Fiesta del Cristo de la Sed de Gaibiel
Iglesia Parroquial de Gaibiel, 3 de septiembre de 2007
Un año más celebráis con gran alegría la fiesta del Cristo de la Sed. Agradezco de corazón vuestra invitación; me alegra poder celebrar este año esta fiesta con vosotros y, sobre todo, poder comprobar la profunda devoción que sigue teniendo Gaibiel al Santo Cristo. Una devoción, que año tras año expresáis en este primer lunes de septiembre. Los actos populares y otras costumbres, añadidas a la Fiesta a lo largo de los siglos, no pueden hacernos olvidar cuál es el centro de nuestra celebración de hoy. Y este centro no es otro sino Jesucristo, principio y fin de todas las cosas.
Porque bien pudiera ocurrir, que nuestra devoción al Cristo quedase reducido a una bella tradición; que todo se centrase en lo adicional y en lo superficial. Sólo si nuestra fiesta está anclada en una fe viva en Cristo Jesús, el Señor muerto y resucitado, se mantendrá también viva vuestra devoción, y ésta será fuente permanente de vida cristiana para todos nosotros y de esperanza para vuestro pueblo. Nada hay que signifique más para un cristiano y para una comunidad cristiana que la experiencia y vivencia de la fe en Cristo. Toda la vida de un cristiano y de una comunidad cristiana, en efecto, pende y deriva de su fe. Por eso hoy nos recuerda el salmista: «No olvidéis las acciones del Señor». Y, si somos consecuentes y fieles con la tradición de nuestros antepasados, hemos de reconocer, ante todo, la acción y el apoyo de Dios en vuestra historia a través del Santo Cristo de la Sed.
Sí, hermanos y hermanas: En el centro de nuestra celebración está Cristo, clavado en la Cruz. Y la Cruz es la manifestación suprema del amor de Dios hacia el hombre, hacia todos y cada uno de nosotros. ‘Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna», leíamos en el Evangelio de San Juan (3, 15).
En la Cruz, Cristo nos manifiesta el verdadero rostro de Dios. Un Dios que es Amor infinito, eterno y fiel. Un Dios que nos ha llamado a la existencia, que nos ha creado a su imagen y semejanza, y que nos invita a participar de su misma vida. Un Dios que no nos abandona, cuando en uso de nuestra libertad rechazamos su amistad y su amor. Al contrario: es un Dios que envía a su mismo Hijo, para recuperarnos del mundo de las tinieblas y de la muerte.
En la Cruz está clavado el Hijo de Dios. El ha asumido nuestra naturaleza humana, se ha despojado de su rango, ha tomado la condición de esclavo y se he hecho uno de tantos; el Hijo de Dios se ha unido a todos nosotros, ha compartido nuestro destino, hasta la muerte y una muerte de cruz. En la Cruz de Cristo está nuestra redención, nuestra Salvación, porque la muerte no es final. Cristo vive, porque ha resucitado. Dios lo ‘levantó sobre todo y le concedió el ‘Nombre-sobre-todo-nombre’. Venid y adorémosle; proclamemos juntos ‘Jesucristo es el Señor”, él es nuestra Salvación.
En la Cruz, el Dios-Hijo sufre por amor hacia todos para devolvernos a la vida y al amor de Dios. Dios hace suyos nuestros abandonos y desvaríos, nuestro dolor, nuestro pecado y nuestra muerte. Dios no nos deja solos en la noche oscura de este mundo, en nuestras dudas y desesperanzas, en las tiniebla del sufrimiento, del dolor y de la muerte. En Cristo, Dios mismo, nos busca y sale nuestro encuentro en su mismo Hijo, porque nos ama y nos sigue amando pese a que estemos alejados y extraviados de El por el pecado. Dios quiere para todo hombre la vida sin límites, inmortal y eterna.
En Cristo, Dios mismo nos manifiesta cuál es su plan sobre toda la creación y, en particular, sobre el hombre. Preguntas como qué somos y quiénes somos los hombres, de dónde procedemos y hacia dónde caminamos, cuál es el sentido de nuestra existencia y de nuestra historia, encuentran en Jesús su respuesta definitiva. En El, la Persona divina asume la naturaleza humana, se hace hombre en todo semejante a nosotros menos en el pecado, y devuelve a la descendencia de Abrahán la semejanza divina deformada por el pecado; en El, el ser humano es elevado a la dignidad de ser hijos en el Hijo (TMA 4).
Hoy, mirando al Santo Cristo podemos preguntarnos ¿Cómo está nuestra fe en Dios y en su Hijo Jesucristo? ¿No es verdad que también nosotros, hijos amados de Dios por el bautismo, vivimos con frecuencia como si Dios no existiera? Es posible que nos dejemos arrastrar por la mentalidad del hombre secularizado, y rechacemos de hecho nuestra condición de hijos amados por Dios. Con harta frecuencia nos avergonzamos de nuestra condición de cristianos, o, a lo sumo, relegamos nuestra fe cristiana a momentos puntuales de culto, sin ninguna incidencia en nuestra vida: en la vida personal y ciudadana, en la vida matrimonial y familiar, en la vida cultural y social o en la educación de los niños, de los adolescentes y de los jóvenes.
Como ocurriera al Pueblo de Israel en el desierto, también nosotros, extenuados del camino, nos alejamos de Dios y de su Cristo, de su Palabra, de sus Sacramentos, nos alejamos de la comunidad de los creyentes, de su Iglesia. Si somos sinceros confesaremos que también nosotros, apartados de Cristo, intentamos saciar nuestra sed de verdad y de vida en fuentes contaminadas, incapaces de saciar nuestra sed felicidad y de salvación.
Hoy en el Cristo de la Sed, Dios sale una vez más a nuestro encuentro, porque nos ama. ‘Con amor eterno te he amado’ (Jer 31,3), ‘te he recogido en mis mas brazos’ (Sal 131,2), y aunque una madre se olvidara de su hijo, yo no me olvidaré de ti”. A los pies de este Cristo podemos descubrir que Dios es Amor por nosotros, porque es Amor en sí mismo. Un Dios que nos ama con un amor siempre nuevo y personal, con un amor impelido hasta el límite del infinito dolor de la cruz, un amor que nos sigue amando y buscando pese a nuestros rechazos, desvaríos y desatinos.
“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3, 14). Cristo Jesús es la respuesta de Dios a nuestra sed de verdad, de vida, de amor y de felicidad. Cristo no nos quita nada, Cristo nos lo da todo: nos da hasta su propia vida, para que tengamos vida. Cristo quiere saciar nuestra sed de vida, de felicidad, de libertad. Él es el Agua verdadera, no la superficial e inmediata de los valores fáciles de este mundo. Él es la verdad de Dios sobre sí y sobre el hombre, el amor verdadero, la felicidad plena. Jesucristo nos ofrece el don de Dios que llega al corazón del hombre, el agua para nuestro peregrinar por el desierto de la vida hacia la Pascua definitiva. No tengamos miedo. Abramos nuestro corazón a Cristo.
La historia de Israel y las palabras del Señor en el Evangelio nos deben interpelar en nuestra historia concreta y personal, en nuestra historia comunitaria, para dejarnos reavivar en nuestra fe en Cristo Jesús, muerto y resucitado para la vida del mundo. Porque Cristo ha dado su vida para que tengamos Vida. Quien de verdad se encuentra con Cristo, el Mesías, el Salvador, el Camino, la Verdad y la Vida, no sólo le sigue, lo acoge en su vida y se entrega a Él. Quien descubre a Cristo, se siente llamado a proclamar y a llevar a Cristo a quienes tienen sed del agua viva, de la Verdad, del Amor y de la Felicidad, para que en Él sacien su sed. Por ello un creyente no puede guardar silencio cuando se niega la verdad del hombre, creatura de Dios, y no se respeta la dignidad y la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. Por ello un creyente no puede callar cuando se niega la verdad esencialmente heterosexual del matrimonio y se pretende destruir la familia, destruyendo su núcleo fundamental.
“El que cree en Cristo tendrá vida eterna” (cfr. Jn, 3,14-17). El mundo tiene sed. Los niños, los adolescentes, los jóvenes y los adultos, nuestra sociedad siguen teniendo sed: sed de verdad pese al relativismo reinante, sed de amor pese al egoísmo imperante y sed de verdadera felicidad pese a los reclamos fáciles: en una palabra: nuestro mundo tiene sed de Dios. A los discípulos de Jesús, a los que hallan la vida sin contaminar en Cristo, en el amor de Dios derramado en su corazón por el don del Espíritu, les corresponde hoy devolver al mundo la verdadera esperanza. Pero esto no se consigue haciendo promesas sino creyendo en Cristo y en su Promesa, y dejándose conducir por el Espíritu de Cristo. No se consigue manipulando y explotando las necesidades humanas, sino compartiendo estas necesidades en la verdad, solidaria y esperanzadamente.
Hoy nosotros acudimos al Santo Cristo, al estilo del pueblo de Israel, que después de haberse visto acosado por las mordeduras venenosas de las serpientes clavan su mirada ante la serpiente de bronce para verse liberados de la enfermedad.
Sin este Cristo, al que amáis, vuestra vida estaría falta de sentido. En él están clavados todos nuestros gritos, nuestros agobios, pecados y dificultades tan variadas y tan complicadas. Al amor misericordioso de Dios, manifestado en la Cruz, encomendamos a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes, a nuestros matrimonios y a las familias, a los mayores, a los enfermos ya los necesitados, a todo el pueblo de Gaibiel.
Ruego a la Virgen María, que se mantuvo fiel a su Hijo Jesucristo, que nos ayude a ser valientes en los momentos de dificultad en nuestra fe, en los momentos de sufrimiento y de dolor. Ella que es intercesora y mediadora nos llevará también a Cristo: El es nuestra Verdad, es nuestra Esperanza, El es nuestra Salvación. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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