Año Mariano del Lledó – Día del enfermo
HOMILIA EN EL DÍA DEDICADO AL ENFERMO
CON MOTIVO DEL AÑO MARIANO DEL LLEDÓ
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Castellón, S. I. Con-catedral – 6 de mayo de 2008
(Is 53, 1-5. 7-10; Lc 1, 39-56)
Amados hermanos y hermanas en Señor, mis queridos enfermos.
Con la dicha y el gozo de la visita y compañía de la Mare del Déu del Lledó celebramos esta Eucaristía, dedicada de modo especial a los enfermos. Como en su primera visita después de la Encarnación a su prima Isabel, María nos trae y nos ofrece a su Hijo, el Hijo de Dios, muerto y resucitado para la vida del mundo. El Señor resucitado, que se hace presente en esta Eucaristía, es la razón de nuestra fe, de nuestro aliento y de nuestra esperanza en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en el gozo; en Cristo muerto y resucitado está nuestra salvación, nuestra salud integral.
La Maré de Deú nos ofrece al Salvador del mundo y, en Él, la “salvación de Dios”, una salvación que abarca al hombre entero, cuerpo, alma y espíritu. Y no sólo mientras peregrinamos aquí en la tierra, sino también, y, principalmente, cuando nos convertimos en ciudadanos del cielo. Por eso, al comienzo de la Misa hemos rezado por intercesión de la Mare de Déu: “Te pedimos, Señor, que nosotros, tus siervos, gocemos siempre de salud de alma y cuerpo, y por la intercesión de santa María, la Virgen, líbranos de las tristezas de este mundo y concédenos las alegrías del cielo”.
La salvación de Cristo, que María nos ofrece, cambia radicalmente nuestra condición humana: la opresión se convierte en libertad, la ignorancia en conocimiento de la verdad, la enfermedad en salud, la tristeza en alegría, la muerte en vida, la esclavitud del pecado en participación de la naturaleza divina. En este mundo no podemos alcanzar la salvación total y perfecta, ya que nuestra vida está sujeta al dolor, a la enfermedad, a la muerte. La “salvación de Dios” es Jesucristo en persona, a quien el Padre envió al mundo como Salvador del hombre y médico de los cuerpos y de las almas. El es el “Siervo del Señor” (Is 53, 1-5. 7-10), que “soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores” y cuyas “cicatrices nos curaron”; Jesús, durante los días de su vida terrena, movido por su misericordia, curó a muchos enfermos, librándolos también con frecuencia de las heridas del pecado.
También la santísima Virgen, la Mare de Déu, por ser madre de Cristo, Salvador de los hombres, y madre de los fieles, nos socorre con amor a nosotros, sus hijos, cuando nos hallamos en necesidad. Por esto, es bueno que los enfermos acudáis, para recibir, por su intercesión, la salud.
María nos remite a Dios, nos remite a su Hijo y en él a los hermanos. En el Evangelio hemos proclamado el fragmento de san Lucas sobre la visitación de María a su parienta Isabel (Lc 1, 39-56). Es una invitación a contemplar a la santísima Virgen, que, llena de fe, alaba la misericordia de Dios, y, a la vez, se apresura a visitar a la madre del Precursor, para que de su mano nos sintamos impelidos a imitar su solicitud en la atención a los hermanos y hermanas enfermos.
María, la llena de gracia, la amada de Dios, nos invita a proclamar la misericordia de Dios. “Proclama mi alma la grandeza del Señor” (Lc 1, 46). María nos muestra que Dios es amor, que Dios nos ama, y que Dios pide que nos amemos; la consigna del amor es el programa principal y prioritario de los cristianos.
Antes de nada y ante todo, nos dice San Juan: Dios es amor (1 Jn 4,16). Éste es el Dios que Cristo Jesús nos ha revelado, el Dios que nos muestra la Mare de Déu, el Dios en quien hemos de creer los cristianos. El Dios Uno y Trino de nuestra fe, es comunión de vida y de amor: El amor del Padre engrendra al Hijo, y del amor del Padre y del Hijo, procede el Espíritu Santo. Y por amor, el Hijo es enviado al mundo, y se hace hombre en el seno virginal de María. Hemos de preguntarnos si éste es el modo como cada uno de nosotros entendemos y vivimos a Dios. Sobre todo en nuestra vida diaria, personal y familiar, comunitaria y eclesial, en la alegría y en el dolor, en la dificultad y en el gozo, o en el modo de vivir a Dios, cuando nos dirigimos a él, cuando oramos y rezamos.
Dios es amor. Este es y debe ser nuestro modo de conocer y de vivir a Dios, de relacionarnos con El. Todo lo que no sea entender y vivir nuestra fe como una adhesión al Dios que es Amor y como una relación con el Dios que es Amor, será un modo erróneo y deformado de entender y vivir nuestra fe cristiana. Y la Iglesia, nuestra Iglesia diocesana y su concreción en cada comunidad parroquial, debe ser la comunidad donde esto se afirme, donde esto se viva, donde esto se predique y comunique.
Dios no sólo es amor, sino que nos ama. “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo” (Jn 15, 9). No somos nosotros los que amamos primero. Es él el que nos ha amado, anticipándose a nosotros. Y lo ha demostrado en toda la historia, en la Mare de Déu, en nuestra historia personal, sobre todo en su momento central, cuando envió a Cristo Jesús, su Hijo.
Cristo Jesús es rostro de Dios amor: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”. En Cristo vemos el amor de Dios. Cristo nos muestra su amor: “Ya no os llamo siervos, os llamo amigos”. Y lo puede decir en verdad, porque es el que mejor ha hecho realidad esa palabra: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. El Cristo de la Pascua, el Cristo entregado a la muerte y resucitado a la vida, es el que puede hablar de amor. La mejor prueba del amor de Dios la tenemos precisamente en la Pascua de Resurrección: ha resucitado a Jesús y en él a todos nosotros, comunicándonos su propia vida, una vida que va más allá del dolor y del umbral de la muerte. Una vida que plenifica. Por amor, Dios nos llama a la vida, y vida en plenitud.
Como consecuencia del amor que Dios nos tiene en su Hijo, Jesús nos pide: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Una conclusión que parece que rompe la lógica, porque se podría suponer que acabara de otro modo: si Dios os ama, si yo os he demostrado mi amor, responded vosotros con vuestro amor a Dios y a mí. Y sin embargo, la conclusión de Jesús es otra: “Amaos unos a otros”. Porque sólo el que ama a los demás “ha nacido de Dios”, sólo el que ama “conoce a Dios”. El amor entregado y recibido de Dios en su Hijo Jesucristo nos implica en su dinamismo a cada uno de nosotros. Debe convertirse en nuestra entrega: “Amaos unos a otros como yo os he amado”, con una atención activa y constante para no dejar prevalecer la naturaleza egoísta en nuestro modo de sentir, pensar, hablar y obrar. No es fácil pero para eso se nos ha dado el Espíritu.
Al final de nuestros días nos examinará del amor, especialmente de nuestro amor a los enfermos. “Venid benditos de mi Padre,.. porque estuve enfermo y me visitasteis”. Es lo que hemos de vivir en todos los aspectos de nuestra vida personal y comunitaria. Un aspecto primordial en la vida del cristiano y de toda comunidad cristina es la atención, el cuidado, la ayuda, en una palabra, el amor para con los enfermos. El mandamiento del amor tiene una aplicación peculiar, primordial, con aquellos de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la enfermedad. Son los que más necesitan nuestra compañía, ayuda y amor pero también con quien más nos cuesta. Por eso, hoy, pedimos especialmente por los enfermos. Por ellos y por nosotros: para que sepamos darles siempre y cada vez más todo nuestro amor.
Este día nos invita de nuevo a dirigir nuestra mirada a Cristo, para que, escuchando su palabra, nos sintamos impulsados hacia un renovado testimonio de amor en tantas situaciones de sufrimiento físico y moral del mundo de hoy. Hemos de hacer de los enfermos una prioridad de la acción pastoral y de la vida de cada parroquia. El servicio a los enfermos y a los que sufren ha sido siempre una parte integrante de la misión de la Iglesia, ya que forma parte de su entraña salvífica y evangelizadora; los enfermos han de ocupar, por tanto, un lugar prioritario en la vida y misión de todas nuestras comunidades cristianas. Es en el territorio de la parroquia donde viven la mayor parte de los enfermos y aquellas otras personas que, junto con ellos, son los principales destinatarios y agentes de la acción pastoral. Toda comunidad cristiana está llamada a encarnar el modelo de salud ofrecido por Cristo a los hombres y mujeres de su tiempo. Esto pide de la comunidad cristiana sentirse salvada y sanada en su interior, experimentar el gozo de la salvación y comprobar que la fe, la esperanza y el amor son saludables. Toda comunidad cristiana ha de acoger y no excluir, porque abre a todos la mesa del Pan y de la Palabra, y ser creativa en el servicio a los enfermos, como lo es el amor.
El dolor y la enfermedad forman parte del misterio del hombre en la tierra. Es justo luchar contra la enfermedad, porque la salud es un don de Dios. Pero es importante también saber leer el designio de Dios cuando el sufrimiento llama a nuestra puerta. Y es cristiano dirigirse a El en la ancianidad y en la enfermedad para pedirle la salud integral, espiritual y corporal si así son los planes del Señor, como lo vamos a hacer esta tarde con el sacramento de la unción. Miremos la cruz del Señor. El Verbo encarnado acogió nuestra debilidad, asumiéndola sobre sí en el misterio de la cruz. Desde entonces, el sufrimiento tiene una posibilidad de sentido, que lo hace singularmente valioso. Desde hace dos mil años, desde el día de la pasión, la cruz brilla como suprema manifestación del amor que Dios siente por nosotros. Quien sabe acogerla en su vida, experimenta cómo el dolor, iluminado por la fe, se transforma en fuente de gracia, de esperanza y de salvación.
A María, Salud de los enfermos y Consuelo de los afligidos, le encomendamos hoy, a todos los que sufren la falta de salud; ella es la Madre solícita y compasiva de la humanidad que sufre. Bajo su protección maternal ponemos a todos cuantos trabajan en el mundo de la salud. Bajo su manto protector ponemos también el servicio desinteresado de tantos sacerdotes, religiosos y laicos comprometidos en el campo de la salud, que atienden generosamente a los enfermos, a los que sufren y a los moribundos.
¡Acerquémonos, hermanos, con corazón bien dispuesto al sacramento de la Unción y a la mesa de la Eucaristía! ¡Acojamos a Cristo, nuestro Salvador, alimento de vida cristiana y fuente de comunión con Dios y con los hermanos! Él nos fortalece y nos envía a ser testigos de su amor y de la esperanza que no defrauda. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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