener el espíritu fino y atento para crecer en fidelidad. La fidelidad al ministerio, siempre delicada, se ha tornado más delicada y problemática en nuestros días marcadas por el individualismo, el relativismo, el pansexualismo y tantos otros ismos, que nos pueden llevar a olvidar que somos ungidos y enviados por Dios y ministros de su Iglesia. Y, sobre todo, vivamos nuestro ministerio en fidelidad con frescura y finura. ¡Desechemos de nuestras vidas toda forma de fidelidad fingida o aparente! ¡Superemos la rutina, la mediocridad y la tibieza, las discordias y los planteamientos ideológicos, tan poco evangélicos, que matan toda clase de amor, cercenan la unidad y debilitan hasta quemarlo como al sal nuestro prebiterio, nuestro corazón y nuestra Iglesia! ¡Acojamos la invitación del Señor a vivir con radicalidad evangélica el don y el ministerio recibidos! ¡Seamos responsables en nuestra tarea, serios en nuestra vida afectiva, preocupados por la oración, atentos a las necesidades de la comunidad cristiana y fieles a sus compromisos con la sociedad!
Dios es siempre fiel. El nos ha llamado, ungido y enviado. Y no se arrepiente de ello. En nuestros momentos de desaliento acojamos la fidelidad de Dios con la nuestra. La fidelidad a que nos debemos tiene su modelo máximo en la fidelidad de Jesucristo al Padre. Identificarnos con el Señor equivale a dejarnos impregnar, por la acción del Espíritu, de Él y de sus actitudes básicas. La fidelidad que le frecemos al Señor, antes que respuesta nuestra a Dios, es fruto de la fidelidad de Dios hacia nosotros. No es tanto fruto de nuestra perseverancia como regalo de la gracia (S. Agustín). Cuando hablamos de fidelidad hablamos, ante todo, de amor. Nuestra fidelidad no es fruto de nuestra obstinación, ni siquiera de nuestra coherencia o de nuestra lealtad. Tenemos que implorar la fidelidad
Que nos sostenga la Madre de Cristo, Madre de los sacerdotes. María nos obtenga a nosotros, frágiles vasijas de barro, la gracia de llenarnos de la unción divina. Nos ayude a no olvidar nunca que el Espíritu del Señor nos “ha enviado para anunciar a los pueblos la buena nueva”. Dóciles al Espíritu de Cristo, seremos ministros fieles de su Evangelio. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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