Pascua de Resurrección
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 5 de abril de 2015
(Hch 10,34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)
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Hermanas y hermanos amados en el Señor.
¡Verdaderamente ha resucitado el Señor, Aleluya! Después de escuchar la pasada noche el anuncio pascual, hoy celebramos con toda solemnidad el hecho central de nuestra fe: Cristo Jesús ha resucitado. Tal como proclamamos en el Símbolo de la fe, Jesús, después de su crucifixión, muerte y sepultura, “resucitó al tercer día”. “¿Por qué buscáis entre los muertos, al que está vivo?” (Lc 24, 5), dirá el ángel a las mujeres: una premonición a los escépticos e incrédulos que se afanan en buscar todavía hoy los restos de Jesús.
El evangelio de hoy nos invita a dejarnos penetrar por la luz de la fe ante el hecho del sepulcro vacío de Jesús. Este hecho desconcertó en un primer momento a las mujeres y a los mismos Apóstoles; pero más tarde entendieron su sentido: y aceptaron que la resurrección del Señor es un hecho real; es más: comprendieron su sentido de salvación a la luz de las Escrituras. El cuerpo de Jesús, muerto en la cruz, ya no estaba allí; no porque hubiera sido robado, sino porque había resucitado. Aquel Cristo a quien habían seguido, vive, porque ha resucitado; en Él ha triunfado la vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, el amor de Dios sobre el odio del mundo. Cristo es el vencedor del pecado y de la muerte.
Cristo vive. No se trata de que su memoria o su causa sigan vivas entre nosotros. La resurrección del cuerpo de Jesús es un hecho real, que, sucedido en la historia, traspasa el tiempo y el espacio. No es una vuelta a esta vida para volver a morir, sino el paso a nueva forma de vida, gloriosa y eterna. Tampoco es fruto de la fantasía de unas mujeres crédulas o de la profunda frustración de sus discípulos. La tumba está vacía, porque ha resucitado en verdad y su carne ha sido glorificada. El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos. Jesús vive ya glorioso y para siempre. Por eso Jesús se aparece a sus discípulos.
¡Cristo ha resucitado! Para aceptarlo es necesaria le fe, que brota de la experiencia del encuentro personal con el Resucitado. Una vez resucitado, Jesús salió al encuentro de sus discípulos: se les apareció y se dejó ver por ellos, caminó, comió y bebió con ellos. A Tomás, que dudaba de lo que le decían sus compañeros, Jesús le invitó a tocar las llagas de sus manos y meter su mano en la hendidura de su costado. Y Tomás creyó que el Resucitado era el mismo que el Crucificado: «Señor mío, y Dios mío». Los discípulos se encontraron personalmente y en grupo con él Señor. Fue un encuentro real, con una persona viva, y no una fantasía. Fue un encuentro profundo y envolvente que tocó a sus personas en su mismo centro; quedaron sobrecogidos: y pasaron de la tristeza a la alegría, de la decepción a la esperanza, del miedo a los judíos a mostrarse discípulos de Jesús. Toda su vida quedó transformada; todas las dimensiones de su existencia y su comportamiento individual y comunitario cambiaron de raíz. Este encuentro les movilizó y les impulsó a contar lo que habían visto y experimentado; y lo hacían con temple y aguante, sin miedo a las amenazas, a la cárcel o a la muerte. Este encuentro con el Señor resucitado fue tan fuerte que hizo de ellos la comunidad de discípulos misioneros del Señor, y puso en marcha un movimiento que nada ni nadie podrá ya parar.
Que Cristo ha resucitado es tan importante para los Apóstoles, que ellos son, ante todo, testigos de la resurrección. Este es el núcleo de toda su predicación. “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección” (Hech 10,39-41).
!Cristo ha resucitado y sale a nuestro encuentro! Como en el caso de los Apóstoles, el Señor resucitado sale a nuestro encuentro y pide de nosotros una acto personal de fe. Nuestra fe se apoya en el sepulcro vacío y, sobre todo, en el testimonio unánime y veraz de aquellos que lo pudieron ver, que trataron con él, que comieron y bebieron con él en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra. A los testigos se les cree, según la confianza que merecen. Los Apóstoles confiesan y proclaman que el Señor ha resucitado; y no sólo esto: muchos de ellos padecieron persecución y murieron testificando esta verdad. ¿Hay mayor credibilidad que la un testigo que está dispuesto a entregar su vida para mantener su testimonio?
Como en el caso de los primeros discípulos, el Señor resucitado está presente hoy en nuestra vida. El nos invita a todos a dejarnos encontrar o reencontrar personalmente por Él para fortalecer o recuperar la alegría que brota de la Pascua: la alegría de sabernos amados personal e infinitamente por Dios en su Hijo, Jesús, crucificado y resucitado, para que en Él tengamos vida, la vida misma de Dios. Como entonces, este encuentro ha de ser personal, real, envolvente y transformador de toda nuestra vida personal y comunitaria; un encuentro que nos lleve a la comunidad y nos movilice a anunciar a todos la Buena y Gran Noticia de la Resurrección del Señor. Y este encuentro es posible: el Resucitado nos espera especialmente en su Palabra, en la Eucaristía y en el sacramento de la Penitencia, en la oración, en la comunidad de sus discípulos, y, en los pobres, con los que Él se identifica.
¡Cristo ha resucitado! Y lo ha hecho por todos nosotros. El es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. En Cristo todo adquiere un sentido nuevo. La vida gloriosa del Señor Resucitado es como un inagotable tesoro, del que ya participamos por nuestro bautismo, que nos ha insertado en el misterio pascual del Señor. Hagamos memoria agradecida de nuestro bautismo: un don que pide ser acogido y vivido personalmente ya desde ahora. Mediante el bautismo, el Señor resucitado se ha compenetrado con nuestro ser, nos da la gracia de nuestra futura resurrección. El pasaje de la Carta a los Colosenses nos lo recuerda: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1).
Al confesar y vivir que Cristo ha resucitado, nuestro corazón se ensancha y comprende mejor todo lo que puede esperar. Buscando los bienes de allá arriba, aprendemos a tratar mejor la creación y a poner amor y vida en nuestra relación con los demás. La resurrección del Señor nos coloca ante lo más grande y por eso toda nuestra existencia cobra una nueva densidad. La resurrección del Señor explica toda la transformación personal, social y cultural que sucedió a la predicación del Evangelio.
Jesús está vivo y actúa. Además, como dice el Apóstol, nuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Ya no nos amenaza la muerte ni necesitamos buscar falsas seguridades por el temor a morir, porque sabemos que la muerte ya no tiene la última palabra. Porque Cristo ha resucitado podemos vivir de una manera nueva, porque nuestra existencia está liberada de las reglas del pecado y de la mundanidad; es decir bajo la esclavitud de la mentira, de la avaricia, del odio, del rencor, de la indiferencia, del desprecio y del abuso de los demás. Jesús nos ha liberado y, resucitado, camina junto a nosotros haciendo que sea posible vivir de un modo distinto, que como Él pasemos haciendo el bien. Todos los signos de alegría y de fiesta de este día, en que actúo el Señor, son signo también de la caridad que ha de inundar nuestros corazones. Jesús victorioso nos comunica su vida para que podamos seguir su camino. El nos hace posible la entrega al otro y su acogida generosa y desinteresada, el verdadero amor en el matrimonio y en la familia, la amistad desinteresada y benevolente, el perdón y el trabajo justo, porque la ley de la muerte ya no es la decisiva.
Hoy resplandece la vida: la del Resucitado y la nuestra, que se ilumina con su presencia. En la resurrección de Jesús tienen respuesta todas las inquietudes de nuestro corazón. Porque Cristo ha resucitado, el mundo no es absurdo. Ni la persecución de los cristianos, ni las injusticias, ni el pecado, ni el mal, ni la muerte, ni la prepotencia ni la corrupción de los poderosos de este mundo tendrán la última palabra, porque el Señor ha resucitado. Él está vivo y nos podemos encontrar con Él. Ahí está el sentido de nuestra vida y la posibilidad de llevarla a su plenitud en el amor. Alegrémonos en este día que disipa todas las tinieblas y dudas, y hace crecer en nosotros la esperanza.
Los Apóstoles fueron, ante todo, testigos de la resurrección del Señor Jesús. Aquel mismo testimonio, que, como un fuego, ha ido dando calor a las almas de los creyentes, llega hoy hasta nosotros. Acojamos y transmitamos este mensaje a las nuevas generaciones. Sean cuales sean las dificultades, éste es nuestro deber más sagrado: transmitir de palabra y por el testimonio de las buenas obras esta Buena Noticia de Dios para humanidad: En Cristo, la Vida ha vencido a la muerte, el bien al pecado, el amor al egoísmo, la luz a la oscuridad, el sentido de la historia y del cosmos al sinsentido del nihilismo. hay esperanza para la humanidad.
Celebremos, hermanos, a Cristo resucitado. Celebremos la Pascua y reavivemos nuestro propio Bautismo; por él hemos sido transformados en nuevas Criaturas. Nuestra alegría será verdadera si nos encontramos de verdad con el Resucitado en lo más profundo de nuestra persona, en ese reducto que nadie ni nada puede llenar; si nos dejamos llenar de su vida y amor: esa vida y ese amor de Dios que generan alegría, vida y amor. El encuentro personal con el Resucitado teñirá toda nuestra vida, nuestra relación con los demás y con toda la creación.
¡Feliz Pascua a todos! ¡Cristo nuestra Pascua ha resucitado¡ ¡Aleluya!
+Casimiro Lopez Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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