En camino hacia la Pascua
Queridos diocesanos:
De nuevo celebramos la Semana Santa. No hace falta decir que estos días tienen un significado muy especial para nuestros pueblos y ciudades, y de modo singular para los cristianos. Pero para vivirla debidamente hemos de superar las tibiezas y las inercias, que debilitan su verdadero sentido y dificultan celebrarlas con verdadera fe y con participación activa y fructífera.
El Domingo de Ramos nos introduce en esta venerable semana: es el pórtico de esta semana, la semana grande de la fe cristiana y de la liturgia de la Iglesia. Es un día de gloria por la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y un día, a la vez, en que la liturgia nos anuncia ya su pasión.
Los días venideros nos irán llevando como de la mano hasta el Triduo Pascual: el Jueves Santo, cuyo centro es el amor de Cristo, que se hace Eucaristía, y nos envía a vivir el amor fraterno, el mandamiento nuevo de Jesús para sus discípulos; el Viernes Santo se centra en la pasión y muerte de Jesús en la Cruz, la expresión suprema del amor entregado hasta el final, y el Sábado-Domingo de la resurrección. El Triduo Pascual es el verdadero núcleo de la Semana Santa que culmina en la Vigilia Pascual, la cima a la que todo conduce, la celebración litúrgica más importante de todo el año; deberíamos esforzarnos por participar en la Vigilia Pascual.
Semana Santa es semana de pasión, de muerte y de resurrección del Señor. La pasión y la muerte del Nazareno quedarían inconclusas sin el “Aleluya” de la resurrección. Porque “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe” (1 Cor 15, 17). El misterio pascual, en su integridad, abarca la pasión y la muerte de Jesús, de un lado, y su resurrección, por el otro; son las dos caras inseparables del misterio pascual de Cristo, los momentos culminantes de su misión salvadora y redentora.
Si solamente tuviéramos el signo de la muerte, el amor se revelaría como don, pero no como vida eterna; la muerte de Cristo seria un testimonio de la “justicia”, pero no una victoria sobre la muerte. En cambio, si Cristo hubiera manifestado sólo su poder mesiánico, el amor de Dios no se habría manifestado en nuestra condición humana. La muerte y la resurrección son la epifanía del misterio de Dios en la condición humana.
La resurrección del Señor es la respuesta amorosa de Dios-Padre a la muerte de su Hijo-Hombre: una respuesta de triunfo sobre el pecado y la muerte, una respuesta de gloria, de alegría, de vida y de esperanza. Jesús vence el tedio, el dolor y la angustia del pecado y de la muerte. Su triunfo es nuestro triunfo. Cristo padece y muere para liberarnos del pecado y de la muerte. Cristo resucita para devolvernos la Vida de los hijos de Dios.
Pero ¿lo creemos, lo acogemos y vivimos de verdad? Hace falta dejar que se avive nuestra fe y pasar de la contemplación pasiva a la participación activa. No nos quedemos en el Viernes Santo o en la contemplación de las procesiones o de la pasión. Es necesario acoger personalmente el perdón de Dios y celebrar la nueva Vida del Resucitado. Cristo sigue padeciendo y muriendo por cada uno de nosotros, por nuestros pecados; Cristo resucita para que cada uno de nosotros tengamos Vida, y la tengamos en abundancia. Reconozcamos y acojamos a Cristo resucitado, cuyo final no fue la Cruz, sino la Luz, fuente de vida y de esperanza para todos.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López
Obispo de Segorbe-Castellón
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