Renovación de la fe y conversión a Dios
Queridos diocesanos:
El Año de la fe es un tiempo de gracia para la renovación de nuestra fe y vida cristiana, así como para una sincera y autentica conversión a Dios y a Jesucristo, a la que nos llama especialmente la cuaresma. No podemos olvidar que no hay fe sin conversión radical a Dios en Jesucristo. No se nace cristiano; uno se va haciendo cristiano. La fe es un don de Dios recibido como germen en nuestro bautismo, para que podamos acogerlo, vivirlo y, de esa manera, dejarlo crecer haciéndonos crecer a nosotros.
La fe consiste precisamente en “estrenar un corazón nuevo y un espíritu nuevo” (Ez 18,31). Para ello es necesaria la conversión permanente a Dios. Conversión quiere decir ‘volver nuestra mirada y nuestro corazón’ a Dios; dejar que Dios y Cristo ocupen el centro de nuestro corazón, auténtico sagrario de cada persona. Sólo ante Dios descubrimos la verdad sobre nosotros mismos. La carta a los Hebreos nos recuerda que la Palabra de Dios es penetrante hasta el punto donde se dividen el alma y el espíritu (cf. Hb 4,12). Nada hay en nuestro corazón, en el mundo de nuestros afectos, pensamientos y sentimientos, que escape a Dios; si somos sinceros ante Dios, si nos dejamos confrontar con su Palabra. también quedará claro dónde está nuestro corazón, dónde están nuestros afectos y pensamientos, dónde buscamos nuestras seguridades y cuáles son las verdaderas motivaciones de nuestra vida.
Nuestra vida está llamada a medirse continuamente con Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida, a dejarse confrontar con su Palabra. Corremos el peligro de reducir nuestra vida cristiana a tener unos conocimientos o al cumplir unos preceptos, que siempre interpretamos restrictivamente; estos peligros sólo se superan en el encuentro personal con el Señor, en la apertura del corazón a su gracia y a su Palabra, que nos transforma, sana, vivifica y salva.
En la conversión se da un “giro del corazón”. Se pasa de la autoafirmación y autosuficiencia al abandono confiado en Dios. Se deja de ser el centro de la vida para vivir desde Dios. Entonces se entiende y se vive la existencia, no en referencia a uno mismo ni al mundo, sino en referencia al Misterio de Dios. Por eso hay una manera radicalmente falsa de vivir la fe cristiana y consiste en que la persona siga siendo el centro de sí misma y sólo acuda a Dios para sus propios intereses.
La conversión exigida por la fe es una especie de “nuevo nacimiento” (Jn 3,35). Es una actitud nueva ante el mundo, diferente de la de aquél que no cree. Es una manera nueva de entenderse a sí mismo, de pensar, sentir y actuar; es un modo nuevo de mirar, de pensar y de juzgar a las personas y la realidad. Es un modo nuevo de ser y de vivir: Dios es el horizonte y la medida de la criatura; desde Él quedamos confrontados a la verdad y al bien; desde Él somos invitados al amor.
Convertirse a Dios es, antes que nada, curarse de la falsa autosuficiencia y de la inautenticidad. Ponerse ante Dios ayuda al ser humano a conocerse a sí mismo, a descubrir su pequeñez, su finitud y sus pecados. Sin esta conversión moral, la fe puede ser pura ilusión. La verdadera conversión lleva a retornar al Padre y a acoger su perdón regenerador en el Sacramento de la Penitencia. Este camino no es un esfuerzo solitario, sino que se hace en obediencia a Dios, acompañada y sostenida por su gracia.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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