Fiesta de la Sagrada Familia
Homilía en la Fiesta de la Sagrada Familia
Jornada de la Familia y la Vida
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Concatedral de Santa María, Castellón – 26 de diciembre de 2009
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(Si 3,2-6.12.14; Sal 127; Col 3,12-21; Lc 2.41-52)
Amados todos en el Señor!
El domingo de la octava de la Navidad celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia. La Navidad es la Fiesta del Amor de Dios: Dios se hace hombre por amor al hombre para hacerle partícipe de su vida y de su amor en el seno de una familia humana, la de Nazaret. Es en el seno de esta familia donde el Hijo de Dios, hecho hombre, fue acogido con gozo, nació y creció. Por ello, también la Iglesia en España celebra la Jornada por la familia y por la vida, que este año tendrá de nuevo su momento central en la Eucaristía que se celebrará mañana en la plaza de Lima en Madrid. También, nuestra Iglesia diocesana se unirá a esta gran fiesta de la Familia y lo hace ya hoy con esta Vigilia por la vida.
El evangelio de este domingo navideño nos sitúa ante una escena de la Sagrada Familia. José discreto, como siempre, Jesús en las cosas de su Padre y María guardando todas las cosas dentro de su corazón. Jesús, María y José tienen una palabra que decirnos. Han querido vivir divinamente la aventura humana de la familia. Como dice Benedicto XVI, “la revelación bíblica es ante todo expresión de una historia de amor, la historia de la alianza de Dios con los hombres: por este motivo, la historia del amor y de la unión de un hombre y de una mujer en la alianza del matrimonio ha podido ser asumida por Dios como símbolo de la historia de la salvación”.
Esta tarde, nuestra mirada se dirige, en primer lugar y antes de nada, a la Sagrada Familia de Nazaret. Un padre carpintero que cuidó de Jesús y le inició en las artes de su oficio. Una madre generosa y entregada, que guarda en el silencio de su corazón el tesoro de su experiencia de vida, basada y centrada en Dios. Un hijo que iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52).
La Familia Sagrada es un hogar en que cada uno de sus miembros vive el proyecto de Dios para cada uno de ellos: José, la vocación de esposo y padre, María, la de esposa y madre, y Jesús, la de Hijo, acogiendo en todo momento la voluntad de Dios-Padre. Un hogar donde Jesús pudo prepararse para su misión en el mundo; un hogar donde creció y se desarrolló humana y espiritualmente, “crecía en sabiduría, en estatura y en gracia, ante Dios y los hombres”, y así se preparó para la misión recibida del Padre Dios.
La Sagrada Familia es una escuela de amor, de acogida, de respeto, de diálogo, de comprensión mutua y de oración. Un modelo donde todos los cristianos y todas las familias cristianas podemos encontrar el ejemplo para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios, acogiendo y siguiendo la propia vocación recibida de Él. La felicidad de esta familia se basa en su total apertura a Dios. “Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos” (Sal 127). Poner en el centro de la familia a Dios, que es el Amor, nunca va en detrimento de la misma ni de sus componentes. Cuanto más abrimos nuestro corazón a Dios-Amor, más y mejor amamos y podemos amar a nuestros seres queridos; más fuerte se hace el amor y la unión entre los esposos y en la familia, más verdadero es el amor a los hijos.
La Sagrada Familia no tuvo fácil vivir el proyecto de Dios. Le tocó habitar en un mundo muy condicionado por proyectos ajenos al proyecto de Dios. El Hijo de Dios, ya desde el inicio de su andadura terrestre, tendrá que sufrir la inseguridad, la insidia, la hostilidad. Su vida será amenazada no sólo en el final de un calvario, sino ya desde el principio, cuando la palabra y los gestos de esta nueva criatura no parecerían presentar un problema a los poderes establecidos. La vida del Mesías era preciso controlarla, y ante la imposibilidad de esto, era mejor eliminarla o, al menos, censurarla.
Tampoco hoy es fácil acoger y vivir el Evangelio que el Hijo de Dios, la Palabra definitiva de Dios a los hombres, nos ofrece sobre el matrimonio, sobre la familia y sobre la vida en la tradición viva de la Iglesia. En Navidad, el Hijo de Dios, hecho hombre, nos muestra a Dios y su rostro amoroso; y, a la vez, nos muestra al hombre, su verdadero rostro, nuestro verdadero origen y destino, según el proyecto de Dios. En Jesús queda renovada la creación entera; el ser humano, hombre y mujer, y todas las dimensiones de la vida humana han sido desveladas e iluminadas en su sentido más profundo por el Hijo de Dios, y, a la vez, han quedado sanadas y elevadas.
En el Hijo de Dios han adquirido también su verdadero sentido el matrimonio y la familia, y el valor inalienable de toda vida humana, que es don y criatura de Dios, llamada a participar sin fin de su amor. Fiel al Evangelio del matrimonio y de la familia, la Iglesia proclama que la familia se funda, según el querer de Dios, sobre la unión indisoluble entre un hombre y una mujer, quienes, en su mutua y total entrega en el amor, han de estar responsablemente y siempre abiertos a una nueva vida y a la tarea de educar a sus hijos. Para quien se abre a Dios y a su gracia, es posible vivir el Evangelio del matrimonio abierto a la vida, y de la familia, centrada en Dios.
La familia, basada en el matrimonio, sigue siendo insustituible para el verdadero desarrollo de los esposos y de los hijos, y para la vertebración de la sociedad. Bien sabemos que en la actualidad esta familia está desprotegida; se favorecen otros tipos de uniones, incluso entre personas del mismo sexo, y se propugnan otros modelos de familia. Con todo ello, en el fondo se ataca y se destruye el matrimonio y la familia en su misma esencia y fundamento; se olvida que el matrimonio y la familia son insustituibles para la acogida, la formación y desarrollo de la persona humana y para la vertebración básica de la sociedad.
Los efectos de esta situación están a la vista: cada vez más falta amor verdadero en las relaciones humanas, se trivializan el amor y la sexualidad humana quedando reducidas a la genitalidad-animalidad, se debilitan las expresiones más nobles y fundamentales del amor humano –el amor esponsal, el amor materno y paterno, el amor filial, el amor entre hermanos-, desciende de forma dramática y alarmante la natalidad, aumenta el número de niños con graves perturbaciones de su personalidad y se crea un clima que termina frecuentemente en la violencia. Cuando el matrimonio y la familia entran en crisis, es la misma sociedad la que enferma.
Ayudados por la gracia, los matrimonios y las familias cristianas podéis ofrecer un ejemplo convincente de que es posible vivir un matrimonio de manera plenamente conforme con el proyecto de Dios y las verdaderas exigencias de los cónyuges y de los hijos. Éste es el mejor modo de anunciar la Buena nueva del matrimonio y de la familia.
Además y de modo dramático, entre nosotros se extiende también la llamada “cultura de la muerte”, que cuestiona la buena nueva de toda vida humana. En esta situación, los cristianos-católicos hemos de proclamar con fuerza la cultura de la vida: cada ser humano desde su concepción hasta su ocaso natural posee una dignidad inalienable por ser criatura de Dios. Nadie, ni nuestros legisladores ni la mujer embarazada ni ningún otro, son dueños de la vida humana concebida; es una falacia, es una aberración hablar del derecho al aborto; una injusticia –matar a un ser humano inocente- no puede nunca ser fuente de un derecho. Tampoco nadie es dueño de una vida humana debilitada por la edad o por la enfermedad. Todo ser humano ha de ser acogido, respetado y defendido por todos.
Terminado este año en que hemos orado especialmente por la vida, hemos de seguir orando por esta intención; es más, hemos de intensificar nuestra oración por la vida humana. Nuestra oración hecha con fe y confianza, con insistencia y perseverancia dará su fruto, porque Dios es un Dios de vida y no de muerte. Aunque a veces ante los poderosos de este mundo nos parezcamos a David frente a Goliat, nuestra fe en el Dios de la vida nos asegura que al final triunfará el bien sobre el mal, la vida sobre la muerte.
Juan Pablo II decía en 1997: “Una nación que mata a sus propios hijos es una nación sin futuro. Es necesaria, por consiguiente, una movilización general de las conciencias y un esfuerzo ético común, para hacer realidad la gran estrategia de la defensa de la vida”. ¡Qué sinceras y actuales son estas palabras aplicadas a la realidad española de hoy!
Ante la realidad innegable del número creciente de abortos, ante la ya inminente ampliación de la despenalización del aborto, ante la propaganda de la eutanasia activa y ante los innumerables embriones matados en aras de la ciencia, los católicos no podemos mirar hacia otro lado. No podemos callar; nos haríamos cómplices también con nuestro silencio. Es urgente nuestro compromiso efectivo en la promoción y la defensa de toda vida humana, en la acogida y en el respeto de la vida de cada ser humano: esta es la base de una sociedad verdaderamente humana y de un progreso verdaderamente humano. No se trata de imponer una perspectiva de fe, sino de defender los valores propios e inalienables de todo ser humano, accesibles a la recta razón, que el Estado ha de respetar y hacer respetar.
Este compromiso ha de ser personal, de nuestros matrimonios y de nuestras familias, de nuestras comunidades parroquiales, de toda nuestra Iglesia diocesana. Es urgente cambiar nuestros criterios y actitudes ante la vida humana y ante una vida nueva. ¿No es cierto que los mismos católicos con harta frecuencia nos dejamos llevar por la mentalidad ambiental, por los criterios y las actitudes al uso, y menospreciamos a quienes tienen más de dos o tres hijos? Urge formar a nuestros niños y adolescentes, sobre todo y en primer lugar en la familia, en una cultura del verdadero amor humano, de la sexualidad y del don de toda vida humana. De lo contrario, éstos quedan indefensos ante los slogans, que reducen la sexualidad a genitalidad y promueven la anticoncepción y el aborto.
Todos necesitamos además una seria formación en la doctrina moral de la Iglesia para formar rectamente nuestra conciencia. La doctrina moral de la Iglesia no ha pasado de moda, no es una antigualla, como tantas veces. La Iglesia es y sigue siendo experta en humanidad también en el ámbito del amor, de la sexualidad y de la vida, aunque tenga que nadar contra corriente. La situación nos urge, a todos y especialmente a los pastores, a exponer con total integridad la doctrina moral de la Iglesia católica sobre el Evangelio de la vida, para así ayudar a comprender, razonar y aceptar el valor y la belleza de toda vida humana ante la propaganda antinatalista y abortista.
Nuestra Iglesia diocesana ha de ofrecer más medios a las mujeres gestantes para que no se vean abocadas al aborto. Son necesarias más casas cunas y que el Centro de Orientación Familiar sea conocido, sea ofrecido y se haga presente en las parroquias.
La vida de todo ser humano, en cualquier fase de su desarrollo, desde su fecundación hasta su muerte natural es inviolable. La acogida, el respeto y la defensa de toda vida humana es la primera expresión de dignidad inviolable de toda persona humana; es ésta una afirmación que se puede descubrir por la mera razón; para los creyentes es además reflejo de la inviolabilidad de Dios, creador y dueño de toda vida humana.
Como decíamos los Obispos españoles al final de la última Asamblea Plenaria, “los católicos estamos por el ‘sí’ a la vida de los seres humanos inocentes e indefensos que tienen derecho a nacer; por el ‘sí’ a una adecuada educación afectivo-sexual que capacite para el amor verdadero; por el ‘sí’ a la mujer gestante, que ha de ser eficazmente apoyada en su derecho a la maternidad; por el ‘sí’ a leyes justas que favorezcan el bien común y no confundan la injusticia con el derecho”.
Encomendemos hoy a la familia de Nazaret a todos nuestros matrimonios y familias para que se mantengan unidos en el amor, acojan la nueva vida que Dios les dé y produzcan abundantes frutos de santidad. A María y a José, que vieron amenazada la vida del hijo, apenas nacido, les encomendamos la causa de la acogida, respeto, cuidado y defensa de la vida, especialmente de los más débiles e indefensos como son los niños no nacidos. A la Sagrada Familia acudimos hoy para que sepamos responder a la tarea urgente de acoger, vivir y anunciar la buena nueva del matrimonio, de la familia y de la vida.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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