El ciego Bartimeo
El evangelio de este Domingo nos ofrece la escena de la curación del ciego Bartimeo. Jesús está de camino hacia Jerusalén, donde entregará su vida hasta la muerte en rescate por todos. Al salir de Jericó, acompañado por sus discípulos y bastante gente, encuentra a Bartimeo sentado al borde del camino pidiendo limosna. Bartimeo es un hombre en la sombra, un hombre solo, un ciego sin luz y sin camino, una persona en la periferia de la vida. La noticia del paso de Jesús hace renacer en él la esperanza y grita para atraer la atención del Maestro, invocándole con el título mesiánico de «hijo de David». De este modo profesa su fe en que el Mesías está presente y puede salvarle. Se confía totalmente a él, mendigando su misericordia: «!Ten compasión de mi¡». Los reproches de muchos no sirven para hacerle callar: él sabe que si deja pasar esta ocasión única no le quedará otra cosa que quedar en la oscuridad para siempre.
Entonces «Jesús se detuvo». Jesús sabe meterse hasta lo más hondo del sufrimiento del ciego y conoce el vislumbre de fe en su corazón. «Llamadlo». El entusiasmo del pobre ciego es conmovedor: da un salto olvidándose de todo miramiento humano. «¿Qué quieres que haga por ti?», le pregunta Jesús. «Maestro, que pueda ver», le contesta el ciego. Jesús puede colmar el deseo más profundo del corazón del hombre. A la súplica del ciego le corresponde el milagro: «Anda, tu fe te ha curado». Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino. Jesús reconoce la fe de Bartimeo, condición indispensable para que pueda manifiestarse su poder divino. Y la fe lleva a la visión al que antes había creído sin ver; y después, corroborada por la experiencia viva del encuentro con Jesús, se hace discípulo suyo y decide seguirle por el camino que le lleva hacia la pasión y la gloria.
Bartimeo es también un símbolo de todos los hombres que desean ver, caminar y vivir; y es, sobre todo, un símbolo para todos en tiempos de crisis, de oscuridad, de desorientación. Bartimeo es un símbolo para el hombre que, a pesar de todo, busca y sigue buscando el norte en su vida. Y junto al hombre que busca, al fin pasa la Vida y la Luz y el Camino, pasa Jesús. Y con Jesús, el hombre se encuentra a sí mismo y se encuentra su lugar en el laberinto de la vida.
No es difícil creer; lo difícil es amar, confiar y fiarse. A veces nos encerramos en la dificultad de creer, aduciendo crisis de fe, dificultades para creer u otras excusas. Pero todos los problemas de la fe se reducen a problemas de amor; el amor es lo difícil, porque es lo más sorprendente. Y el amor es lo único necesario. Porque sin amor el hombre queda al borde del camino, queda en la oscuridad, queda solo, sin camino, sin luz, sin vida, queda sin Dios. La fe no es otra cosa que luz, camino y vida. El egoísmo narcisista reduce al hombre a sus propios deseos e intereses, le cierra los ojos y el corazón, lo paraliza al margen del camino. El hombre que vegeta en su egoísmo tiene un corazón demasiado estrecho para acoger al prójimo, demasiado estrecho para recibir a Dios. El egoísta no ve al hombre que vive a su vera, ni escucha al que grita a su lado, por eso tampoco puede ver ni escuchar a Dios. Para llegar a la fe y perseverar en la fe, para sentir a Dios cerca del corazón y escuchar el susurro de su voz, hace falta romper las barreras del egoísmo, salir fuera de sí y emprender el camino hacia los demás, y así el camino para el encuentro personal con Cristo Jesús. Este encuentro nos llevará al seguimiento de Jesús con el resto de los discípulos. Bartimeo, apenas recobrada la vista, echó a andar. Antes permanecía sentado, parado, extraviado; ahora no puede permanecer inmóvil y camina con Jesús. Así el creyente. La dificultad de la fe no es otra que nuestro egoísmo, nuestra suficiencia, nuestro narcisismo. Porque la fe es apertura, encuentro, aceptación. Que el Señor ilumine los ojos de nuestro corazón y nos dé la fuerza para recorrer, detrás de él, el camino de la Vida.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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