Renovación eclesial desde Cristo
En su bella exhortación apostólica Evangelii gaudium, el Papa Francisco nos llama a una renovación o conversión pastoral y misionera de la Iglesia, de sus comunidades y de sus estructuras (EG 22-33). ¿Por dónde comenzar, nos preguntaremos?
Hay algo prioritario e ineludible para la renovación de nuestra Iglesia, que no podemos soslayar. Me lo recuerda el segundo gran encuentro con Cristo de San Francisco haciendo oración ante la cruz de San Damián, que muestra a Cristo resucitado, vivo. En su largo proceso de conversión, el Poverello de Asís le pregunta un día al Cristo de la cruz de San Damián qué ha de hacer; y él siente que el Señor le responde a su pregunta e inquietud con estas palabras: «Francisco, ve y repara mi iglesia que amenaza ruina». Francisco se puso de inmediato manos a la obra y comenzó a reparar aquella ermita, ciertamente muy deteriorada. Sin embargo su espíritu permanecía inquieto e insatisfecho; aquel trabajo le parecía insuficiente. Más tarde, cuando un día participaba en la Santa Misa en la ermita de la Porciúncula, no muy lejana de la de San Damián, escuchó la proclamación del pasaje evangélico en el que Jesús envía a predicar a 72 discípulos de dos en dos, sin bolsa, ni alforja, ni sandalias ((Lc 10,1-12). Francisco entendió entonces que la reparación de la Iglesia, que le pedía Cristo, no era material sino espiritual: es decir, una renovación basada en la conversión al Señor y al espíritu del Evangelio, a la pobreza, a la humildad y a la unión con el Señor.
De poco serviría una renovación superficial de la Iglesia, limitada a sus estructuras o a sus acciones, si no hay una auténtica y profunda conversión de mente y de corazón al Señor y a su Evangelio de cuantos integramos la Iglesia. Sólo así se puede recuperar el ardor evangelizador. «Sin vida nueva y sin auténtico espíritu evangélico, sin ‘fidelidad de la Iglesia a su propia vocación’ – escribe el mismo Papa Francisco- cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo» (EG 26). Hemos de dejarnos evangelizar y transformar por el Señor y su Evangelio, si queremos ser evangelizadores; hemos de ser auténticos discípulos del Señor si queremos ser sus misioneros.
Para que nuestra Iglesia diocesana y sus comunidades se renueven y recuperen su ardor evangelizador, los fieles cristianos, incluidos los pastores, estamos llamados a ser piedras vivas, unidos a la piedra angular que es Cristo. Estamos llamados a ser ‘evangelizadores con espíritu, que oran y trabajan’ (EG 262). Es Dios Padre quien, habitando entre los suyos y en su corazón, hace de ellos su santuario vivo por la acción del Espíritu Santo. Nuestra Iglesia y nuestras parroquias serán vivas y misioneras en la medida en que sus miembros vivan fundamentados y ensamblados en Cristo, piedra angular; lo serán si por sus miembros corre la savia de la Vid que es Cristo, que genera comunión de vida y de amor con Dios y con los hermanos.
El Espíritu Santo actúa en nosotros especialmente a través de los signos de la nueva alianza: la Palabra de Dios y los Sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Penitencia. La cogida sincera del Evangelio en la oración nos llevará al encuentro personal con el amor de Jesús en la Eucaristía y en la Penitencia; un amor que nos salva, que nos alienta, que nos da alegría, que nos inflama el corazón y nos lanza a la misión de comunicar la Buena Nueva, que es Cristo, a todos y especialmente a los pobres, a los marginados y los desfavorecidos.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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