Pascua de Resurrección
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 24 de abril de 2011
(Hech 10, 34ª.37-43; Sal 117; Col 3.1-4; Jn 20, 1-9)
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“¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!”. Es la Pascua de la Resurrección del Señor, el Día en que actuó el Señor, día de gozo, de triunfo y de gloria. Cristo ya no está en la tumba, en el lugar de los muertos. Su cuerpo roto, enterrado con premura el Viernes Santo ya “no está aquí”, en el sepulcro frío y oscuro, donde las mujeres lo buscan al despuntar el primer día de la semana. Cristo ha resucitado. El Ungido ya perfuma el universo y lo ilumina con nueva luz.
Porque Cristo ha resucitado podemos cantar: “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?”. El autor de la vida ha vencido a la muerte. Alegrémonos, porque Cristo ha resucitado y, en su resurrección, el Padre Dios muestra que ha aceptado el sacrificio de su Hijo y en Él hemos sido salvados. “Muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”.
¡Cristo vive! Esta es la gran verdad de nuestra fe. Aquel, al “que mataron colgándolo de un madero” (Hech 10, 39) ha resucitado verdaderamente, triunfando sobre el poder del pecado y de la muerte, de las tinieblas y de la angustia. La resurrección de Cristo, hermanos, no es un mito para cantar el eterno retorno de la naturaleza en primavera. Tampoco es una “historia piadosa” nacida de la credulidad de las mujeres o de la profunda frustración de un puñado de discípulos. La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico y real que sucede una sola vez y una vez por todas: El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos: Jesús vive ya glorioso y para siempre.
En Pascua celebramos que Cristo no ha quedado en el sepulcro, que su cuerpo no ha conocido la corrupción. Cristo pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos; nos alegramos porque Él es Alfa y al mismo tiempo Omega, y existe por tanto, no sólo ayer, sino también hoy y por la eternidad (cf. Hb 13, 8).
Pero nosotros vemos la resurrección tan fuera de nuestro horizonte y tan extraña a todas nuestras experiencias, que como los discípulos nos preguntamos: “¿Qué es eso de resucitar de entre los muertos?”. Y ¿qué significa para nosotros, para el mundo y para la historia en su conjunto?
En primer lugar, ¿qué es eso de resucitar de entre los muertos? La resurrección de Cristo no es una vuelta a la vida terrenal, para volver a morir. Es algo totalmente distinto, que está más allá de nuestras coordenadas del espacio y del tiempo. Como dice Benedicto XVI, la resurrección “es –si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución– la mayor ‘mutación’, el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia” (Homilía de la Vigilia Pascual de 2006).
¿Qué sucedió en la resurrección? Jesús ya no está en el sepulcro, vive una vida totalmente nueva. Pero, ¿cómo pudo ocurrir eso? No olvidemos que Jesús era Dios y hombre. El hombre Jesús era uno con el Dios vivo; estaba unido totalmente a Dios y formaba con Él una sola persona. Se encontraba, por así decir, en un mismo abrazo con Aquél que es la vida misma; un abrazo que abarcaba y penetraba todo su ser. La vida del hombre Jesús –nos dice Benedicto XVI- “no era solamente suya, era una comunión existencial con Dios y un estar insertado en Dios, y por eso no se le podía quitar realmente. Él pudo dejarse matar por amor, pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Él era una cosa sola con la vida indestructible, de manera que ésta brotó de nuevo a través de la muerte” (ib.).
Estos días hemos recordado que la muerte de Cristo fue un acto de amor, de total entrega por amor al Padre y a la humanidad. En la última Cena, Cristo anticipó su muerte en la Cruz y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del “morir y devenir”. Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo.
La resurrección del Señor no es un milagro cualquiera del pasado, sin relevancia alguna para nosotros; es algo que afecta a toda la creación. La resurrección de Cristo es un salto cualitativo en la historia de la ‘evolución’ y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí. Cristo ha resucitado y su resurrección no algo hundido en el pasado. No: ¡Cristo vive! Su resurrección nos muestra que Dios no ha abandonado a los suyos, a la humanidad, a la creación entera. Con la resurrección gloriosa del Señor todo ha sido recreado, todo adquiere un nuevo sentido: la existencia humana, la historia de la humanidad y el futuro de la creación.
Para que la resurrección del Señor pueda llegar efectivamente hasta cada uno de nosotros y atraer nuestra vida hacia Él y hacia lo alto son necesarios la fe y el bautismo.
La Palabra de Dios de hoy nos invita precisamente a acercarnos a la resurrección del Señor, acogiendo con fe el signo del sepulcro vacío y, sobre todo, el testimonio de “los testigos que él había designado”, a los que se apareció, “con los que comió y bebió después de su resurrección”; a ellos les encargó dar solemne fe y testimonio de su resurrección (cf. Hech, 10, 41-42).
La tumba vacía es un signo esencial, aunque imperfecto, de la resurrección. Algunos, como María Magdalena, ante el hecho del sepulcro vacío, exclamarán: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2). Otros, como Pedro, se contentarán con certificar el hecho de la tumba vacía: “entró en el sepulcro y vio las vendas en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte” (Jn 20,6). Juan, por el contrario, “vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 20,8-9).
Para aceptar el sepulcro vacío como signo de su resurrección es necesaria le fe, como Juan; y es necesario el encuentro personal con el Resucitado para superar los miedos a creer, para superar las dudas y la primera incredulidad en la resurrección del Señor, como ocurrió con las mujeres, con los discípulos de Emaús o con Tomás.
La resurrección pide creer personalmente que Cristo vive. También de nosotros se pide un acto de fe en comunión con la fe de los apóstoles, testigos del Señor resucitado; una fe que nos es trasmitida en la comunidad de los creyentes, en la Iglesia. Nuestra fe no es fácil o débil credulidad; se basa en el testimonio unánime y veraz de aquellos que trataron con Él directamente en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra, como nos recuerda el libro de los Hechos (cf. 10, 39-41). A los testigos se les cree, según la confianza que merecen, según el índice de credibilidad que se les reconoce. Pedro y el resto de los Apóstoles dan testimonio de algo de lo que están convencidos, tan convencidos, que llegarán a dar la vida por ser testigos de Cristo resucitado.
Cristo ha resucitado por todos nosotros y por todos los hombres. El es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. Su vida gloriosa es como un inagotable tesoro, a la que todos estamos invitados y llamados a acoger desde ahora por la fe y por el bautismo.
A los bautizados, nos recuerda San Pablo: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1). Celebrar a Cristo resucitado significa reavivar la vida nueva del resucitado recibida en la fuente de nuestro bautismo: una vida que es semilla de eternidad; una vida, que, anclada en la tierra, vive, sin embargo, según los bienes de allá arriba, los bienes del Reino de Dios: reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia de amor y de paz. Celebrar a Cristo resucitado nos llama a vivir libres de la esclavitud del pecado y en servicio constante del Dios vivo, presente en los hombres y en la creación resucitada.
Celebrar la Pascua de resurrección es una llamada urgente a avivar nuestra fe y nuestra condición de bautizados. Puede que caminemos por la vida olvidados del Señor, de su Evangelio, de su Iglesia y de nuestro bautismo. Puede que nos limitemos a vivir de tradiciones semivacías, repitiendo lo que otros pensaron e hicieron o recordando cosas que ya poco o nada nos dicen. Quizá nos hayamos quedado en la muerte del Señor el Viernes Santo, sin descubrir que el Señor ha resucitado y está presente en nuestro mundo. Tal vez vivamos con tibieza nuestra fe y nuestra vida cristiana, porque tengamos miedo a creer que Cristo ha resucitado y a vivir como cristianos; puede que nos avergoncemos de Él o puede que vivamos sólo en el presente sin esperanza ante el futuro de eternidad.
Hoy, con toda la Iglesia celebramos el triunfo de la vida de Dios. Hoy podemos afirmar: Cristo está aquí en medio de nosotros y nos habla al corazón. Él está aquí, y nos alimenta con su palabra y con su cuerpo. Él está aquí y nos renueva. Él está aquí y nos envía a ser testigos de su resurrección. La Pascua de Cristo está llamada a prolongarse en la Iglesia y en el mundo, en cada persona y en la sociedad. Es un proceso de lucha contra el mal y de superación de la muerte, porque en Cristo resucitado la Vida ha vencido a la muerte.
Cristo resucitado está aquí y nos dice: “¡Paz a vosotros!” (Jn 20,19.20). Éste primer saludo del Resucitado a sus discípulos se repite hoy al mundo entero. Para todos, especialmente para los pequeños y los pobres, para los enfermos y necesitados. Cristo no desea la paz, la paz verdadera, basada en los sólidos pilares del amor y de la justicia, de la verdad y de la libertad. ¡Que la paz triunfe entre los hombres, los pueblos y las naciones! ¡Que la paz de Cristo habite en nuestros corazones y en nuestras familias! ¡Que el perdón, don del resucitado, derrote y supere nuestra lógica humana de la venganza y de la violencia, del rencor y del odio! Ha resucitado Cristo, Él es nuestra paz y nuestra esperanza. ¡Aleluya!. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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