Santa Misa Crismal
S.I. Catedral de Segorbe, 2 de abril de 2007
“Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Ps 88). Como el salmista, nuestra Iglesia diocesana alaba y da gracias a Dios. El Espíritu desciende hoy de nuevo sobre ella como descendió sobre Cristo, el Ungido de Dios, para fortalecerla en su tarea de evangelizar y santificar a los hombres. Somos ‘la estirpe que bendijo el Señor’ (cfr. Is 61,9), para que todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo reciban la Buena Nueva. El poder del Espíritu fecunda hoy de nuevo a esta Iglesia para que a través de ella todo hombre sea evangelizado, redimido de sus esclavitudes y conducido a la plenitud de la vida divina por la fuerza de los sacramentos pascuales. Los santos óleos que vamos a bendecir y el Crisma que vamos a consagrar serán instrumentos de salvación en los sacramentos del bautismo, de la confirmación, del orden sagrado y de la unción de enfermos. La eficacia salvífica de estos signos deriva del misterio pascual, de la muerte y resurrección de Cristo.
Según la nueva ordenación del Triduo Pascual, la Misa Crismal es el preludio de la celebración de la Última Cena del Señor. Aunque la celebremos el lunes santo, hay que verla en íntima relación con la celebración de la Misa ‘In Coena Domini’ del Jueves Santo. La Misa crismal nos remite a los orígenes del Misterio de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, del que nace la Iglesia, pueblo sacerdotal, y nuestro sacerdocio ordenado. Así lo proclamaremos en el Prefacio de esta Misa.
Por esta razón hoy recordamos, de modo especial, el ministerio sacerdotal, en el que obispo y sacerdotes estamos íntimamente unidos; por esto hoy celebramos las bodas de oro sacerdotales de D. Miguel Antolí y las de plata de D. Antonio Caja, a quienes felicitamos y con quienes hoy damos gracias a Dios; y por ello hoy renovaremos también nuestras promesas sacerdotales.
El origen más concreto de nuestro sacerdocio está en la Última Cena del Señor con los Doce. Jesús parte y les reparte el pan y les ofrece el cáliz lleno de vino. El pan es su Cuerpo que va a ser entregado por ellos, y el cáliz es la copa de su Sangre que va a ser derramada por ellos y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Jesús anticipa sacramentalmente lo que poco después iba a suceder en el Gólgota: su Sacrificio, la oblación de su Cuerpo y Sangre al Padre en la Cruz por la salvación del mundo; es el Sacrificio por el que se instaura una nueva y eterna Alianza para una nueva y definitiva Pascua. Y Jesús manda a los Doce que lo hagan siempre en conmemoración suya. De este modo instituía el Sacrificio Eucarístico como “fuente y cima de toda la vida cristiana” (LG 11); y el sacerdocio ministerial como el ministerio para actuar “in persona Christi” en la Iglesia, un ministerio necesario e insustituible a la hora de renovar su gesto sacramental de la Última Cena y hacer Iglesia.
En el Cenáculo estábamos también nosotros, queridos sacerdotes. El mandato y misión que recibían Pedro y los Doce se nos transmitiría a cada uno de nosotros el día de nuestra ordenación sacerdotal; aunque no era la única razón y tarea, constituía su primera razón de ser.
Todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo; la Iglesia es toda ella pueblo sacerdotal. Pero para que pueda nacer y crecer como tal, a nosotros “sucesores de los Apóstoles” -los Obispos en plenitud, y los Presbíteros de modo participado y subordinado a los Obispos- se nos ha impreso por la consagración sacramental un ‘carácter’ que nos marca indeleblemente como “imagen de Cristo” (Cfr. Carta de Juan Pablo II, con ocasión del Jueves Santo del 2000, n. 3).
Nuestro ministerio sacerdotal es un don del amor del Señor hacia nosotros, totalmente inmerecido por nuestra parte: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que os he elegido yo a vosotros”, nos dice el Señor (Jn 15,16). Y añade: “Como el Padre me envió, también os envío yo” (Jn 20, 21). Jesús encomienda a hombres frágiles y pecadores su ministerio, y les envía a actuar en su nombre y representación en favor de los hombres. Nuestro sacerdocio encuentra su verdad y su identidad en el ser derivación y continuación de Cristo mismo y de la misión que Él recibió del Padre. Un gran tesoro en vasijas de barro.
Por ello Cristo nos exhorta: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5), así como Él, el Hijo, no puede hacer nada sin el Padre. Dependemos totalmente de Cristo y, en Él, del Padre. Unidos a Cristo, al Padre y en la fuerza del Espíritu, en virtud del sacramento del orden, es como anunciamos la Palabra, perdonamos los pecados, presidimos la Eucaristía y pastoreamos al pueblo de Dios.
En el ejercicio de nuestro ministerio y en toda nuestra vida hemos de ser verdaderamente hombres de Cristo y hombres de Dios. Nuestros fieles, tanto los más cercanos y practicantes, como los alejados de la práctica de la vida cristiana o los no creyentes son siempre sensibles a la presencia y al testimonio de un sacerdote, cuando éste es transparencia de Cristo, cuando es realmente ‘hombre de Dios’. En la medida en que lo descubren, lo estiman y tienden a abrirse a él.
Como hombres de Dios, los sacerdotes hemos de ser hombres de Iglesia, en comunión con el Obispo y, través de él, con el Papa y el resto de los Obispos. Hemos recibido el don del ministerio no en beneficio y provecho propio, sino para el servicio de los demás, para que todos los fieles puedan vivir su sacerdocio común, su vocación bautismal. Ser sacerdotes significa, por ello, amar a la Iglesia, amar a la comunidad de los creyentes, como Cristo ha amado a su Iglesia y se ha entregado por ella. No tengamos miedo a identificarnos con nuestra Iglesia, a amarla y entregarnos a ella, a pesar de sus deficiencias y pecados. Y no hablo de una Iglesia ideal, abstracta y lejana, sino de esta Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón, en la que opera y vive la única Iglesia de Cristo, que a su vez se hace concreta en nuestras comunidades parroquiales.
El sacerdote debe ser siempre un buen pastor: un buen pastor ama y sirve a sus fieles, siendo siempre hombre de comunión, que no se cansa de construir la comunidad cristiana como ‘casa y escuela de la comunión’ (cf. NMI, 43). Esto requiere que seamos los primeros en dar ejemplo y testimonio de comunión fraterna dentro del presbiterio diocesano y con el Obispo, su cabeza, así como en las relaciones con los sacerdotes del mismo arciprestazgo o de la misma parroquia o comunidad. La comunión fraterna entre los sacerdotes hace en gran medida creíble y fecundo nuestro ministerio, según las palabras de Jesús: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13, 35).
Los sacerdotes somos hombres de Dios y de Iglesia, para los hombres. Estamos al servicio de la misión. En el ejercicio diario de nuestro ministerio no podemos conformarnos con mantener lo que hay o lo que nos demandan, que cada día es menos, porque disminuye el hambre de Dios. Hay que salir a la misión; hay que ir a las personas –niños, adolescentes, jóvenes, adultos y mayores-; hay que salir por los caminos del mundo a los ambientes necesitados de evangelización en nuestras propias comunidades, en nuestras familias, en nuestros pueblos y ciudades. El Señor nos envía a formar comunidades vivas desde el Señor, comunidades evangelizadas, comunidades con una verdadera conciencia misionera, de modo que se transformen en auténticas comunidades evangelizadoras y cada creyente se esfuerce por ser testigo de Cristo en todos los ambientes y situaciones de la vida.
Seremos hombres de Dios y de Iglesia para los hombres, si respondemos con generosidad, fidelidad y entrega al don recibido: así responderemos a la llamada a la santidad que Dios nos dirige como lo hace a todos los bautizados. El medio principal es la oración, en cuyo centro está la Eucaristía.
Estando con el Señor, en la oración diaria, prolongada y constante, nos convertiremos en sus amigos; su mirada se hará progresivamente nuestra mirada, y nuestro corazón latirá como el suyo. En la contemplación del rostro de Cristo, hecho Eucaristía, descubrimos la razón y el fin de nuestra consagración y misión: estamos llamados a salir al encuentro de los hombres con el amor de Dios, manifestado en Cristo. Nuestra oración debe nacer de la escucha atenta del Evangelio, pero también de la vida para revertir sobre ella. La oración implica apertura del propio corazón al don divino; y presupone humildad y reconocimiento de nuestras propias limitaciones. Jesús nos recuerda: ‘Sin mi nada podéis hacer’ (Jn 15,5).
En la vida de oración del sacerdote tiene un valor particular la Liturgia de las Horas, que la Iglesia nos ha encomendado y a la que nos hemos comprometido. Cuando rezamos la Liturgia de las Horas actuamos como ministros de Cristo y, a la vez, en representación de la Iglesia. Por medio de nosotros ora la Iglesia entera, y eleva al Padre por medio de Cristo en el Espíritu, la oración de alabanza, de acción de gracias, de petición de perdón y de súplica. La Liturgia de las Horas, que ha de ser recitada y rezada con piedad, atención y devoción, es como una prolongación del ejercicio del ministerio y del encuentro personal con Cristo en la celebración de la Eucaristía.
La Eucaristía es precisamente el corazón de la oración cristiana y la clave del nuestro ministerio sacerdotal. En su Exhortación Apostólica ‘Sacramentum Caritatis’, el Papa Benedicto XVI nos exhorta a creer, celebrar y vivir el misterio de la Eucaristía. Por eso su celebración diaria, hecha con decoro y viva devoción, ha de ser, para cada uno de nosotros, el centro y el momento más importante de cada jornada. La Eucaristía alimenta nuestra caridad pastoral y da unidad a nuestra vida y actividades pastorales.
Queridos hijos y hermanos. A continuación vamos a renovar nuestras promesas sacerdotales. No nos cansemos jamás de vivir con gratitud el don que hemos recibido. No nos desanimemos ante las dificultades que vienen de nuestra fragilidad humana, o que proceden de la indiferencia o de las incomprensiones de aquellos a quienes somos enviados.
Cuando las dificultades y las tentaciones pesen en nuestro corazón, acordémonos más bien de la grandeza del don que hemos recibido, para ser capaces, también nosotros, de “dar con alegría” (cf. 2 Cor 9,7). Somos ministros del Sacrificio eucarístico, el sacramento del amor, de la unidad y de la comunión. Por ello debemos ser hombres constructores de unidad, de reconciliación y de comunión. A esto nos ha llamado Dios con amor de predilección, y Dios merece toda nuestra confianza: su amor es más grande y más fuerte que todo el pecado del mundo.
La oración y, su centro, la Eucaristía nos ayudarán a descubrir las necesidades urgentes del Pueblo de Dios; a comprender que los fieles cristianos necesitan de nuestra dedicación, acompañamiento y testimonio; a no desfallecer ante las dificultades del momento presente; y a vivir nuestro ministerio con alegría y esperanza.
Pongamos bajo la protección de nuestra Madre, la Virgen, nuestro ministerio y también el de nuestros hermanos jubilares. De manos de María oramos por todos aquellos hermanos sacerdotes, que este año celebrarían sus bodas sacerdotales y ya nos han precedido en el Señor. ¡Que Dios les conceda celebrar las Bodas eternas del Cordero! Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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