Fiesta de la Presentación del Señor
Capilla del Hospital Provincial – 2 de febrero de 2009
Amados hermanos y hermanas en el Señor. Os saludo en especial a vosotros, queridos consagrados y consagradas, en la Fiesta de la Presentación del Señor, en que celebramos la Jornada de la Vida Consagrada. Unidos a toda la Iglesia, nuestra Iglesia diocesana alaba y da gracias a Dios por todos vosotros y por todas vosotras, por la diversidad de carismas de vuestros institutos, que son verdaderos dones del Espíritu Santo con los que Dios enriquece de un modo inestimable a nuestra Iglesia. Con vosotros y vosotras oramos también al Señor para que por la fuerza del Espíritu os mantengáis fieles a vuestra consagración siguiendo a Cristo obediente, virgen y pobre en los diversos caminos de la consagración.
La Liturgia de la Fiesta de la Presentación del Señor tiene un tono gozoso por la primera entrada de Cristo en el templo y, al mismo tiempo, un tono sacrificial porque viene para ser inmolado para la redención de los hombres. La presentación de Jesús en el templo es el primer anuncio de lo que será su verdadera “entrada” salvadora en el Templo, su muerte y su resurrección. El Hijo de Dios, al encarnarse, quiso “parecerse en todo a sus hermanos” (Hb 2,17), los hombres, menos en el pecado. Sin dejar de ser Dios, se hizo verdadero hombre con los hombres, entró en la historia humana y compartió en todo nuestra existencia, menos el pecado. Dios salva a los hombres realizando sus promesas, pero no desde la lejanía, sino insertándose en la historia humana. El Salvador se hace uno de los nuestros: asume nuestra misma naturaleza, sufre y muere como cualquier hombre, y vive esta vida de comunión con los hombres como una ofrenda consagrada a Dios, en fidelidad a la misión recibida del Padre y obediente a su voluntad hasta la muerte.
“Mis ojos han visto a tu Salvador… luz para alumbrar a las naciones…” (Lc 2, 30, 32), hemos escuchado en el Evangelio. Con estas palabras, el anciano Simeón proclama quién es aquel Niño: Jesús es el Salvador prometido y esperado. El es la Luz de Dios, que alumbra a las naciones, la Luz de Dios para la humanidad. Jesús manifiesta a los hombres el verdadero rostro de Dios: Dios, que es vida y amor, crea al hombre por amor para hacerle partícipe de su misma vida divina, comunión de vida y de amor. Cristo revela al hombre su verdadero rostro, su origen y su meta, y el camino para lograr la verdadera humanidad. Como Simeón o Ana hay que tener la mirada y el corazón bien abiertos, para ver en Jesús, la respuesta de Dios a la milenaria búsqueda de los hombres, la búsqueda de sentido, de amor, de vida y de felicidad.
Cristo es la Luz que salva. La carta a los hebreos formula nuestra fe cristiana: Cristo por su muerte nos libera del pecado y de la muerte, que nos hacían esclavos del pecado. Con frecuencia nos atenaza el miedo en nuestra vida; el miedo, sobre todo, a acoger a Dios en nuestra vida, a acoger su plan y su voluntad sobre cada uno de nosotros; tenemos miedo a entregarnos a Dios con alma, mente y corazón. En la raíz de todos nuestros miedos está el temor de la muerte, el temor a no alcanzar la vida, la felicidad. Un temor que nos lleva a mendigar seguridades al margen de Dios, a buscar la vida lejos de El, que es la Vida y el Amor. Y así acabamos esclavos de todo lo que pretende darnos una seguridad imposible; cerrados a Dios y al hermano, en nuestros limitados horizontes egoístas, en el afán desordenado de autonomía personal al margen del designio del creador, o de nuestro egoísmo en el goce y de posesión de bienes materiales. A partir de esta esclavitud se comprenden todas nuestras esclavitudes humanas. Los intentos de liberación humanos que no vayan a esta raíz no harán sino cambiar el sentido de la esclavitud.
Jesucristo es el Salvador precisamente porque ha ido más allá de proyectos y teorías humanas. Él mismo, obediente al Padre por amor, ha pasado por el sufrimiento y la muerte, por la entrega total de su cuerpo y de su espíritu al Padre, para recuperarnos la Vida de Dios; muriendo y resucitando vence a al pecado y a la muerte, y nos libera del miedo a la muerte. Liberados del pecado y de la muerte en Cristo, todos podemos ser libres, todos podemos vivir la libertad de los hijos de Dios en la obediencia al designio de Dios, en el amor gratuito y oblativo, en el abandono a su providencia. En la oblación perfecta con Dios, podremos amar a Dios y a los hombres, vivir en la comunión de vida trinitaria y en la comunión fraterna con los hermanos. En Cristo podemos esperar sin miedos y sin necesidad de buscar seguridades humanas, que serán siempre limitadas.
Cristo Jesús será como una bandera discutida (cf. Lc 2, 34-35). En la raíz de la oposición hacia Jesús está un corazón cerrado a la luz de Dios, un corazón esclavo, que, buscando la seguridad en sí mismo, hace imposible la verdadera vida. Ante Cristo queda clara la actitud de muchos corazones. La condena a muerte de Jesús es la reacción negativa ante unas palabras que hablaban de amor, de misericordia y de apertura a todos, también a los paganos. Esto se repetirá en la historia y se repite en el presente, donde ante la verdad, que es Jesucristo, se alzan críticas, incomprensiones y rechazos, simples justificaciones de la propia seguridad, humana e insegura.
Pero Jesús es el Ungido de Dios; él lleva a cabo las promesas de Dios y las expectativas de los hombres de modo inesperado, pero del modo más humano posible: haciéndose uno de nosotros, en todo fiel y obediente a la voluntad de Dios y en su entrega a Él hasta la muerte. Jesucristo es la Luz para todos los hombres. El sale a nuestro encuentro y desea encontrarse con cada uno de nosotros para mostrarnos el camino hacia Dios y hacia el hermano, para darnos la comunión de vida con Dios, base de la comunión fraterna. Esta es la vocación y misión de la Iglesia: Ser portadora de la Luz de Cristo, ser presencia suya, de su Evangelio y de su obra redentora entre los hombres y mujeres de todos los tiempos; ser, en una palabra, misterio de comunión y misión, ámbito de unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí.
El lema de la Jornada de la Vida Consagrada en este año paulino nos recuerda que, vosotros, queridos consagrados y consagradas, estáis llamados, como Pablo, a manifestar que vuestra vida es Cristo; a ser testigos del amor de Dios en el mundo. “Si tu vida es Cristo, manifiéstalo (Filp 1,21). Los consagrados, testigos del amor de Dios en el mundo”.
En San Pablo, los consagrados podéis encontrar los rasgos vitales de alguien que ha entregado su persona, su vida entera y su tiempo, en una palabra, todo su amor a Jesucristo. El testimonio de San Pablo es un ejemplo para todos vosotros, consagrados y consagradas: su amor apasionado por Jesucristo, su celo misionero para que Cristo, muerto y resucitado para la vida del mundo, llegue a todos, su afán para que el Evangelio sea conocido por todas las gentes, y su inquebrantable amor a la Iglesia, hacen de él un ejemplo en el seguimiento del Señor en todos los carismas.
En este día, en que conmemoramos la ofrenda del Señor y de su persona en el Templo, vosotros consagrados y consagradas, renováis vuestra consagración: queréis que toda vuestra existencia, como la de Cristo, sea una ofrenda constante a Dios para la salvación del mundo. El amor del Padre os ha enriquecido con una vocación santa. La misericordia de Cristo, Esposo, os ha consagrado para ser en la Iglesia y en el mundo signo del amor de Dios en la comunión fraterna y comunitaria.
El alma de la vida religiosa es tener a Cristo como plenitud de la propia vida. ¡Que toda vuestra existencia sea una entrega sin reservas a Él! Dejad que Cristo viva en vosotros y en vosotras. Vivid a Cristo y vivid en Cristo, obediente, virgen y pobre: amadle y seguidle dejándolo todo, seguid sin condiciones al Maestro, fiaros en todo momento de Él, dedicad toda vuestra vida, vuestro afecto, vuestras energías, vuestro tiempo a Jesucristo, y, en Él, al Dios y Padre de todos. Vivid esa entrega sin dejar que os perturbe ninguna duda ni ambigüedad sobre el sentido y la identidad de vuestra consagración.
Por vuestra vocación de especial consagración estáis llamados a expresar de manera más plena el misterio que hoy celebramos. Unidos en comunión íntima al Señor, Luz de los hombres, sed luz que, puesta en lo alto, alumbre las tinieblas de nuestro mundo y sea faro y norte a donde dirigir los pasos del hombre de hoy. No tengáis miedo a manifestar vuestra identidad con signos claros y manifiestos. No se enciende la luz para ponerla debajo del celemín. El hombre y la mujer actuales, nuestra misma Iglesia, necesitan testigos visibles del amor de Dios al mundo.
Vivid, sencillamente, lo que sois: signo perenne de la vocación más íntima de la Iglesia, recuerdo permanente de que todos estamos llamados a la santidad, a la perfección en el amor, a la comunión de vida y amor con Dios y con los hermanos: una llamada abierta a todos los hombres de todos los tiempos. Vosotros y vosotras habéis percibido que Cristo es el único Salvador y la Luz verdadera; habéis percibido que Cristo es la plenitud de vuestra propia vida y que toda vuestra existencia ha de ser entrega sin reservas a Él, obediente, virgen y pobre, al servicio de la Iglesia y de la sociedad.
Vivid con fidelidad creciente vuestra consagración al Señor. Sed fieles a Cristo y, como Él, hasta la muerte. Este es el núcleo de la vida consagrada, sea cual sea su carisma o su estado de vida concreto: la vida contemplativa o la activa en el servicio a la formación de niños, adolescentes o jóvenes, a la atención de lo enfermos o de los mayores, a la vida caritativa, social o parroquial. Esta es la fuente de vuestra vocación, de vuestra consagración, y también la fuente de gozo radiante y de alegría completa. Vivid con gozo vuestra consagración.
No sois extraños o inútiles en esta tierra, pero no podéis acomodaros a este mundo. Una Iglesia en la que faltara o palideciera el testimonio de la vida consagrada, estaría gravemente amenazada en su vocación y misión. Estáis en la vanguardia de nuestra Iglesia y en el corazón del mundo: en la oración y en la penitencia de los institutos contemplativos; en el anuncio de Cristo a quienes aún no le conocen, a los creyentes, a los tibios y a los alejados. Estáis en la escuela, en los hospitales, en los centros asistenciales, en la atención a los pobres y desvalidos del mundo. Vivid en todo la comunión con Dios en Cristo, la comunión fraterna con vuestros hermanos y hermanas de comunidad, y la comunión en la misión con el Obispo y la Iglesia diocesana, donde opera y actúa la única Iglesia de Cristo. El camino de la renovación de la vida religiosa y de su fecundidad apostólica es el de la comunión: el que traza la participación en la misma y única Eucaristía.
Que Maria, Virgen y Madre, la ‘esclava del Señor’, os ayude, ilumine, proteja y aliente. A su intercesión encomendamos nuestra oración por vosotros y por el don de nuevas y santas vocaciones a la Vida Consagrada. Que no falten entre nosotros el signo de la presencia de Cristo y testigos del amor de Dios al mundo. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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