Conversión al amor a Dios y al prójimo
La cuaresma propicia y pide nuestra conversión al amor de Dios y al prójimo. Esta conversión, si quiere ser sincera, implica abandonar todo aquello que, por acción u omisión, nos separa del amor de Dios y del amor a Dios y al prójimo, es decir, nuestros pecados. Condición indispensable para ello es reconocer con humildad nuestra condición de pecadores y confesar nuestros pecados.
Hay muchos cristianos que ya no se acercan al Sacramento de la penitencia, porque piensan que no tienen de qué confesarse. Cabría preguntarse, si es que los cristianos de hoy somos más santos que los de ayer. La razón fundamental de esta situación ya fue señalada hace años por Pío XII cuando dijo: «Quizá el mayor pecado del mundo de hoy consista en el hecho de que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado».
Hoy tenemos necesidad de volver a escuchar, como dirigida personalmente a cada uno, la advertencia del apóstol Juan: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1, 8). Bien podemos afirmar que el verdadero peligro para el hombre y el cristiano de hoy es la ausencia de una conciencia de responsabilidad y de culpa, que es tan peligrosa como la ausencia del dolor cuando se está enfermo. A nadie le gusta el dolor. Pero hemos de agradecerlo cuando estamos enfermos. Gracias a él percibimos que algo no funciona en nuestro organismo. Y por eso vamos al médico que diagnostica, que receta, que cura.
El sentido del pecado camina en paralelo con el sentido de Dios. Cuanto más presente está Dios en el corazón de una persona, más conciencia hay de pecado. Cuanto menos presente está Dios, menos sentido se tiene del pecado. Esto lo vemos, a todas luces, concretado en la vida de los santos que, cuanto más se acercaban a Dios, más frágiles y débiles se sentían. Y es que Dios es como una luz potente que al entrar en una habitación permite ver con objetividad cuanto en ella se contiene: las cosas de valor y lo que no vale nada y también lo que afea el inmueble.
El pecado es primordialmente un rechazo del amor de Dios. Ocurre cuando empujados por el maligno y arrastrados por nuestro orgullo, abusamos de la libertad que nos fue dada para amar y buscar el bien, negándonos a seguir los caminos de Dios. Ocurre cuando en lugar de responder con amor al amor de Dios, nos enfrentamos a Él como a un rival, haciéndonos ilusiones y presumiendo de nuestra propias fuerzas, con la consiguiente ruptura de nuestra comunión con Aquel que nos creó por amor a la vida y nos incorporó a su vida en el Bautismo. Ocurre, en definitiva, cuando no cumplimos sus mandamientos, que se resumen en amar a Dios y amar al prójimo. Tanto más y mejor entenderemos que el pecado es un rechazo del amor de Dios cuanto más y mejor comprendamos la grandeza del amor de Dios para con nosotros.
Dios nos ama inmensamente. Desde toda la eternidad ha pensado en nosotros. Cuando Dios ama, lo hace con tal fuerza que da la vida. La explicación de nuestra existencia es el amor que Dios nos tiene. Él nos creó a su imagen y semejanza: inmortales, llenos de gracias y de dones; y lo hizo para la vida eterna en amistad y comunión con Él. El pecado es el desprecio del hombre al amor con que Dios nos creó, con el que nos mantiene en la existencia. Hay quienes no comprenden la malicia del pecado porque son incapaces de mirar a Dios y de acoger su vida y su amor.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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