El cristiano ante el sufrimiento humano
Queridos diocesanos.
El once de febrero, fiesta de la Virgen de Lourdes, celebramos la Jornada Mundial del Enfermo. En este Año de la fe, esta Jornada ofrece una ocasión muy especial para la reflexión desde la fe sobre el dolor humano y para renovar nuestro compromiso personal y comunitario hacia los enfermos.
El dolor y la enfermedad forman parte del misterio del hombre en la tierra. Es justo luchar contra el dolor y la enfermedad, porque la salud es un don de Dios. Pero es importante también saber leer el designio de Dios cuando el sufrimiento llama a nuestra puerta. La ‘clave’ cristiana de esta lectura es la cruz del Señor. La pasión de Cristo es la única que puede dar luz a este misterio del sufrimiento humano, de modo particular al dolor del inocente. El Verbo encarnado acogió nuestra debilidad, asumiéndola sobre sí en la cruz. En la cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido. Los padecimientos de Jesús fueron el precio de nuestra salvación.
Desde entonces, nuestro dolor puede unirse al de Cristo y, mediante él, participar en la Redención de la humanidad entera. Desde entonces, el sufrimiento tiene una posibilidad de sentido, que lo hace singularmente valioso. Desde entonces, la cruz brilla como suprema manifestación del amor que Dios siente por nosotros. Quien sabe acogerla con fe en su vida, experimenta cómo el dolor, iluminado por la fe, se transforma en fuente de esperanza y salvación, purifica y eleva el alma, aumenta el grado de unión con la voluntad divina, nos ayuda a desasirnos del excesivo apego a la salud y nos hace corredentores con Cristo.
La Jornada del Enfermo debe estar caracterizada por la oración, por el compartir el dolor de los enfermos así como por el ofrecimiento del sufrimiento por el bien de la Iglesia y de la humanidad. Pero, además debe ser como un aldabonazo para que todos reconozcamos en el rostro del hermano enfermo el rostro de Cristo que, sufriendo, muriendo y resucitando, salvó a la humanidad.
El Papa nos invita a dejarnos interpelar por la figura del Buen Samaritano. Esta parábola es un referente permanente y siempre actual para toda la obra de la Iglesia y, de forma especial, para su actuar en el campo de la salud, de la enfermedad y del sufrimiento. En el relato, Jesús con sus gestos y palabras manifiesta el amor profundo de Dios por cada ser humano, en especial por los enfermos y los que sufren. Al final de la parábola, Jesús concluye con un mandato apremiante: “Anda, y haz tú lo mismo”. Se trata de un mandato incisivo porque, con esas palabras, Jesús nos indica cuales deben ser también hoy la actitud y el comportamiento de todos sus discípulos con los demás, en especial con los que necesitan cuidados. El Samaritano, comentan muchos Santos Padres de la Iglesia, es el mismo Jesús. Mirando cómo actuaba Cristo podemos comprender el amor infinito de Dios, sentirnos parte de este amor y enviados a ser samaritanos y manifestarlo con nuestra atención y nuestra cercanía a todas las personas que necesitan ayuda porque están heridas en el cuerpo y en el espíritu.
Pero esta capacidad de amar no viene sólo de nuestras fuerzas, sino más bien de nuestro estar en una relación constante con Cristo a través de una profunda vida de fe. De ahí derivan la llamada y el deber de cada cristiano de ser un “buen samaritano”, que se detiene y es sensible ante el sufrimiento del otro y que intenta y quiere ser “las manos de Dios”.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón