Domingo de Ramos
Segorbe, S.I. Catedral, 1 de abril de 2007
Hoy, Domingo de Ramos, comenzamos el camino espiritual de la Semana Santa. La llamamos ‘santa’ porque en ella celebramos los misterios santos de nuestra redención: la pasión, la muerte y la resurrección del Señor. Un año más, la Iglesia nos convoca a conmemorar, contemplar y celebrar con fe viva esta verdad central de nuestra fe: el misterio pascual, el ‘paso’ confiado de Jesús hacia el Padre; el paso del Señor a la Vida a través del dolor y de la muerte.
La liturgia de este domingo nos ofrece, con fina y sabia pedagogía, una síntesis anticipada del misterio pascual. En la procesión hemos recordado la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y en las lecturas hemos contemplado al Siervo de Dios, que sufre y muere para pasar al triunfo pascual. Jesús, el Mesías y Rey triunfante y doliente, es aclamado y escarnecido a un tiempo: son las dos caras del misterio pascual. En la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén se anticipa su triunfo definitivo sobre el pecado y sobre la muerte en la pascua de resurrección. Hoy inauguramos la celebración de la Pascua, el paso de las tinieblas a la luz, de la humillación a la gloria, del pecado a la gracia y de la muerte a la vida.
La palma del triunfo y la cruz de la pasión no son una paradoja, ni un contrasentido. Son, más bien, el centro del misterio que creemos, proclamamos y actualizamos. Jesús se entrega voluntariamente a la pasión, afronta libremente la muerte en la cruz y, en su muerte, triunfa la vida. Atento a la voluntad del Padre, comprende que ha llegado su “hora”, y la acepta con la obediencia libre del Hijo y con un infinito amor a los hombres: “Sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1).
En la lectura de la pasión según san Lucas hemos revivido las escenas de la pasión y muerte de Jesús, el siervo doliente de Yahvé: su sufrimiento físico y moral, el beso de Judas, el abandono de los discípulos, el proceso en presencia de Pilato, los insultos y escarnios, la condena, la vía dolorosa y la crucifixión. Y, por último, el sufrimiento más misterioso: “Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”. Un fuerte grito, y la muerte.
El prefacio de la Misa nos dará el sentido, la razón y el fin de la pasión y muerte del Señor: “(Cristo), siendo inocente, se entregó a la muerte por los pecadores, y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales. De esta forma, al morir, destruyó nuestra culpa, y al resucitar, fuimos justificados”. El Siervo de Dios, como había dicho el profeta, no se resistió ni se echó atrás, ofreció la espalda a los que lo golpeaban y no ocultó su rostro a insultos y salivazos (cf. Is 50, 4-7).
A la luz de la resurrección descubriremos que la muerte de Cristo no es el final, descubriremos que la vida se afirma con la entrega sincera de sí hasta la muerte por los demás, por Dios. Jesús no ha entendido ni vivido su existencia terrena como una existencia centrada en sí mismo, como una búsqueda del poder y del tener, como el afán de éxito o la voluntad de dominio sobre los demás. Al contrario, Jesús renuncia a los privilegios de su igualdad con Dios, asume la condición de siervo, se hace semejante a los hombres y obedece al proyecto del Padre hasta la muerte en la cruz. Así nos ha dejado a todos sus discípulos una enseñanza muy valiosa: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24).
La pasión del Señor nos exhorta a mirar una vez más y a contemplar con verdadero corazón compasivo a Cristo que sufre. Sólo así podremos percibir el fondo de la pasión de Jesús, la raíz de su sufrimiento y la novedad que brota de él. Jesús, el siervo de Dios Padre, ha sentido como nadie el dolor moral que pesa sobre las espaldas de la humanidad. Él ha descendido por peldaños de injuria y hostilidad hasta el mismo fondo absurdo y ciego del mal que los hombres infligen a los hombres. Él ha asumido todo ese mal, lo ha hecho suyo y lo ha convertido en vida y oración ante el Padre.
En un acto de entrega total, consciente, libre y voluntaria, en plena obediencia y fidelidad al plan de Dios en favor de los hombres, ha restaurado la vida. Contemplemos a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, colgado en la cruz, entre el cielo y la tierra, entre Dios y la humanidad. Abiertos los brazos en actitud de plegaria, Jesús muere mostrándonos su alma de Hijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Con los brazos extendidos en la cruz, como abrazando a toda la humanidad doliente, muere intercediendo por ella: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
En el Hijo de Dios Crucificado podemos entrever a todos los inocentes crucificados de la historia, a las victimas de la violencia verbal y física, a las víctimas de la mentira y de la injusticia, a las víctimas de los señuelos de un mundo feliz y del progreso al margen de Dios, a los rechazados e injuriados, a las víctimas del aborto, de la investigación con embriones o de la eutanasia, de los actos terroristas y de las guerras, a las víctimas de la manipulación de los poderosos, a los eslavos de sus propias pasiones. En este Jesús doliente, todas las calamidades de la historia humana han sido transidas de un nuevo sentido redentor. Porque realmente Jesús triunfa en la Cruz y su triunfo es nuestro triunfo. En la cruz, Cristo destruye el mal más profundo y su raíz, el pecado. Con la entrega de su vida por amor ha desbloqueado nuestra incapacidad para amar y perdonar de verdad, para vivir desde la verdad, dignidad y libertad de los hijos de Dios. Jesús tendido en la cruz ha rehecho los puentes del diálogo entre el Padre y los hijos dispersos, y de los hombres entre si. En la Cruz, Cristo nos ha reconciliado con Dios y entre nosotros. Y el Padre lo ha resucitado victorioso, lo ha acogido con alegría como el primero de muchos hermanos; y en Él todos hemos sido ya acogidos y resucitados.
Dispongámonos a celebrar con la disposición debida estos días santos y a contemplar la obra maravillosa realizada por Dios en la humillación y en la exaltación de Cristo (Filp 2, 6-11). Recordar y celebrar el misterio central de nuestra fe cristiana lleva consigo nuestro compromiso de actualizarlo en la realidad concreta de nuestra vida. Significa reconocer que la pasión de Cristo prosigue en los dramáticos hechos que también en nuestra época afligen y esclavizan a tantos hombres y mujeres en todos los rincones del planeta.
El misterio de la Cruz y de la Resurrección nos asegura, sin embargo, que el odio y la violencia, la mentira y la injusticia, la esclavitud y la muerte no tendrán la última palabra en la historia humana. La victoria definitiva es de Cristo. Tenemos que volver a empezar desde Él, si queremos construir para todos un futuro de paz y de justicia, de libertad y de verdad, de reconciliación y de amor.
Celebremos estos días en contemplación meditativa. En ellos se hace presente todo lo más grande y profundo de nuestra fe cristiana. Participemos con verdadero fervor y bien dispuestos en las celebraciones litúrgicas, en los actos de piedad y en las procesiones. Que nuestra participación en los actos litúrgicos nos adentre en un renovado despertar de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestra caridad. Que esta Semana Santa avive nuestra fe y vida cristiana personal, familiar y social. No caigamos en la tentación de quedarnos en lo superficial o en un sentimiento pasajero.
Y ahora, en esta Eucaristía, sintámonos Iglesia reunida en torno a Cristo que “sube a Jerusalén”: como entonces Él viene a nuestro encuentro. Aclamémosle como Rey pobre, pacífico y universal; acojámosle, a El que viene en nombre del Señor; recibámosle como Pan de Vida partido y entregado por nosotros. Y, alentados por esta prenda de victoria, mantengámonos en estos días despiertos y atentos en expectación de la madrugada de Pascua. Que María, la Virgen, nos acompañe en el camino de la pasión y de la cruz hasta el sepulcro vacío para encontrar a su Hijo divino resucitado.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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