Una sola familia humana
Queridos diocesanos:
El próximo 16 de enero celebramos con toda la Iglesia la Jornada Mundial de Migraciones, que como el Papa nos recuerda, nos brinda la “oportunidad de reflexionar sobre el creciente fenómeno de la emigración, de orar para que los corazones se abran a la acogida cristiana y de trabajar para que crezcan en el mundo la justicia y la caridad, columnas para la construcción de una paz auténtica y duradera. ‘Como yo os he amado, que también os améis unos a otros’ (Jn 13, 34) es la invitación que el Señor nos dirige con fuerza y nos renueva constantemente: si el Padre nos llama a ser hijos amados en su Hijo predilecto, nos llama también a reconocernos todos como hermanos en Cristo”.
Estas palabras del Santo Padre son claras ante las reticencias y los prejuicios aún existentes entre nosotros ante la inmigración y ante la acogida de inmigrantes y el modo de relacionarse con ellos. La emigración ha existido siempre. Hoy reviste gran magnitud, lo sabemos. Y, a pesar de la crisis económica, son miles las personas de otras etnias, culturas y religiones que viven entre nosotros de modo estable. Quienes nos llamamos cristianos, hemos de ahondar en las causas de este fenómeno y, sobre todo, en la ‘creatividad de la caridad’, para dar la respuesta adecuada al mismo. Tiene muchas vertientes, dimensiones y problemas. Recuerdo sólo algunos principios, que es necesario no olvidar.
Todos los seres humanos formamos una sola familia humana. El Padre-Dios, como nos recuerda Benedicto XVI, nos llama a reconocernos todos hermanos en Cristo; formamos ‘una sola familia humana’ de hermanos y hermanas en sociedades, cada vez más multiétnicas e interculturales, donde también las personas de diversas religiones estamos llamados al diálogo, para poder encontrar una convivencia serena y provechosa en el respeto de las legítimas diferencias.
El sentido profundo de la migración y su criterio ético fundamental vienen dados precisamente por la unidad de la familia humana y su desarrollo en el bien (Caritas in veritate, 42). Todos formamos una sola familia; y todos tenemos el mismo derecho a gozar de los bienes de la tierra, cuyo destino es universal. Aquí encuentran fundamento la solidaridad y el compartir.
La Iglesia reconoce el derecho de todo hombre y mujer a emigrar en busca de mejores condiciones de vida. El bien común universal abarca a toda la familia de los pueblos. Al mismo tiempo, los Estados tienen el derecho de regular los flujos migratorios y defender sus fronteras, asegurando siempre el respeto debido a la dignidad de toda persona humana. Pues toda persona –independientemente de su etnia, lengua, país o religión– tiene una dignidad inviolable, porque ha sido creada por Dios a imagen y semejanza suya. Además toda persona tiene la misma dignidad. Nadie es superior a otro, ni nadie es inferior. Ya no hay libres ni esclavos: todos somos hijos de Dios, hermanos en Cristo y, por tanto, todos iguales en dignidad. Ninguna persona puede ser explotada mediante salarios injustos, jornadas laborables abusivas u obligada a prostituirse. Toda persona tiene derecho a la libertad religiosa, a buscar la verdad y adherirse a ella sin coacción alguna, así como a practicar, en público y en privado, la propia religión. Todo emigrante tiene el deber de integrarse en el país de acogida, respetando sus leyes y la identidad nacional.
A los católicos nos corresponde una especial responsabilidad a construir desde nuestra fe la fraternidad universal, con un único Padre y Dios, y de contribuir a sensibilizar a nuestro pueblo en sus actitudes y comportamientos con los inmigrantes.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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