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Ordenación Diaconal en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Virgen

8 de diciembre de 2011/0 Comentarios/en Homilías 2011 /por obsegorbecastellon
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 8 de diciembre de 2011

(Gn 3. 9-15.20; Sal 97; Ef 1, 3-6.11.12; Lc 1, 26-28)

****

 

Amados hermanos todos en el Señor Jesús:

Os saludo cordialmente a cuantos habéis acudido a esta S. Iglesia Catedral de la Diócesis en Segorbe-Castellón para celebrar la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María y la ordenación de diáconos de estos dos hermanos nuestros, Julio y David. Hoy es un día de intenso gozo espiritual. En este día contemplamos a la Virgen María, la más humilde y a la vez la más alta de todas las criaturas. Al gozo de esta Solemnidad se une nuestra alegría y nuestra acción de gracias a Dios por vuestra ordenación, queridos hijos. Con el salmista cantemos “al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas” (Sal 97) en María y porque a vosotros os concederá hoy la gracia del orden del diaconado.

 Fijémonos primero en María, en el misterio de su Inmaculada Concepción. Este misterio nos recuerda dos verdades fundamentales de nuestra fe: ante todo el pecado original y, después, la victoria de la gracia de Cristo sobre él, victoria que resplandece de modo sublime y anticipado en María Santísima.

Hay muchos que se resisten a creer en el pecado original; lo consideran como una fábula, como una creencia infantil ya superada, como un leyenda propia de tiempos pasados e impropia del hombre ilustrado y moderno. Pero, por desgracia, “la existencia de lo que la Iglesia llama ‘pecado original’ es de una evidencia aplastante: basta mirar nuestro entorno y sobre todo dentro de nosotros mismos para descubrirla” (Benedicto XVI, Ángelus, 2008). La experiencia del mal y la tendencia al mal es real, consistente y persistente; una experiencia que se impone por sí misma y suscita en nosotros la pregunta: ¿de dónde procede el mal? Para un creyente, el interrogante es aún más profundo: si Dios, que es Bondad absoluta, lo ha creado todo, ¿de dónde viene el mal?

Las primeras páginas de la Sagrada Escritura (Gn 1-3), de la está tomada la primera lectura de este día, responden precisamente a esta pregunta fundamental, que interpela a cada generación humana. El libro del Génesis comienza con el relato de la creación y de la caída de nuestros primeros padres: Dios creó todo por amor y para que exista en el amor; en particular, Dios creó al hombre a su propia imagen y semejanza, como corona de la creación. Dios no creó la muerte, ni el pecado, ni el odio, ni el rencor, ni la mentira. La muerte entró en el mundo por envidia del diablo (cf. Sb 1, 13-14; 2, 23-24), que, rebelándose contra Dios, engañó también a los hombres; el príncipe del mal les indujo a la rebelión contra Dios y a vivir sus propios caminos al margen de Dios; es decir, a la ilusión de ser dioses sin Dios.

Es el drama de la libertad humana; una libertad que Dios acepta hasta el fondo por amor, incluido el rechazo de su propio amor. Pero el amor de Dios es tan grande, tan profundo, tan radical y fiel, que no abandona al hombre ni tan siquiera cuando éste rechaza su amor. En el preciso instante, en que el hombre rechaza el amor de Dios, Dios mismo promete que habrá un hijo de mujer que aplastará la cabeza  de  la  antigua  serpiente (Gn 3, 15).

Desde el principio, María es la Mujer predestinada a ser madre del Redentor, madre de Aquel que se humilló hasta el extremo para devolvernos a nuestra dignidad original. Esta Mujer, a los ojos de Dios, tiene desde siempre un rostro y un nombre: es la “llena de gracia” (Lc 1, 28). María es la nueva Eva, esposa del nuevo Adán, destinada a ser madre de todos los redimidos. En la oración colecta de hoy hemos rezado y confesado que Dios “preparó una digna morada para su Hijo y, en previsión de su muerte, la preservó de toda mancha de pecado”. María no sólo no cometió pecado alguno, sino que fue preservada incluso de la herencia común del género humano que es la culpa original, por la misión a la que Dios la destinó desde siempre: ser la Madre del Redentor.

El fundamento bíblico de la verdad de fe de la Inmaculada concepción se encuentra en las palabras del ángel: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). “Llena de gracia” es el nombre más hermoso de María; es el nombre que le dio Dios mismo para indicar que, desde siempre y para siempre, es la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más precioso: es decir a Jesús, el Hijo de Dios, “el amor encarnado de Dios” (Deus caritas est, 12).

Por qué Dios escogió de entre todas las mujeres a María de Nazaret, es algo que pertenece al misterio insondable de la voluntad divina. Sin embargo, el Evangelio pone de relieve, ante todo, la humildad de la Virgen. Nos lo dice la misma Virgen en el Magníficat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, (…) porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,46.48). Sí. Dios quedó prendado de la humildad de María, que encontró gracia a sus ojos (cf. Lc 1, 30).

Ciertamente es así: la Virgen vive su existencia desde la verdad de su persona, que es la de toda persona humana. Y esta verdad sólo la descubre en Dios y en su amor. María sabe que ella es nada sin el amor de Dios, que la vida humana sin Dios sólo produce vacío existencial. Ella sabe que el fundamento de su ser no está en sí misma, sino en Dios, que ella está hecha para acoger el amor de Dios y para darse por amor. Por ello vivirá siempre en Dios, desde Dios y para Dios. María, la mujer humilde, aceptando su pequeñez ante Dios, dejando que Dios sea grande, se llena de Dios y queda engrandecida. La Virgen se convierte así en madre de la libertad y de la dicha. Dichosa por haber creído, María nos muestra que la fe en Dios es nuestra dicha y nuestra victoria, porque “todo es posible al que cree” (Mc 9, 23).

Maria, la Madre de Dios, es por su fe y por su santidad imagen y modelo de la Iglesia, elegida entre los pueblos para recibir la bendición del Señor y difundirla a toda la familia humana. Esta ‘bendición’ es Jesucristo. Él es la fuente de la gracia, de la que María quedó llena desde el primer instante de su existencia. Acogió con fe a Jesús y con amor lo donó al mundo, siendo la esclava de Dios, la sierva de su Hijo, la servidora de la Iglesia y de la humanidad. Esta es también la vocación y la misión de nuestra Iglesia, de todos los bautizados: acoger a Cristo en nuestra vida y donarlo al mundo “para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17).

Esta es vuestra vocación como diáconos y como futuros presbíteros. Las palabras del ángel “llena de gracia” encierran también el designio de Dios para todo ser humano, y para vosotros, queridos Julio y David. Dios Padre, que os ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales, que os ha elegido para que seáis “santos e inmaculados ante él por el amor’ (Ef 1, 4) y para que seáis sus hijos por vuestro bautismo, también os elegido para ser sus presbíteros. Y hoy, como paso, previo os concede la gracia, el don, el bien del diaconado.

Salvando las distancias la ternura de Dios con María, se ha va a realizar en también en vosotros. Como ella fuisteis elegidos y llamados por Dios. No por nuestros méritos, sino por puro amor de Dios. Como ella, habéis ido superando vuestros miedos y madurando vuestra llamada; como ella, habéis creído, esperado y amado a Dios y su Hijo, Jesucristo, y hoy le decís: “He aquí el siervo del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y, como en ella, mediante la imposición de mis manos y la oración consagratoria, el Señor va a enviar sobre vosotros, queridos Julio y David, su Espíritu Santo, que en vuestro caso os va a consagrar como Diáconos, siervos de Dios, de su Jesucristo, de la Iglesia y de los hermanos.

Al ser ordenados de diáconos participaréis de los dones y del ministerio que los Apóstoles recibieron del Resucitado para ser en la Iglesia y en el mundo signos e instrumentos de Cristo, que no vino «para ser servido sino para servir». El Señor imprimirá en vosotros una marca profunda e imborrable, que os hará para siempre conformes con Cristo Siervo. Hasta el último momento de vuestra vida seréis siempre por la ordenación y habréis de ser siempre con vuestra palabra y con vuestra vida signo de Cristo Siervo, obediente hasta la muerte y muerte de Cruz para la salvación de todos.

Como María, «los diáconos – enseña San Policarpo – son servidores de Dios y de Cristo y no de los hombres: ni calumnia, ni doblez, ni amor por el dinero; que sean castos en todo, compasivos, siempre diligentes según la verdad del Señor, que se ha hecho servidor de todos» (Ad Philipp., V,2).

Demos gracias al Padre que nos llena con sus dones y suscita vocaciones en medio de su pueblo, que son configurados con Cristo y ponen sus propias fuerzas a disposición de su Iglesia. Hoy es un día de acción de gracias, un día de alegría y de gozo: para la Iglesia entera, para nuestra Iglesia Diocesana, para el Seminario Diocesano ‘Redemptoris Mater’ y todos los responsables de vuestra formación, para  vuestras comunidades del Camino Neocatecumenal y para cuantos han sido puntos de referencia en el discernimiento y maduración de vuestra  vocación. Y -cómo no- también para vuestras familias.

Si acaso pudiera existir una ambición para el cristiano, pero sobre para el diácono, ésta debería ser el deseo de poder servir, como María. Al ser ordenado de diácono sois llamados, consagrados y enviados para ejercitar un triple servicio, una triple diaconía: la de la Palabra, la de la Eucaristía y la de la caridad. Fortalecidos con el don del Espíritu Santo, ayudaréis al Obispo y a su presbiterio en el anuncio de la Palabra, en el servicio del altar y en ministerio de la caridad, mostrándoos servidores de todos.

Son tareas del Diácono la proclamación del Evangelio y también ayudar a los Presbíteros en la explicación de la Palabra de Dios. En la ceremonia de ordenación os entregaré a cada uno el Evangelio con estas palabras: «Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero: convierte en fe viva lo que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado».

Para que vuestra proclamación y enseñanza de la Palabra de Dios sea creíble habéis de ser a la vez tierra buena, que acoja con fe viva el Evangelio que anunciáis y lo convirtáis en una fe vivida, que da buenos frutos. El mensajero del Evangelio ha de leer, escuchar, escrutar, estudiar, comprender, contemplar, asimilar y hacer vida propia la Palabra de Dios: el mensajero ha de dejarse guiar y conducir por la Palabra de Dios, de modo que ésta sea la luz para su vida, transforme sus propios criterios y le lleve a un estilo de vida según los postulados del Evangelio. Esto pide delicadeza espiritual y valentía para romper permanentemente con las cosas que creemos de valor y en realidad no lo tienen.

Sólo la mala tierra, la cerrazón del hombre, puede hacer infecunda la buena sementera de la Palabra de Dios, e impedir su salvación del pecado y del mal. Sólo nosotros con nuestro egoísmo y con nuestra ambición podemos apagar el resplandor divino en nuestros corazones, secar con nuestra soberbia y sensualidad las corrientes de aguas vivas que manan de la Jerusalén celestial y que nos llegan a través de la Iglesia.

La Palabra de Dios no es nuestra palabra, no es vuestra palabra. En último término, la Palabra de Dios es el Verbo de Dios mismo quien pasará, podemos decir «sacramentalmente», por medio de vuestros labios y de vuestra vida, como pasa por medio de los labios y de la vida de todo ministro sagrado. Seréis mensajeros de la Palabra de Dios tal como ésta ha sido siempre proclamada por la Iglesia, no con interpretaciones personales que miran a halagar los oídos de quienes la escuchan. La Palabra de Dios pide ser proclamada y enseñada sin reduccionismos, sin miedos y sin complejos ante la cultura dominante. No es la Palabra de Dios la que debe ser domesticada a fin de reducirla a nuestros gustos y comodidades, o adaptada a lo que se lleva: somos nosotros quienes debemos creer, crecer y ayudar a otros para que lleguen a desarrollarse según la medida de la Palabra.

Contemplemos hoy a María, la Inmaculada, en toda su hermosura y santidad. Pidamos a la Virgen Inmaculada, que se avive hoy en nosotros, y especialmente en vosotros, queridos hijos, la fe y el amor, el deseo de la santidad y amistad con Dios, la aspiración a la belleza, a la bondad y a la pureza de corazón, el deseo de ser siervos de Dios, de su Palabra, de su Hijo en el servicio a la Iglesia y a los hermanos

¡Que de manos de María sepáis acoger en nuestras vidas al Dios que os ama, hasta el extremo en Cristo Jesús, hoy y todos los días de vuestra vida!  Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Envío diocesano de los profesores de religión

25 de octubre de 2011/0 Comentarios/en Homilías 2011 /por obsegorbecastellon
Castellón, Basílica de Lledó, 25 de octubre de 2011

(Rom 8,18-25; Sal 125; Lc 13,18-21)

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Amados todos en el señor, queridos profesores y profesoras:

Estamos reunidos aquí esta tarde, convocados por el Señor, para celebrar un acto significativo dentro de la Eucaristía, centro de la vida y misión de la Iglesia y de todo cristiano. En breve recibiréis de mis manos el encargo de la Iglesia para enseñar en su nombre la Religión y Moral católica en los distintos niveles formativos de la escuela de iniciativa pública o social, concertada o no concertada; esta celebración os debe llevar a  todos a adquirir una conciencia más viva de vuestra condición de enviados por Cristo y por su Iglesia al mundo escolar.

La Palabra que hemos proclamado ilumina algunos aspectos de vuestra misión. Encargo, envío y misión son tres palabras prácticamente sinónimas. La más teológica es la palabra misión. Los Apóstoles recibieron un día de Cristo Jesús la misión de proclamar en su nombre y con su autoridad la Buena Nueva; una misión que se continúa en la Iglesia del Señor en el ministerio apostólico. Vosotros recibís la missio como profesores de Religión y Moral Católica para cooperar en este ministerio y misión apostólicos. Quiero profundizar con vosotros en este encargo eclesial.

En primer lugar, quien es enviado a la misión vive prendido, enamorado de Aquel que le ha enviado, de quien procede toda misión en la Iglesia: Cristo, el Hijo de Dios, el Señor, el ungido y enviado por Dios Padre y Dios Espíritu para anunciar la Buena nueva y realizarla en su vida, muerte y resurrección. Como a los Apóstoles en su momento, nos invita a estar con Él, a intimar con Él, a conocerlo. El alimento del enviado es hacer siempre la voluntad de Aquel que lo envió, como el Hijo, hace la voluntad del Padre movido por el Espíritu Santo. Ese alimento de vivir prendidos, enamorados de Quien envía es lo que debe fundamentar y alimentar vuestro trabajo diario, vuestras preocupaciones, vuestros anhelos, vuestra existencia personal y vuestra esperanza en la dificultad. Como recuerda hoy San Pablo: “Sostengo que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos manifestará” (Rom 8,18).

Además, quien es enviado a la misión en la escuela no actúa en nombre propio sino en nombre de Cristo y de su Iglesia. Lo que ha de ofrecer y transmitir no son sus ideas, ni sus opiniones. Es Cristo mismo quien ha de ser anunciado y transparentado por el enviado; es la enseñanza de Cristo mismo, la Buena Nueva, sus actitudes, sus sentimientos, su vida y su obra liberadora y salvadora, tal como nos llega en la tradición viva de la Iglesia bajo de la guía de los Obispos en comunión con el Papa, lo que habéis de transmitir y llevar a los alumnos. Además de ofrecerles la formación sistemática en la religión y moral católica siguiendo lo establecido para cada curso, les ayudaréis así a encontrar respuestas a sus interrogantes personales y a aquellos que la cultura les va planteando.

Y, por último, quien es enviado a la misión en la escuela no sólo actúa en nombre de Cristo y de la Iglesia, sino que es el mismo Cristo quien actúa a través de él. El Espíritu Santo actúa a través de sus palabras, de sus gestos, de sus actitudes y de su cercanía. Ante la indiferencia ambiental y de muchos padres, ante la falta de interés del alumnado y antes las dificultades legislativas, administrativas y culturales podéis sentir la tentación del desaliento, de sentiros solos. No, queridos profesores y profesoras. No estáis solos: Jesucristo os acompaña, os conforta y os alienta por la fuerza del Espíritu y la cercanía de su Iglesia. Él, que es más grande y más fuerte,  está con, en y sobre vosotros inspirándoos las palabras qué debéis decir y las explicaciones que tenéis que dar. Su fuerza persuasiva y efectiva actúa a través de vosotros.

El Evangelio de hoy nos lo recuerda. Jesús nos habla del reino de Dios, que, instaurado por Él, ya está presente y activo entre nosotros, Cierto que su apariencia es pequeña como un grano de mostaza y su actuación invisible como la de la levadura en la masa. Pero por la fuerza la gracia de Dios, que nada ni nadie puede frenar, este reino va creciendo y trasformando todo. Estáis llamados ser servidores del reino y levadura en la masa mediante el anuncio y el testimonio de Jesucristo en el mundo escolar.

Pero ello sólo será posible desde la unión con el Señor en el seno de la comunión eclesial. El encuentro personal con Cristo, la contemplación de su rostro, el estudio contemplativo de la Palabra, el alimento de la Eucaristía y la purificación en la Penitencia han de iluminar y fortalecer vuestra la vida para que podáis ser de verdad testigos de Jesucristo. Él nos proporciona un nuevo modo de ver el mundo y las personas, nos hace penetrar más profundamente en el misterio de la fe, que no es sólo acoger y ratificar con la inteligencia un conjunto de enunciados teóricos, sino asimilar una experiencia, vivir desde la verdad (cf. Veritatis splendor, 88).

Nuestra adhesión personal a Cristo nos ayuda a brillar por dentro e iluminar por fuera en nuestro ambiente escolar. En este sentido, un profesor de Religión y Moral Católica debe cuidar su vivencia interior y su conducta exterior. Un enviado por Jesús a través de su Iglesia a la escuela, en misión eclesial y al servicio de los educandos, no puede hacerse ilusiones acerca del éxito. “No es el siervo mayor que su amo, ni el envido más que aquel que lo envía”. Como los apóstoles de la primera hora, también hoy, en el siglo XXI, os encontraréis a menudo con la indiferencia ante la fe, tendréis a veces la sensación de extrañeza en el entorno escolar e, incluso, puede que experimentéis una cierta minusvaloración o incluso menosprecio de vuestra tarea. Esta, en formas diferentes a lo largo de la historia, es una nota propia de los seguidores de Jesús y los enviados por la Iglesia. Pero no tengáis miedo. Vuestra misión no se basa en el éxito fácil e inmediato, sino en la fuerza de la gracia de Dios y en vuestra fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Vuestro encargo no es recolectar, sino sembrar.

Con todo no estáis solos. No os faltará la presencia alentadora del Señor en forma de consuelo, de gozo y de paz. Contaréis con la fortaleza del Espíritu Santo y del acompañamiento de la Iglesia. Los encuentros periódicos en la Delegación, los diálogos con la delegada, las reuniones con otros profesores y el aliento de vuestro Obispo y, sobre todo, el trato asiduo con el Señor, la escucha meditativa de la Palabra de Dios, que alumbra la mente y el corazón, y la participación frecuente en la Eucaristía y en el sacramento de la Penitencia os confortarán en vuestra misión.

Que la Virgen, la Madre del Señor, os aliente y acompañe a lo largo de todo este curso escolar recién comenzado. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

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Apertura del curso académico 2011-2012 en el CEU de Castellón

25 de octubre de 2011/0 Comentarios/en Homilías 2011 /por obsegorbecastellon
CAMPUS DEL CEU EN CASTELLÓN
Capilla del Centro en Castellón –  25 de octubre de 2011

(Rom 8,18-25; Sal 125; Lc 13,18-21)

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Hermanos y hermanas, amados todos en el Señor:

Al inicio de un curso académico del Campus Universitario del CEU-Cardenal Herrera en Castellón el Señor nos ha convocado para la celebración de la Eucaristía. Aquí está la cima y la fuente de la vida y misión de nuestra Iglesia, de cada uno de los cristianos. También la Eucaristía es el la cima la fuente de vuestro Centro del CEU, que, por su identidad católica, se inserta en la vida y misión misma de la Iglesia. Y ésta no es otra sino anunciar, ofrecer y hacer presente a Jesucristo y su Evangelio en medio de los hombres y de las actividades cotidianas. En la Eucaristía, Él nos ofrece su Palabra, la Palabra de la verdad; por la Eucaristía quedamos unidos y vinculados estrechamente a Jesucristo: Él es Logos de Dios, la Verdad, sin Él poco o nada podemos hacer en la búsqueda de la verdad y en la educación de las personas desde la verdad. En la Eucaristía y por ella, Él mismo Señor nos une a sí mismo; conocerle a Él es conocer la verdad y la vida eterna. Él se une a nosotros, hace de nosotros un solo cuerpo, una comunidad educativa; nos da el alimento y la fuerza necesaria para la misión diaria.

Como creyentes católicos invocamos al Espíritu Santo, Espíritu de sabiduría y de inteligencia. Pedimos que el Espíritu de Dios guíe vuestras mentes y vuestros corazones, de profesores y alumnos, en la búsqueda constante de la verdad; sin la luz de la sabiduría que procede de Dios no podemos hacer nada de lo que a Él le agrada.

La Palabra de Dios, que hemos proclamado, es lámpara que ilumina nuestros pasos a lo largo de todos los días de nuestra vida, también de vuestra actividad académica, investigadora o docente. Esta palabra arroja luz sobre la vida de todos los aquí presentes, especialmente de los profesores católicos de este Centro cuyo curso inauguramos: profesores llamados a anunciar, testimoniar y hacer presente a Jesucristo y el Evangelio como centro vertebrador de la formación integral de los alumnos de ciencias de la salud, de enfermería o de magisterio, según vuestro propio carisma y vuestra singular vocación, fieles al proyecto educativo del CEU.

En la base de vuestro proyecto educativo habéis puesto la promoción de la formación cristiana, humana y profesional de los futuros médicos, enfermeros y maestros. Queréis hacerlo con exigencia intelectual, con excelencia académica y con una visión trascendente del hombre. Como Obispo diocesano no espero ni pido nada ajeno al propio CEU; vosotros mismos os proponéis como los valores más significativos de vuestros centros educativos la educación católica de los jóvenes desde la búsqueda de la verdad, que se basa en la apertura intelectual, humilde y amorosa hacia ella, en el respeto del otro y en la cercanía humana entre vosotros, profesores, y a los alumnos. La concepción integral del hombre, en la cual la libertad se realiza sólo en la verdad, es la dimensión esencial de vuestro proyecto educativo, basado en el rigor, la exigencia y la excelencia académica de toda la comunidad educativa

El quehacer diario de toda la comunidad educativa –de alumnos, profesores y administrativos-, basado en estos principios y valores, será el mejor servicio que vuestro Centro puede prestar a la sociedad actual y a nuestra Iglesia diocesana. No se trata tan sólo de formar buenos y eficaces profesionales, médicos, enfermeros o maestros; se trata ante todo y antes de nada de formar en el ser médicos, enfermeros o maestros, con una visión trascendente de la vida, con una concepción cristiana de la persona, de la propia y de los futuros pacientes o educandos, con una visión de la dignidad sagrada e inviolable de toda persona desde su concepción hasta su muerte natural.

San Pablo, en la lectura de hoy, nos previene ante una visión inmanente y materialista de la vida y de la persona, ante una comprensión de la existencia cerrada a Dios, a su amor y a su vida, ante la falta de esperanza: “Porque la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios… fue con la esperanza de que creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios… Porque en esperanza fuimos salvados” (Rom 8, 19.24)).

Bien sabemos que el problema central de nuestro tiempo es la ausencia y el olvido de Dios, raíz de la falta de verdadera esperanza. El secularismo, el nihilismo y el laicismo ideológico imperantes conducen a la sociedad actual –sobre todo a la europea– a marginar a Dios de la vida humana. Una de sus graves consecuencias es que arrastran a muchos a la ruptura de la armonía entre fe y razón, y a pensar que sólo es racionalmente válido lo material, lo experimentable y mensurable, o lo susceptible de ser construido sólo por el ser humano.

La concepción antropológica que de aquí se deriva es la de un hombre totalmente autónomo, que se convierte en criterio y norma de la verdad, del bien y del mal; se trata de un hombre cerrado a la Dios, a la trascendencia, de un hombre cerrado en su yo y en su inmanencia. Dios es marginado en la búsqueda de la solución de los problemas del hombre.

Pero el silencio de Dios, de su presencia, de su verdad y de su providencia sabia y amorosa abre el camino a una vida humana sin rumbo, sin sentido y sin esperanza, a proyectos que acortan el horizonte y se cierran en intereses inmediatos, a idolatrías de distinto tipo. La ausencia de Dios en la vida intelectual, cultural y social trae consigo consecuencias inhumanas, como son la pérdida progresiva del respeto a la dignidad de toda persona humana, o la absolutización de la ley política desvincula de la ley natural, de la naturaleza del ser humano, de todo fundamento pre-jurídico.

Cuando se reduce al hombre a su dimensión material e intramundana, cuando se le expolia de su profundidad espiritual, cuando se elimina su referencia a Dios, se inicia la muerte del hombre. Recuperar por el contrario a Dios en nuestra vida lleva a la defensa del hombre, de su dignidad, de su verdadero ser y de sus derechos, y del primer derecho fundamental, el derecho a la vida y de su derecho a una verdadera educación integral

La Universidad es el lugar de búsqueda de la verdad por excelencia. Sin Dios, como “fundamento de la verdad”, sin Cristo, el Logos encarnado, el Camino, la Verdad y la Vida, los valores y las virtudes, la educación y los derechos fundamentales tienden a convertirse en grandes palabras. El reino de Dios, reino de la verdad y de la vida, ha sido ya instaurado por Cristo y camina hacia su consumación plena.

Por eso, pedimos al Señor y oramos al Espíritu de la Verdad que os ilumine y fortalezca a toda la comunidad educativa y a quienes os dedicáis a la ciencia para ser testigos de una conciencia verdadera y recta, para defender y promover el ‘esplendor de la verdad’, en apoyo del don y del misterio de la vida. En una sociedad a veces ruidosa y violenta, con vuestra cualificación cultural, con la enseñanza y con el ejemplo, podéis contribuir a despertar en muchos corazones la voz elocuente y clara de la conciencia.

Como cristianos somos conscientes de que la luz de Cristo debe brillar en el mundo. Vivimos de la certeza de que el cristiano es, al mismo tiempo, ciudadano del cielo y miembro activo de ciudad terrena. Por ello, el cristiano debe vivir la unidad de vida que el Concilio Vaticano II y el Magisterio Pontificio propone para que seamos los testigos convincentes del Evangelio en aquellos campos propios de la vocación seglar  en los que el hombre necesita la luz del discernimiento y la fuerza para trasformarlos según el espíritu del Evangelio.

Fieles al espíritu apostólico de vuestro Patrono, San Pablo, estáis llamados a propagar el Evangelio a cada persona en particular y a todos los ambientes de nuestra sociedad en los que se juega el destino de los hombres. Que sólo os mueva la certeza de que el Evangelio es la Verdad que salva al hombre y le lleva a la plenitud de la felicidad. Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe- Castellón

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Fiesta de la Virgen del Pilar, Patrona de la Guardia Civil

12 de octubre de 2011/0 Comentarios/en Homilías 2011 /por obsegorbecastellon
Castellón, 12 de octubre de 2011

(1 Cr 15, 3-4. 15-16; 16,1-2; Sal 26; Lc 11,27-28)

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¡Hermanas y  hermanos todos en el Señor!

Estimados Sr. Subdelegado del Gobierno y Sr. Coronel Jefe de la Comandancia de la Guardia Civil de Castellón: Les agradezco su amable invitación a presidir esta Eucaristía en el Día de la Patrona de la Guardia Civil. Estimadas autoridades civiles, judiciales y militares. Saludo con afecto a todos los miembros del Cuerpo de la Guardia Civil y a sus familias en el día de la Virgen del Pilar; ella es desde 1913, por propio deseo del Cuerpo, patrona, protectora y guía de la Guardia Civil. Hoy nos unimos a todos vosotros con esta Eucaristía de acción de gracias y de oración en la Fiesta de vuestra patrona.

La Virgen del Pilar nos remonta a los primeros momentos de la Evangelización de nuestra patria. La Virgen está con Santiago en el primer anuncio del Evangelio en nuestra tierra. Una antigua y venerada tradición nos dice que María reconforta y fortalece a orillas del Ebro en Zaragoza al Apóstol Santiago, cansado y desalentado en la difícil tarea de anunciar el Evangelio. Desde entonces, la Virgen del Pilar es aliento y protección de los cristianos de España y, más tarde, de los pueblos hispanos de América, en la obra siempre nueva y urgente de anunciar el Evangelio de Jesucristo, así como en la tarea para acogerlo y vivirlo en nuestra vida personal, familiar y profesional.

Este aliento y protección lo siento ahora al proclamar y explicar la Palabra de Dios ante todos Uds. en esta Misa, parte integrante de los actos oficiales de la Guardia Civil en honor a su Patrona, la Virgen del Pilar. Y no puedo hacer otra cosa sino anunciar el Evangelio de Jesucristo: porque con palabras de San Pablo: “¡Ay de mi si no anuncio el Evangelio!” (1 Cor 9, 16); y esto he de hacerlo “a tiempo y a destiempo”, con ocasión o sin ella (Cf. 2 Tim 2,4).

La primera lectura de hoy nos habla del Arca de la Alianza, que el rey David mandó trasladar a la tienda construida para darle cobijo. En el A.T., el Arca de la Alianza era el lugar por excelencia de la presencia de Dios en medio del pueblo de Israel en su peregrinar por el desierto (1 Cró 15,3-4.16; 16,1-2); si en esta día proclamamos esta lectura es porque María, la Virgen del Pilar, es el Arca de la Nueva Alianza por ser la Madre de Dios, por haber llevado en su seno virginal al mismo Dios; ella es signo elocuente de la presencia de Dios en nuestro mundo, en medio del pueblo cristiano y en medio de nuestro pueblo español.

Pero es más; La Virgen es como la columna que nos guía y sostiene día y noche en nuestro peregrinaje terrenal. El Pilar, esa columna sobre la que se aparece y es representada la Virgen, es símbolo del conducto que une el cielo y la tierra; es el signo de la acción de Dios en la historia y de lo que el hombre puede cuando da cabida a Dios en su vida. El Pilar es el soporte de lo sagrado, de la vida y del mundo, el lugar donde la tierra se une con el cielo, el eje a cuyo alrededor ha de girar la vida cotidiana, si quiere ser verdaderamente humana.

En María, Madre de Dios, la tierra y el cielo, Dios y el hombre, se han unido para siempre en su Hijo, Jesucristo. En Cristo Jesús, Dios mismo entra en nuestra historia y se hace presente, para mostrarnos quién y qué es Dios, y para desvelarnos la verdad del ser humano, del mundo y de la historia: su origen, su fundamento y su destino no son otros sino Dios mismo.

Por eso dice Jesús en el evangelio de hoy: “¡Mejor, dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!” (Lc 11, 27-28). María es dichosa, sí, por ser la Madre de Dios, por haberle llevado en su vientre y haberle amamantado. Pero, sobre todo, es dichosa por haber creído en Dios y a Dios, por haberse fiado de su Palabra, y por haberla puesto en práctica.

María se convierte así en modelo de fe, y en pilar seguro y firme de la Iglesia y de los creyentes: la fe en su Hijo, Jesucristo, y la profunda devoción a María, son los pilares sobre los que se fundamenta y va creciendo el pueblo de Dios en nuestra patria y en los pueblos de Hispanoamérica.

“¡Mejor, dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!”. Estas palabras van dirigidas hoy a nosotros. Jesús nos invita a abrir nuestra mente y nuestro corazón a Dios, a convertirnos a él, a escuchar y acoger su Palabra, a avivar nuestra fe cristiana, a llevar una vida coherente con la fe que profesamos. El Señor nos invita hoy a una renovación profunda de nuestra fe y vida cristiana, personal y comunitaria, profesional y pública. La fe, que hemos heredado, es un tesoro, que hoy necesita ser personalizada e impregnada por la experiencia de Dios, por el encuentro personal con Cristo, para que nuestra fe no sea mera tradición y los bautizados lleguemos a ser verdaderos creyentes y testigos.

Como antaño a Santiago, la Virgen del Pilar nos alienta hoy a todos los cristianos, independientemente de nuestra condición y profesión, para que no tengamos miedo de creer en Dios y a Dios. Ella nos susurra en este día: No tengáis miedo y abrid vuestro corazón a Jesucristo, arraigad vuestra existencia en él, fiaros de su Palabra, manteneos firmes en la fe cristiana, tened el valor de cumplir la Palabra y los mandamientos de Dios, cooperad día a día en la edificación del Reino de Dios: que es el reino de la verdad y de la justicia, de la gracia y de la vida, del amor y de la paz.

No nos avergoncemos de ser cristianos, en privado o en público, en nuestra familia o en nuestra profesión. La fe cristiana no es algo del pasado, sino tremendamente actual, porque Cristo Jesús vive, y da la vida porque ha resucitado. La fe cristiana no es un sentimiento subjetivo y volátil, propio de personas débiles o pusilánimes. La fe cristiana no es destructora, sino constructora de humanidad.

La fe cristiana, si es verdadera, lleva a asumir y vivir los valores, las actitudes, los sentimientos y los comportamientos de Cristo en nuestra concreta situación de vida. La fe no es asunto exclusivo de la conciencia, ni de la esfera privada. La fe cristiana afecta a la existencia y la transforma en todas sus dimensiones: en la esfera personal y en la familiar, en la esfera laboral y en la pública. “¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!”.

La Virgen del Pilar vuelve nuestra mirada a Dios y desea ardientemente que abramos nuestro corazón a Dios. Una sociedad que se cierra a Dios se va haciendo cada vez más inhumana. Por el bien del ser humano, por el bien de nuestra sociedad y por el bien de nuestro pueblo es hora de volver a abrir las ventanas para que la luz de Dios entre en nuestra vida y en nuestra sociedad. Y más lo es, si cabe, en estos momentos de crisis profunda y generalizada: es hora de contar con Dios, de avivar las raíces cristianas de nuestro pueblo en lugar de negarlas, combatirlas o marginarlas. Nuestra herencia cristiana no pertenece a la arqueología; tampoco es un fardo que obstaculice el camino hacia el progreso, sino el mejor capital que poseemos, lo mejor que los cristianos podemos aportar a nuestra sociedad. Miremos hoy a la Virgen del Pilar y, como ella, fundamentemos nuestra vida y nuestro trabajo en Dios.

Queridos miembros del Cuerpo de la Guardia Civil. Pido a Dios, que María, la Virgen del Pilar, os siga protegiendo en vuestro trabajo de servicio al bien común de nuestra sociedad y de nuestro pueblo español: un trabajo silencioso, que no siempre es bien comprendido ni suficientemente valorado; pero un trabajo que es siempre necesario para la libertad, la seguridad y la convivencia en nuestra sociedad.

A Dios ruego también por todos vuestros compañeros y familiares, fallecidos o víctimas de la violencia, así como por todas sus familias. Que el Señor conceda su paz eterna a los difuntos, y consuelo y esperanza a los atribulados. A El se lo pedimos de manos de María, la Virgen del Pilar, por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Coronación Canónica y Pontificia de la Virgen del Rosario de Almazora

7 de octubre de 2011/0 Comentarios/en Homilías 2011 /por obsegorbecastellon
Almazora, 7 de septiembre de 2011

(Is 61, 9-11; Magnificat; Gal 4, 4-7; Lc 1, 26-38)

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“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Con estas palabras del Ángel Gabriel saludamos esta mañana con gozo desbordante y con afecto filial a la Virgen del Rosario, a la Mare de Déu del Roser. Y, con las palabras de María, la Virgen, alabamos y damos gracias ante todo a Dios, proclamamos la grandeza del Señor, porque ha hecho en ella maravillas. Con este sentimiento de alegría y de gratitud nos disponemos a coronar su imagen en nombre y con la autoridad del Santo Padre, Benedicto XVI, en este día en que con toda la Iglesia celebramos la Fiesta de la Virgen del Rosario. Agradecemos de todo corazón al Santo Padre la gracia que nos ha dispensado; y una vez le expresamos nuestro afecto filial y nuestra cordial comunión a Él que nos preside en la fe y en la caridad. Gracias Santo Padre. Y gracias también por los días de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, que han sido una rica fuente de gracia y de aliento y esperanza para todos.

 

Os saludo de corazón a todos cuantos os habéis unido a esta celebración: a los Sr. Párrocos de la Natividad, Mn. Joaquín Guillamón, de San José, Mn. José Manuel Agost, y de San Vicente, Mn. Anotnio Caja, así como a los Sres. Vicarios General y Episcopal de Pastoral y al resto de sacerdotes que en buen numero nos acompañan. Saludo con afecto y respeto a las muy dignas autoridades civiles y militares: al Sr. Alcalde y a los miembros de la Corporación Municipal. Mi saludo a la Reina y a las Damas de las Fiesta. Y -¡cómo no!- a la Presidenta y Corte de Honor de Santa Quiteria y de la Santísima Virgen del Rosario en sus Bodas de oro y a cuantos de un modo u otro estáis unidos a nosotros, muy especialmente a los enfermos y a los mayores.

La historia de Almazora es impensable sin su devoción a la Virgen del Rosario, a la Mare de Déu del Roser. A lo largo de los siglos hasta el día de hoy, ella ha sido y es para los almazorinos la Madre atenta y solícita, la mediadora de todo don y de toda gracia, venerada e invocada como auxilio de los cristianos, consuelo de los afligidos y refugio de los pecadores. Ella es signo y medio permanente de la bondad de Dios para con todos vosotros. Así lo entendieron y vivieron vuestros antepasados en la fe: fue su experiencia de la cercanía maternal de María, la que os llevó hace cincuenta años a la creación de la Corte de Honor de Santa Quiteria y de la Santísima Virgen del Rosario. Al hacerlo no sólo manifestabais vuestra sincera gratitud a la Madre por todos los bienes recibidos por su intercesión, sino que también se expresaba vuestra fe viva y vivida en ella como Madre de Dios y Madre nuestra.

En recuerdo del 50º Aniversario de la creación de la Corte, a petición de las tres parroquias y del Ayuntamiento de la Ciudad, y para mantener viva la devoción a la Mare de Déu del Roser hoy coronamos su imagen. Hoy recordamos también el Año Mariano de 1987, en que fue construida la Ermita y comenzó a celebrarse con gran solemnidad el traslado anual de la imagen de la Virgen. La devoción a la Virgen del Rosario ha crecido a lo largo de estos años; el pueblo fiel de Almazora la sigue venerando con gran devoción como Madre y Patrona.

Pero ¿qué significa coronar a la Mare de Déu del Roser? ¿Por qué coronamos su imagen? Al coronar la imagen de la Virgen del Rosario proclamamos a María, la Virgen, como Reina nuestra. Y lo hacemos porque ella es la Madre de Hijo de Dios, el Rey mesiánico, cuyo reino no tendrá fin (cfr. Lc 1, 33). A María la llamados Reina, porque, por amor de Dios, -la llena de gracia de Dios-, fue unida íntimamente a Cristo y asociada a la obra redentora de su Hijo, y así nos lleva a la fuente de la Gracia (cfr. Jn 19, 26-27). Y, finalmente, a María la proclamamos Reina, porque ya participa plenamente de la gloria de su Hijo en cuerpo y alma: ella ha recibido ya la corona merecida (cfr. 2Tm 4,8), la corona de gloria que no se marchita: María se ha convertido así en esperanza nuestra (cfr. 1Pe 5, 4). María, la Mare de Déu del Roser, es la Madre de Dios y también Madre nuestra, la Madre de la Iglesia y la Madre de todos los creyentes; ella es la Madre que nos acompaña con su protección maternal a los creyentes de todos los tiempos en nuestro peregrinaje por los caminos de la historia. Generación tras generación, los creyentes experimentamos su protección maternal; por ello la invocamos con confianza, la llamamos bendita entre todas las mujeres y la proclamamos Reina.

Pero no podemos separar a María de su Hijo. Su grandeza y realeza radican en ser la criatura elegida por Dios para ser Madre de su Unigénito, el Mesías y Rey. El Hijo de tu vientre le dice el Ángel “será grande, se llamará hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 30). Los cristianos sabemos bien que María no es una deidad –como a veces se puede leer en algún medio de nuestro entorno-. María es la Hija amada del Padre, la más grande de las mujeres de la tierra, la más excelsa de las criaturas, pero es una creatura no una diosa.

Ella supo responder con todo su ser a la elección amorosa y gratuita de Dios. Gracias a María, gracias a su fe y confianza en Dios, gracias a su esperanza en el cumplimiento de las palabras del Ángel y gracias a su gran amor, se ha podido realizar el acontecimiento central y decisivo en la historia de la humanidad. Con María se abre la puerta de la restauración humana. Por el ‘fiat’ de María, por la Encarnación del Hijo de Dios en su seno virginal, Dios ha venido a nosotros, Dios ha entrado en nuestra historia, Dios se ha hecho el Dios con nosotros, el Dios que camina a nuestro lado.

Gracias a María, la Palabra de Dios se ha hecho hombre en su seno por obra del Espíritu Santo; en su Hijo, Dios nos comunica su misma Vida y la Verdad última y definitiva de Dios sobre sí mismo, sobre la creación y sobre el hombre: en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre en el seno de María, Dios nos muestra que Él es amor, que nos ama a cada uno, que ama a este nuestro mundo, que conduce nuestra historia y la del mundo entero. No caminamos hacia la destrucción o la nada. Nuestra meta no está en el disfrute de lo efímero de las cosas, sino en Dios: Dios, que es amor, llama al hombre a la vida para hacerle partícipe de su misma vida, que es vida sin fin, que es felicidad plena. En el Verbo de Dios encarnado, Dios mismo se ha unido definitivamente al hombre y a todo hombre para hacernos partícipes de la misma Vida de Dios; por su muerte y resurrección nos ha liberado de esclavitud del pecado y de la muerte, y nos ha devuelto la Vida. Jesús de Nazaret, el Hijo de María, es el Camino hacia Dios y los hermanos; El es la Verdad plena sobre el mismo hombre; El es la Vida para el mundo.

Por esto, nos preguntamos ¿qué significa para nosotros coronar la imagen de la Mare de Déu del Roser? ¿Es un acto bello y solemne, histórico –como escuchaba está mañana en la radio- o es algo más, o es bastante más? No nos quedemos en lo externo y superficial. Si la proclamamos Reina debería ser porque queremos que ella reine en nuestro corazón, en nuestras familias, en nuestras comunidades parroquiales, en nuestra Ciudad y en nuestra Iglesia diocesana. Por ello este acto es una ocasión más que privilegiada para volver nuestra mirada Dios, a Jesucristo, Redentor de todos los hombres y el único en el que podemos ser salvos, el único que tiene palabras de vida eterna.

La imagen de la Virgen del Rosario tiene en su brazo a su Hijo. Acudimos a Ella porque brilla en nuestro camino, como signo de consuelo y de esperanza. Todo su gozo, gozo de madre nuestra, está en darnos a Cristo, en llevarnos hasta Jesús. En el fondo no se acude a María si no es para encontrar en Ella a Jesús y su salvación. Quien se acerca a María que nos muestra a Jesús, fruto bendito de su vientre, se acerca también al Salvador. Es preciso que cada uno de los cristianos demos un gran paso y nos encontremos con Jesucristo, lo conozcamos, lo acojamos en nuestra vida, lo amemos, lo sigamos. Es necesario, mis queridos hermanos y hermanas, que abramos de par en par nuestro corazón a Cristo, al Hijo de Dios, al Enmanuel, Dios-con-nosotros, al Hijo de María. El es la Palabra de Dios, que, encarnándose, renueva todo; él, verdadero Dios y verdadero hombre, el Señor del universo, es también señor de nuestra historia, el principio y el fin de toda ella.

Esta persuasión y certeza es el eje sobre el que se debe articular nuestra vida personal, familiar y comunitaria. Mirar a Jesucristo, encontrarnos con Él, identificarnos con Él, conocerle, amarle, seguirle, poner todo en relación con Él, hacer que Él esté en el centro, y que Él dé vida e ilumine todo: ése es precisamente el sentido de nuestro existir cristiano. El camino de la necesaria renovación de la Iglesia, de nuestras comunidades, de nuestras familias y de cada uno de nosotros no puede ser otro que Cristo y nuestra conversión a él y a su Evangelio. Madre Teresa de Calcuta fue preguntada por donde debía comenzar el cambio de la Iglesia: “Por Ud. y por mi”, contestó. Necesitamos cambiar nuestra mente y nuestro corazón para pensar, sentir y obrar según Dios como ocurre en María. ¿No es verdad que nuestra mente y nuestro corazón con demasiada frecuencia se han adaptado a los criterios del mundo alejado de Dios, se han secularizado? En el Rosario, rezado con atención, contemplación y devoción tenemos un camino precioso para acercarnos a Jesús y conocerlo, para dejarnos configurar por él nuestra mente y nuestro corazón. El Rosario es con sus misterios de gozo y de luz, de dolor y de gloria es un compendio del Evangelio, que nos lleva a Cristo. Recuperemos el rezo del Rosario personalmente y en familia: una familia que reza unida permanece unida.

De manos de María hemos de volver a la escuela de Cristo para hallar el verdadero, el pleno, el profundo sentido de palabras como paz, amor, justicia, libertad. Se hace urgente, mis queridos hermanos, un continuo esfuerzo por volver a Cristo, para que podamos tener el valor de decir sí a la vida, al respeto de la dignidad de todo ser humano, a la familia, fundada en el verdadero matrimonio, a una educación cristiana de nuestros hijos y de nuestros jóvenes, al trabajo honrado para todos, al sacrificio intenso para promover el bien común. Necesitamos volver a esta escuela de Cristo, que es conocimiento de El, que es escucha de su palabra, que es trato de amistad con El, para convertirnos a Dios, para poder decirle sí a Cristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Para edificar la nueva civilización del amor, sólo existe un camino: ponerse a la escucha de Cristo de manos de María, que nos dice “Haced lo que Él os diga”: dejémonos empapar por la fuerza de palabra y por su gracia; volvamos a la escuela de Cristo.

Miremos, una vez más, a la Virgen del Rosario. La Virgen, unida estrechamente a su Hijo Jesús, señala la senda que ha de seguir el cristiano tras su Señor. Una verdadera devoción a la Virgen llevará consigo una constante voluntad de seguir sus huellas en el modo de seguir a Jesús, su Hijo y Señor. María dedicada constantemente a su Hijo, se nos propone a todos como modelo de fe, como modelo de existencia que mira constantemente a Jesucristo. Como María, el cristiano se abandona confiado y esperanzado en las manos de Dios, vive dichoso, como ella, de la fe: nada hay tan apreciable como la fe que se traduce en amor a Dios y a los hermanos, en especial a los más pobres y necesitados. Que vuestra caridad hacia los necesitados se muestre en la generosidad en la colecta: al menos una cantidad igual a los gastos por la coronación debería ir destinada a los pobres.

Miremos, hermanos, a María. Ella es la estrella que nos guía en el peregrinaje de nuestra vida. Ella es la causa de nuestra alegría; su gloria es aliento para nuestra esperanza. Su fe y obediencia a la Palabra de Dios, que se hace carne en su seno virginal, el modelo y camino para llegar a la meta prometida. Ella es nuestra intercesora ante el Padre, el Hijo y el Espíritu. Acudamos a ella en todos los momentos de nuestra vida, en el dolor y en la enfermedad, en las alegrías y en las penas. Ella nos remite a su Hijo muerto y resucitado, el Evangelio de la esperanza.

Que la Mare de Déu del Roser os ayude a manteneros firmes en la fe y en la vida cristiana a los niños y a los jóvenes, a los matrimonios y a las familias. Que la Virgen del Rosario, vuestra Patrona, a quien a partir de hoy el pueblo fiel de Almazora proclamará Reina, reine en vuestros corazones. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

 

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Fiesta de San Pascual Baylón

17 de mayo de 2011/0 Comentarios/en Homilías 2011 /por obsegorbecastellon
Patrono de la Diócesis y de la Ciudad de Villarreal
Basílica de San Pascual, Villarreal – 17.05.2011

(Ecco 2, 7-13; Sal 33: 1 Cor 1, 26-31; Mt 11, 25-30)

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Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Como cada diecisiet a mayo, el Señor nos convoca en torno a mesa de su Altar y de su Palabra para honrar y venerar a San Pascual, Patrono de esta Ciudad de Villarreal y Patrono también de nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón. Hoy damos gracias a Dios una vez más por nuestro Santo Patrono, que desde su sencillez, desde su humildad y desde su amor, ha difundido por el mundo entero la devoción al Santísimo Sacramento del Altar. Sed bienvenidos todos cuantos os habéis unido a esta celebración de la Eucarística, en la que actualizamos el misterio pascual, la muerte y resurrección del Señor. Saludo de corazón también a cuantos estáis unidos a nuestra celebración desde vuestros hogares a través de la radio o de la televisión.

Los Santos, hermanos, no pertenecen sin más al pasado;  no son mera historia y cultura, pertenecientes a una tradición del pasado. Los Santos están siempre de actualidad. Sus biografías reflejan modelos permanentes de vida para todos los bautizados; ellos conformaron su vida según el Evangelio en el seguimiento fiel y radical de Cristo; los santos fueron testigos cercanos y concretos de Jesucristo y de su Evangelio para el hombre de su tiempo y para el hombre de todos los tiempos. Los santos nos muestran que es posible vivir la vocación cristiana al amor perfecto, a la santidad. Son  extraordinariamente humanos, precisamente porque surgen de la búsqueda de Dios y del seguimiento de Cristo. A través de ellos, el Señor Resucitado, muestra en el corazón de la Iglesia y en medio del mundo, la extraordinaria fuerza de la Vida Nueva, que brota de la resurrección del Señor; una Vida Nueva que es capaz de renovar y transformar todo: la existencia de cada persona, la misma realidad de la sociedad, de los pueblos y naciones e, incluso, de toda la Creación.

Los santos son las grandes figuras de los períodos más renovadores de su época y de su entorno social y cultural. Su forma de ser, de estar y de actuar en el mundo no suele ser espectacular sino que, con frecuencia, pasa desapercibida. Rehúyen los halagos y los aplausos. Son humildes y sencillos. Su alimento es la oración, la escucha de Dios y de su Palabra, la unión y la amistad con Cristo. En la entrega sencilla de sus vidas a Dios y a los hermanos cifran todos sus ideales personales.

San Pascual Bailón, nuestro Patrono, es uno de estos Santos. El permanece siempre actual en nuestra historia, en la historia de Villarreal y en la de nuestra Iglesia diocesana. Al celebrar un año más la Fiesta de Pascual vienen a nuestra memoria su vida sencilla de pastor y hermano lego.

Pero vienen también y sobre todo a nuestro recuerdo sus virtudes de humildad y de confianza en Dios. El mundo valora los títulos, los honores, las carreras, el dinero, el prestigio. Pascual nos muestra que se puede llegar a ser grande –y más grande no puede ser una persona que cuando llega a santo, a la perfección del amor- siendo humilde, naciendo de una familia humilde y en un pueblo sencillo, dedicándose a la tarea humilde de pastor de unos rebaños y después, como hermano lego, a las tareas humildes de la casa. Es la humildad la que brilla en su vida: todo un ejemplo y un mensaje para nosotros.

La humildad no es apocamiento ni cobardía. La humildad es vivir en la verdad de uno mismo; y esto sólo se descubre en Dios. A los humanos nos cuesta aceptar esta verdad; que somos criaturas de Dios, que cuanto somos y tenemos a Dios se lo debemos, que sin Dios nada podemos. Nos endiosamos y queremos ser como dios al margen de Dios. Y ahí comienza nuestro drama: comenzamos a vivir en la mentira, en la apariencia, en competitividad con los demás a ver quién es más o quien aparenta más.

Los santos, como Pascual, sin embargo, nos sitúan en la verdad de todo ser humano: en la verdad de nuestra vida, de nuestro origen y de nuestro destino. Venimos de Dios y hacia Dios caminamos. Sin Dios no somos nada. Lo más grande de nuestra vida es que Dios nos ama, que Dios nos ha creado por amor y para el amor, que Dios nos perdona continuamente, que nos ofrece su amistad. El hombre se hace precisamente grande no cuando se cierra a Dios en esa falsa idea de una autonomía absoluta ante todos y ante todo, también ante Dios; el hombre es y se hace grande cuando abre su corazón de par en par al amor de Dios en su vida. Dios, que es amor como nos dice San Juan (cf. 1 Jn 4,6), nos ama y nos llama participar de su amor: éste es el sentido de nuestra existencia. Dios no es un competidor de nuestra libertad, ni de nuestra felicidad. Dios nos ama. “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 8).

Pascual quiso imitar a Jesucristo que, siendo Dios, se hizo hombre, humilde y pobre. Quien se acerca a Jesucristo, una de las virtudes que aprende es la humildad, la sencillez, como lo hizo Pascual. “Yo te alabo Padre, dice Cristo en el Evangelio, porque has escondido los misterios de Dios a la sabios y entendidos, y se los has revelado a la gente sencilla”. Una vida humilde y sencilla como la de Pascual es el camino para abrirse a Dios en Cristo, para una vida lograda, plena y feliz, es el camino para el cielo, es camino hacia la santidad, es camino hacia la felicidad; es el camino que agrada a Dios y que aprovecha mucho a los hombres.

Pascual es testigo de Dios, de Cristo y de su Evangelio en la Iglesia y en el mundo: y lo es su testimonio vivo del amor de Dios en su entrega y servicio a los hermanos, a los pobres y a los más necesitados; un amor que él alimentó en su gran amor a la Eucaristía y en su profunda devoción a la Virgen.

El estilo de vivir San Pascual el Evangelio de Jesucristo, el Salvador del hombre, ha iluminado nuestra historia siempre: fuesen cuales fuesen las encrucijadas históricas, sobre todo, las más dramáticas por las que han atravesado nuestra Iglesia y nuestro pueblo. Evocándole y siguiendo su ejemplo se despejaba la esperanza y el camino de la recuperación personal, familiar, eclesial y social en cada momento. También hoy, Pascual nos muestra la vía inequívoca del camino por donde ha de dirigirse toda nuestra Iglesia diocesana en el momento actual; Pascual nos muestra el camino la renovación de la vida cristiana tan necesaria en nuestra Iglesia.

Vivimos tiempos de descristianización de nuestra sociedad en que no resulta fácil vivir la fe cristiana. Muchos de nuestros convecinos no han oído ni tan siquiera hablar de Dios ni de Jesucristo. Muchos bautizados necesitan ser evangelizados: desconocen a Jesucristo, no creen en él o se han alejado de la vida de fe en la comunidad de los creyentes. Viven como si Dios no existiera. Vivimos tiempos de ‘emergencia educativa’ en que la educación en general y la educación en la fe cristiana y su transmisión a la nuevas generaciones de bautizados resulta arduo y difícil. En esta situación, la Iglesia universal y nuestra propia Iglesia diocesana nos llama a una nueva evangelización hacia adentro y hacia fuera. Hoy resuena de nuevo el mandato de Jesús: “Id pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28, 19-20).

Nuestra Iglesia toda -en sus miembros y en sus comunidades- existe para evangelizar. Pero ¿cómo vamos a evangelizar si no estamos evangelizados, si no somos verdaderos cristianos?

Al mirar a Pascual se aviva en nosotros la historia de nuestro pueblo y de nuestra Iglesia diocesana; es una historia entretejida por tantas personas sencillas, que, como Pascual, supieron acoger a Dios en su vida y confiar en él, que se dejaron transformar por el amor Dios y lo hicieron vida en el amor y el servicio a los hermanos; personas que se encontraron con Cristo, creyeron en Él y lo siguieron, y unidas a Él, fueron en su vida ordinaria testigos elocuentes del Evangelio de Jesucristo. No nos limitemos a mirar con nostalgia el pasado, ni a quedarnos en el recuerdo de la tradición.

Celebremos con verdadera fe y devoción a San Pascual. Hacerlo así implica mirar el presente y dejarnos interpelar por nuestro Patrono en nuestra condición de cristianos de hoy; significa preguntarnos por el grado de nuestra fe y de nuestro seguimiento de Jesucristo, de nuestra fe y vida cristiana, por la transmisión de la fe a nuestros niños y jóvenes, por la vida cristiana de de nuestras familias y por la fuerza evangelizadora de nuestras comunidades eclesiales, familias, grupos eclesiales, cofradías y asociaciones.

San Pascual Baylón, por ser nuestro patrono, es guía en nuestra caminar cristiano. Que de sus manos y por su intercesión se avive en nosotros la fe y la confianza en Dios, que se avive en nosotros el espíritu de oración y la participación en la Eucaristía, que haga de nosotros testigos del amor de Dios en el amor a los hermanos. Y como él, pedimos la protección de la Virgen María: para que toda nuestra Iglesia asuma la tarea urgente de la evangelización. ¡Que la Mare de Déu de Gracia, bendiga a todos los ciudadanos y la Ciudad de Villarreal, a nuestra Iglesia diocesana y, de modo especial, a los que más necesitan de su protección de Madre!. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Centenario de la Fundación de las MM. Angélicas

15 de mayo de 2011/0 Comentarios/en Homilías 2011 /por obsegorbecastellon
Almenara,  15 de mayo de 2004

(Hech 2,4a.36-41; Sal 22; 1Pt 2,20b-25; Jn 10,1-10)

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Hermanas y hermanos en el Señor Jesús:

En el Domingo del Buen Pastor, el Señor nos convoca una vez más para celebrar el misterio pascual y para entonar nuestra acción de gracias por don de la Eucaristía; en ella unimos nuestra más ferviente y gozosa acción de gracias a Dios por el don de Santa Genoveva Torres Morales y por su obra, vuestra Congregación de las Angélicas, en el Centenario de su Fundación.

Desde Almenara, la tierra que vio nacer a Santa Genoveva a la vida terrena y a la nueva vida del resucitado en el bautismo, elevamos nuestra gozosa acción de gracias a Dios: cantemos y alabemos al Señor, que miró la humillación y sencillez de este ‘ángel de la soledad’ y la llenó con su gracia, que se hizo itinerario espiritual de santidad: desde entonces ella enriquece a la Iglesia y se ha convertido en fermento evangélico en la Iglesia y en el mundo.

A Dios, Uno y Trino, fuente y origen de todo bien y de todo don, alabamos y damos gracias por la humildad y entereza, por la fortaleza y la entrega, por la caridad y por la santidad de vuestra Santa Madre. Y a Dios damos gracias por el pasado y por el presente de vuestra Congregación; le alabamos por todos los dones que a través de vosotras ha ido derramando a lo largo de estos años sobre tantas mujeres solas y abandonadas en todo el mundo y, en especial, en esta Diócesis de Segorbe-Castellón.

Miramos el pasado con gratitud, y éste nos lleva a mirar el futuro con esperanza. Porque sabemos bien de Quien nos hemos fiado y con el salmista decimos: “El Señor es mi Pastor, nada me falta” (Sal 22).

Sí, hermanos y hermanas: la Palabra de Dios de este IV Domingo de Pascua nos recuerda que Cristo Jesús ha resucitado, para que en Él todos tengamos vida, esperanza y salvación. Dios ha constituido a su Hijo, Señor y Mesías; él es el ´pastor y guardián de nuestras vidas”; y en el Evangelio, Jesús, el Buen Pastor, nos recuerda: “Yo soy la puerta de las ovejas”, él es la puerta de la vida eterna, a la vida comunión con Dios. El ha venido para que tengamos vida y vida abundante, una vida que rompe toda soledad. Como dice el apóstol en la segun­da lectura: Sus heridas nos han curado, y por su resurrección nos ha devuelto la Vida de Dios. Por eso a la pregunta: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos?, responde Pedro: convertíos y bautizaos todos en el nombre de Jesucristo.

Pero Jesús es también la verdadera puerta de acceso a todo hombre. Quien no se acerca y entra en los demás a través de Cristo y con el corazón de Cristo, lo hará como salteador o ladrón. Sólo en Jesucristo somos capaces de amar verdaderamente a nuestro prójimo sin reducirlo a una posesión o por propio interés. Sólo por Jesucristo tenemos entrada en la vida eterna. Pero también sólo por Jesucristo podemos entrar verdaderamente en el corazón de los demás, en su soledad, en sus penas y en sus alegrías, en sus dramas y en su dolor; es decir, sólo por Jesucristo podemos amar a cada uno según se merece. El corazón del hombre está hecho para reconocer la voz del Señor. En la primera lectura se explica cómo a través del apóstol llegó esa voz a la multitud.  Y “estas palabras les traspasaron el corazón”, dice expresivamente el texto.

Los discípulos de Jesús, hemos de vivir en Cristo, con Cristo y desde Cristo según la plenitud del amor, siendo testigos de su amor en la donación de nosotros mismos. Nos dice san Pedro: Para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo padeció su pasión por vosotros, dejándoos un ejemplo para que si­gáis sus huellas.

La historia de la Iglesia nos nutre de numerosos testigos de este amor de donación. Uno de ellos es Santa Genoveva. Mujer humilde, tanto por su origen como por su cultura, poseyó la ciencia del amor divino, aprendido en su intensa devoción al Corazón de Jesucristo. Ella solía repetir: “Todo lo vence el amor”. Este amor la movió a consagrar su vida al servicio de las mujeres jubiladas, a remediar el desamparo y necesidad en que se encontraban muchas de ellas, atendiéndolas material y espiritualmente en un verdadero hogar, estando a su lado como “Ángel de la soledad”. Con este fin fundó en Valencia vuestro Congregación de las Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Santos Ángeles, el 2 de febrero de 1911.

Su obra sigue siendo hoy, a través de vosotras, de gran actualidad. La soledad y el abandono, con sus consiguientes peligros, están entre los males más dolorosos de todas las épocas. A ellos quiso hacer frente Genoveva Torres. A ella pedimos que vosotras, sus hijas, fieles al carisma que ella recibió del Espíritu y os dejó en testamento, continuéis su obra imitando su ejemplo.

Santa Genoveva fue instrumento de la ternura de Dios hacia las personas solas y necesitadas de amor, de consuelo y de cuidados en su cuerpo y en su espíritu. Ahora bien, la nota característica que impulsaba su espiritualidad era la adoración reparadora a la Eucaristía, fundamento desde el que desplegaba su apostolado, lleno de humildad y de sencillez, de abnegación y de caridad.

En la adoración eucarística, ella entraba en el corazón de Cristo: entraba en el amor de Cristo, un amor entregado hasta el extremo por la vida del mundo, por la vida de todos los hombres. Ella se sentía amada en el Amado. Un amor que llevaba a la entrega de sí misma para darse, gastarse y desgastarse hasta la muerte por las mujeres solas y abandonadas y por vosotras, sus hijas, a ejemplo del Buen Pastor. En la Eucaristía, aprendía a conocer a las personas en su corazón, y a salir en búsqueda de las necesitadas para llevarlas al amor de Cristo, al redil del Señor, siguiendo las huellas del Buen Pastor

La Eucaristía estaba en el centro de su vocación y de su vida consagrada. En la Eucaristía, ella se encontraba con el Señor, despojado de su gloria divina, humillado hasta la muerte en la cruz y entregado por cada uno de nosotros. Como para vuestra santa Madre, la Eucaristía debe ser para vosotras una escuela de vida, en la que aprendáis a entregar diariamente vuestra vida. Día a día, habéis de aprender que yo no poseéis vuestra vida para vosotras mismas. Día a día debéis aprender a desprenderos de vosotras mismas, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de vosotros en cada momento. Sólo quien da su vida la encuentra. Mirad y rezad a María, la virgen, como lo hacía Genoveva. María es la mujer eucarística; es decir, pura donación amorosa a la voluntad de Dios y, desde él, puro amor de entrega a la humanidad.

Al celebrar el año jubilar con ocasión del Centenario de vuestra Congregación, pedimos para vosotras la gracia de la renovación espiritual. Como la conversión, también la renovación debe ser algo permanente en la vida cristiana, consagrada y eclesial Para vosotras, queridas hermanas, se trata de vivir con fidelidad evangélica vuestro carisma fundacional como consagradas al Señor. Y ¿dónde mejor podréis encontrar la fuente de vuestra fidelidad renovada que en el encuentro con el Señor Eucaristía, como Genoveva? En la adoración eucarística y en la escucha atenta y dócil de la Palabra siguiendo a vuestra Fundadora podréis dar también respuesta a las nuevas necesidades, a las nuevas soledades que sufren las mujeres: solas, abandonadas, maltratadas o embarazadas.

El Señor os llama a reavivar vuestra fidelidad al “amor de Dios” en el servicio a la Iglesia y a la sociedad. Es vuestro servicio a la nueva evangelización. Y no olvidemos que la santidad es el camino fundamental de la renovación espiritual, que necesita nuestra Iglesia.

El Señor os invita y llama, queridas hermanas, a vivir con radicalidad vuestra consagración a Dios. Por vuestra especial vocación y consagración estáis llamadas a expresar de manera más plena el misterio pascual que estos días hemos celebrado. Unidas al Señor Resucitado y en Él seréis luz que alumbre las tinieblas de nuestro mundo y testigos de esperanza para la mujer de hoy. Vivid sencillamente lo que sois: signo perenne de la vocación más íntima de la Iglesia, recuerdo permanente de que todos estamos llamados a la santidad, a la comunión de todos en el amor de Dios.

El alma de vuestra vida consagrada es percibir, amar y vivir a Cristo como plenitud de la propia vida, de forma que toda vuestra existencia sea entrega sin reservas a Él. Dejad que Cristo viva en vosotras; seguidlo dejándolo todo; seguid sin condiciones al Maestro; dedicad toda vuestra vida, vuestro afecto, vuestras energías y vuestro tiempo a Jesucristo y, en Él, al Dios y Padre de todos. Vivid esa entrega sin dejar que os perturbe ninguna duda ni ambigüedad sobre el sentido y la identidad de vuestra consagración, fieles a Cristo hasta la muerte.

Queridos todos: En esta Jornada de oración por las vocaciones de especial consagración pidamos a Dios por las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada: pidamos especialmente por las hermanas Angélicas para que fieles al carisma de Santa Genoveva sigan siendo testigos del amor de Cristo a las mujeres que sufren soledad. Pidamos también para el ‘Dueño de la mies” suscite vocaciones en la carisma de las Angélicas.

Que la Virgen Maria, fiel y obediente esclava del Señor, os guíe, os ayude y os proteja a cada una de vosotras y a vuestra Congregación, hoy y siempre. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

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Ordenación presbiteral de seis diáconos

14 de mayo de 2011/0 Comentarios/en Homilías 2011 /por obsegorbecastellon
Castellón, S.I. Concatedral de Santa María,
14 de Mayo de 2011
(Fiesta de San Matías y Vispera del Domingo del Buen Pastor)

(Hech 1,15-17.20-26; Sal 22; 1 Pt 2,20b-25; Jn 15,9-17)

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Hermanos en el sacerdocio, diáconos y seminaristas; queridos hermanos y hermanas en el Señor Jesús:

«El Señor es mi Pastor nada me falta» (Sal 22). Junto con todos vosotros doy gracias al Señor, el Buen Pastor, por el don de estos nuevos pastores del pueblo de Dios. Como obispo de esta diócesis me alegra particularmente acoger en nuestro presbiterio diocesano a seis nuevos sacerdotes.

Os saludo muy especialmente a vosotros, queridos ordenandos: Manolo, Alberto, Pablo, Juan Mario, José Miguel y Mauro. Hoy estáis en el centro de la atención de esta porción del pueblo de Dios de Segorbe-Castellón, un pueblo simbólicamente representado por cuantos llenamos esta S. I. Concatedral de Santa María: la llenamos, sobre todo, de oración y de cantos, de afecto sincero y profundo por todos y cada uno de vosotros, de auténtica conmoción, de alegría humana y espiritual. En nuestra asamblea ocupan un lugar especial vuestros padres y familiares, vuestros amigos y compañeros, vuestros superiores y formadores del seminario, las distintas comunidades parroquiales a las que vosotros mismos ya habéis servido pastoralmente y las comunidades neocatecumenales, que os han acompañado en vuestro camino cristiano. No olvidamos tampoco la cercanía espiritual de muchas otras personas, familiares y amigos, aquí en España y al otro lado del Atlántico; y a tantas otras personas humildes y sencillas pero grandes ante Dios, como las monjas de clausura y los enfermos. Ellos os acompañan con el don preciosísimo de su oración y de su sufrimiento.

La Palabra de Dios de este día, Fiesta del Apóstol San Matías en la Víspera ya del Domingo de Buen Pastor, centra nuestra mirada una vez más en Cristo Jesús, el Señor Resucitado, el Maestro, el “Pastor y Guardián de nuestras vidas” (1 Pt 2, 25), el Buen Pastor, la puerta al redil del Pueblo de Dios. Quizá andabais «descarriados como ovejas» sin pastor, pero Él os encontró, os atrajo hacía sí, os convirtió a él, os hizo sus amigos, os eligió y os llamó para ser en su nombre y representación pastores del Pueblo santo de Dios. Sí: no lo olvidéis. No le habéis elegido vosotros a Él; Él ha sido quien os ha elegido a vosotros a través de su Iglesia como a Matías. Cristo Jesús os dice también a vosotros: «Soy yo quien os ha elegido» (Jn 15,16); y lo ha hecho a pesar de vuestra pobreza y fragilidad.

Vuestra llamada al sacerdocio ordenado es un gran don de la benevolencia divina. Bien lo sabéis vosotros. Llegáis al sacerdocio no por propios méritos, sino por elección de Jesús, por su amor de predilección hacia vosotros. Recibís esta gracia no para provecho y beneficio propio, sino para ser pastores al servicio de Cristo y de los hermanos. Si estáis abiertos a la gracia inagotable del sacramento, ésta os transformará interiormente para que vuestra vida, unida en el amor para siempre a Cristo sacerdote, se convierta en permanente servicio y total entrega.

Por ello recordad siempre la exhortación del Señor: «Como el Padre me amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Es el amor el que os garantizará vuestra unión con el Señor. Unidos con Cristo y amándonos como él nos amó, tenemos la seguridad de que Dios permanece con nosotros como permaneció en El. Somos amados en el Amado. Esta es la identidad decisiva como discípulos de Cristo, que ha de estar siempre en vuestra conciencia de sentiros hijos amados en el Amado. Esto comporta una fidelidad siempre fresca e insobornable a vuestro «Sí» a Cristo; al amor comunicativo que en Cristo el Padre nos ofrece, y a la progresiva transformación que semejante comunión con Cristo, en Cristo y por Cristo se ha de ir verificando en vuestra vida en la medida en que os vayáis dejando amar en Él.

Antes de enviaros para que deis fruto, el Señor os va a asociar, como a Matías, al ministerio apostólico como colaboradores del mismo. A través de mis manos, Jesucristo, el Buen Pastor de su Iglesia, os va a consagrar hoy para ser presbíteros suyos y de su Iglesia. Mediante el gesto sacramental de la imposición de las manos y la plegaria de consagración, os convertiréis en presbíteros para ser, a imagen de Cristo, el Buen Pastor. Configurados con Cristo, participaréis así en su misma misión, maestro, sacerdote y rey, para que cuidéis de su grey mediante el ministerio de la palabra, de los sacramentos y el servicio de la caridad.

Ungidos por Dios con la fuerza del Espíritu, por el sacramento del orden seréis en comunión con el Obispo maestros autorizados de la Palabra en nombre de Cristo y de la Iglesia; seréis, a la vez, ministros de los sacramentos en la persona de Cristo, Cabeza, servidores suyos y administradores de los misterios de Dios (cf. 1 Cor 4, 1), y seréis pastores celosos de la grey que os sea encomendada a ejemplo del «Buen Pastor» (Jn 10, 11).

Pertrechados por el sacramento del orden, el Señor os envía y destina «para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure» (Jn 15,16). ¿Cuál es el fruto que el Señor y, con Él, la Iglesia espera de vosotros? Sencillamente el fruto del Amor entregado.

Antes de nada, el Señor espera de vosotros que lo reflejéis con vuestras palabras y con vuestras vidas de modo nítido y trasparente a Él, el Buen Pastor, el Señor Resucitado. Sólo él es el Buen Pastor, el Mayoral y el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4); sólo Él es la puerta de las ovejas, la entrada en el redil de los hijos de Dios, por la que debéis entrar vosotros primero. Sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por medio de Él y en la más íntima comunión con Él. Sólo partiendo de Él, actuando con vistas a Él y en comunión con Él podréis realizar el servicio pastores del Pueblo de Dios.

Jesús señala además las condiciones del Buen Pastor, que son el fruto que Él espera de los pastores del Pueblo de Dios: dar la vida por las ovejas, conocerlas y preocuparse especialmente de las que están fuera del redil y del rebaño.

«El buen pastor da la vida por sus ovejas» (Jn 10, 11). Jesús espera de vosotros que deis, gastéis y desgastéis la propia vida por las ovejas, por las personas que os sean encomendadas. Es la suprema muestra del amor, del celo apostólico, de la caridad pastoral. De lo contrario viviréis no para el ministerio, sino del ministerio; os serviréis de él en beneficio y provecho propio, en lugar de vivirlo como servicio desinteresado a los hermanos.

No es el autoritarismo ni el afán de medrar en puestos o la propia exaltación o estima humana, sino el servicio humilde de Jesucristo, el servicio fraterno y la entrega desinteresada, lo que caracteriza al buen pastor. Ser buen pastor exige entrega incondicional y amor entrañable Cristo, a la comunidad y a cada uno de los que la forman. Lo decisivo no es el título, sino la actitud y testimonio de entrega total: vuestro único interés ha de ser llevar a las personas al encuentro transformador y vivificador con Jesucristo y su Evangelio. No se trata de gestos heroicos, sino de los pequeños gestos del día a día.

La entrega de sí mismo hasta en la muerte, a ejemplo del Buen Pastor, la aprenderéis a vivir en la Eucaristía; por eso la Eucaristía ha de estar en el centro de vuestra vida sacerdotal. Celebrar la Eucaristía de modo adecuado es encontrarse con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. Debemos darla día a día. Debemos aprender día a día que yo no posemos nuestra vida para nosotros mismos. Día a día debemos aprender a desprendernos de nosotros mismos, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de nosotros en cada momento. Sólo quien da su vida la encuentra.

Además el buen Pastor «conoce a sus ovejas y las suyas le conocen a él» (Jn 10, 11). ‘Conocer a alguien’ en sentido bíblico es mucho más que saber su nombre y apellido. Se trata de un conocimiento personal, un conocimiento del corazón con el corazón de Cristo, que surge del encuentro con el otro, del compartir su dolor y su drama. Este conocimiento implica cercanía a los fieles y amor apasionado por ellos, vivir entre ellos y con ellos, salir a su búsqueda y a su encuentro, como hizo Jesús. De lo contrario es imposible conocer sus gozos y sus angustias, sus necesidades e inquietudes para ofrecerles a Cristo, la Palabra y el Alimento de Vida. Existen muchas formas, y a veces muy sutiles, de vivir aparte, al margen o por encima de los fieles. Nadie puede cuidar la comunidad desde casa, desde el despacho o desde el templo. El pastor bueno acorta las distancias, dialoga con su gente con sencillez.

Para conocer las ovejas, hay que estar con ellas. Sabemos muy bien que cada día son más los bautizados alejados de la Iglesia. Sólo quien vive con verdadero celo apostólico, sabrá acercarse a los alejados. Aquí es donde se conoce al buen pastor. El estilo pastoral, que nos pide Jesús, el Buen Pastor, es el de una pastoral misionera y personal. Jesús sabe acoger a las personas en un encuentro personal e íntimo. En Jesús se da un respeto profundo a las personas en su intimidad más honda. Y ahí empieza la cura más profunda, su método de salvación. Es un camino delicado, es el camino del buen pastor.

Y, finalmente, Jesús nos dice: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn, 10, 16). El auténtico pastor no se cierra en su ghetto, ni piensa solamente en los de dentro. El Buen Pastor tiene un corazón amplio, abierto, universal; se siente interpelado por la llamada de la Iglesia a la nueva evangelización para que Jesucristo y el Evangelio de Salvación lleguen a todos. La comunidad universal de los hombres que está invitada a escuchar, acoger y vivir el Evangelio. Seguir las huellas del Buen Pastor es aceptar este espíritu amplio y universal, que rompe todas las fronteras.

Demos gracias a Dios por vuestra ordenación sacerdotal. Ojalá que vuestro ejemplo aliente también a otros jóvenes a seguir a Cristo con igual disponibilidad. Por eso, oremos en esta Jornada dedicada a las vocaciones, para que el «Dueño de la mies» siga llamando obreros al servicio de su Reino, porque «la mies es mucha y los obreros» (Mt 9, 37).

Que María, la Mater Dei y la Redemptoris Mater, os mantenga siempre en el amor a su Hijo, el Buen Pastor, y os proteja y aliente en la nueva etapa de vuestra vida, que ahora va a comenzar con vuestra ordenación sacerdotal. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón

 

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Fiesta de San Juan de Ávila

10 de mayo de 2011/0 Comentarios/en Homilías 2011 /por obsegorbecastellon
Castellón, Capilla del Seminario Mater Dei
10 de mayo de 2011

(1 Cor 9,16-19.22-23; Sal 88; Jn 15, 9-17)

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Queridos sacerdotes, diáconos y seminaristas:

Con alegría celebramos hoy a nuestro santo Patrono, San Juan de Ávila. Esta Jornada Sacerdotal es un día para la acción de gracias, para la alabanza y para la petición, hecha compromiso de vida.Damos gracias a Dios por el don de San Juan de Ávila, «maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico». Animados por el Apóstol de Andalucía, por su espíritu, ejemplo y enseñanzas, manifestamos nuestra gratitud por el don de nuestro ministerio. Con las palabras del Salmo (88), cantamos las misericordias del Señor, proclamamos su grandeza por las maravillas que ha obrado en nosotros. Unidos en la oración suplicamos a Dios Padre que nos conceda la gracia de la santidad y de la fidelidad creciente a todos los sacerdotes, siguiendo las huellas de su Hijo, el Buen Pastor, y el ejemplo de nuestro Patrono, San Juan de Ávila.

Con sincero agradecimiento os felicitamos de corazón a vosotros, queridos sacerdotes, que celebráis hoy las Bodas de Oro: Francisco Javier Iturralde Pachés, Fernando Moreno Aguilar y Julio Silvestre Fornals. También felicitamos en su primer aniversario de ordenación a Oscar Bolumar Asensio y José Sánchez López. Si día a día hemos de dar gracias a Dios por nuestro ministerio, hoy percibimos más vivamente esta necesidad. En los años de ministerio sacerdotal todos vamos experimentando que el Señor enriquece nuestra pobreza y fortalece nuestra fragilidad, recordando las palabras de Jesús: «Soy yo quien os ha elegido» (Jn 15,16). En esta jornada jubilar y sacerdotal en que pedimos especialmente por la santificación de los sacerdotes, todos estamos llamados a revitalizar nuestro compromiso apostólico. Es un día de renovación espiritual para redescubrir la belleza y la grandeza del don del sacerdocio.

Queremos encontrarnos con el Señor y Él desea que permanezcamos en su amor y alcancemos la alegría de la unidad. Nos repite constantemente: permaneced en mí, permaneced en mi amor. Es el amor el que nos garantiza nuestra unión con el Señor. Unidos con Cristo y amándonos como Él nos amó, tenemos la seguridad de que Dios permanece con nosotros como permaneció en El. Somos amados en el Amado. Esta es la identidad decisiva de los discípulos de Cristo que ha de estar en la conciencia profunda de sentirse hijo amado en el Amado.

Esto comporta una actitud de disponibilidad responsable: fidelidad insobornable a un «Sí» dado a Cristo; al amor comunicativo que en Cristo el Padre nos ofrece, y a la progresiva transformación que semejante comunión con Cristo, en Cristo y por Cristo se ha de ir verificando en nuestra vida en la medida en que nos vayamos dejando amar en Él.

San Juan de Ávila vivió esta experiencia del amor de Dios. Su memoria ha sido y sigue siendo un referente para los sacerdotes como modelo realizado de un sacerdote santo: un sacerdote que ha encontrado la fuente de su espiritualidad en el ejercicio de su ministerio, configurado con Cristo. Fue un enamorado de la Eucaristía, fiel devoto de la Virgen, conocedor de la cultura de su tiempo, buen consejero y animador de las vocaciones sacerdotales, religiosas y laicales. Vivió en comunión la amistad, la fraternidad sacerdotal y el trabajo apostólico. Lo mejor de sus afanes apostólicos lo vuelca en la formación de los candidatos al sacerdocio; él es consciente de que la verdadera clave de la reforma de la Iglesia estaba en la selección y buena formación de los pastores, tal como escribía al Concilio de Trento. En su tiempo no había escasez de vocaciones como tenemos ahora; el problema era las motivaciones y la calidad de la formación tanto intelectual como espiritual.

Queridos sacerdotes, en las jornadas sacerdotales nos vamos adentrando en la espiritualidad específica del sacerdote diocesano; tenemos que seguir progresando en encarnar esa espiritualidad. También al Maestro Ávila le tocó vivir tiempos difíciles. Eran tiempos de reforma. Siempre es tiempo de reforma. Él estaba convencido de que si se reformaba el estado eclesiástico, estaría encaminada la renovación de la Iglesia. «Este es el punto principal del negocio y que toca en lo interior de él; sin lo cual todo trabajo que se tome cerca de la reformación será de muy poco provecho, porque será o cerca de cosas externas o, no habiendo virtud para cumplir las interiores, no dura la dicha reformación por no tener fundamento».

La caridad pastoral es la clave de la santidad del presbítero, a imitación de Cristo. Así lo expresa cuando escribe: «No solamente la cruz, más la misma figura que en ella tienes nos llama dulcemente a amar. La cabeza tienes reclinada para oírnos y darnos besos de paz, con la cual convidas a los culpados. Los brazos tienes tendidos para abrazarnos. Las manos agujereadas para darnos tus bienes, el costado abierto para recibirnos en tus entrañas, los pies enclavados para esperarnos y para nunca poderte apartar de nosotros. De manera que mirándote, Señor, en la cruz, todo cuanto vieren mis ojos, todo convida a amor: el madero, la figura, el misterio y las heridas de tu cuerpo. Y sobre todo el amor interior me da voces que te ame y nunca te olvide mi corazón» (Tratado del Amor de Dios, 14).

La contemplación del Buen Pastor nos lleva a recordar la misión de pastorear sus ovejas, subrayando la dimensión eclesial en la caridad pastoral. Amor al Buen Pastor y a sus ovejas son las dos vertientes de la caridad pastoral y la clave de la santidad y la espiritualidad sacerdotal. Dirá que para ejercer el ministerio son necesarias la prudencia, la paciencia, la fortaleza, el conocimiento de la teología y moral, la diligencia, la castidad, la eficacia en la palabra y la oración, pero «sobre todo conviene al cura tener verdadero amor a nuestro Señor Jesucristo, el cual le cause un tan ferviente celo que le coma el corazón con pena de que Dios sea ofendido y le haga procurar cómo las tales ofensas sean quitadas, y que sea honrado Dios y muy reverenciado, así en el culto divino exterior como en el interior, teniendo para con Dios corazón de hijo leal y para sus parroquianos de verdadero padre y verdadera madre» (Tratado del Sacerdocio, 39).

El santo Maestro de Ávila tomó por modelo a los Apóstoles y, particularmente a san Pablo, al que tanto imitó en su vida en el la evangelización de todas las Iglesias del sur de España. Él hizo suyas las palabras de San Pablo «Ay de mi si no anuncio el Evangelio» (1 Cor 9,16). En este tiempo en que la Iglesia nos llama con urgencia a la nueva evangelización, la doctrina y el ejemplo de vida de San Juan de Ávila iluminarán los caminos y métodos a seguir, y el nuevo ardor necesario para anunciar a Jesucristo y construir la Iglesia se encenderá al contacto con su celo apostólico. Él es un verdadero «Maestro de evangelizadores». Sus enseñanzas nos ayudan a los sacerdotes y a todos los miembros del Pueblo de Dios en el fiel cumplimiento de nuestra vocación.

Los distintos campos y dimensiones de nuestra pastoral y de la nueva evangelización se ven iluminados y fortalecidos a la luz de los escritos y vida de este santo pastor y evangelizador. En la catequesis, Juan de Ávila es un buen modelo y estímulo para nosotros hoy. Él sabe transmitir con seguridad el núcleo del mensaje cristiano y formar en los misterios centrales de la fe y en su implicación en la vida cristiana; provoca la adhesión a Jesucristo y llama a la conversión. En la pastoral de la educación y de la cultura, de tanta importancia en nuestros días, Juan de Ávila fue un pionero. El fundó una Universidad, dos Colegios Mayores, once Escuelas y tres Convictorios para formación permanente integral de clérigos. Varias de estas escuelas y colegios eran para niños huérfanos y pobres. Buscaba con ello lo que hoy llamamos la formación integral con una orientación cristiana de la vida.

La memoria de San Juan de Ávila nos recuerda que no hay santidad de vida sin celo evangelizador ni celo evangelizador sin santidad de vida. Evangelizados y evangelizadores, son dos palabras inseparables. No podemos dar cabida al miedo que provoca la mediocridad y que nos impide caminar con confianza.

Por eso oramos diciendo: Señor Jesús, en cualquiera de las etapas de nuestra vida sacerdotal, Tú nos continúas diciendo: ¡Sígueme! Es tu llamada siempre actual que nos indica el seguimiento de adhesión amorosa a tu voluntad de anunciar el Evangelio. Sabes que somos débiles pero te amamos. Sabes que interrogados sobre el amor, como Pedro, dudamos, sentimos miedo, no sabemos qué contestar. Pero te decimos con toda confianza: Tú sabes todo, tú sabes que te amamos.

Escucha también esta mañana nuestra oración fraterna por nuestros hermanos sacerdotes fallecidos en este último año: Juan Bautista Alba Berenguer, Manuel Granell Cotanda, José Manuel Portalés Cantavella y Miguel Romero Navarro; y, en especial, por Manolo Mechó Gavaldá que este año hubiera celebrado las Bodas de Oro Sacerdotales en la tierra. Concédeles a todos participar del banquete celestial.

Y a todos nosotros haznos pastores santos de tu Iglesia; y concédenos la gracia de encontrar en la Eucaristía el alimento para nuestro camino de perfección y la fuerza para la tarea de nueva Evangelización. Que la Reina de los Apóstoles y San Juan de Ávila intercedan por nosotros para que en todo momento seamos trasparencia nítida y mediadora del Buen Pastor. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón

 

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Pascua de Resurrección

24 de abril de 2011/0 Comentarios/en Homilías 2011 /por obsegorbecastellon
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 24 de abril de 2011

(Hech 10, 34ª.37-43; Sal 117; Col 3.1-4; Jn 20, 1-9)

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“¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!”. Es la Pascua de la Resurrección del Señor, el Día en que actuó el Señor, día de gozo, de triunfo y de gloria. Cristo ya no está en la tumba, en el lugar de los muertos. Su cuerpo roto, enterrado con premura el Viernes Santo ya “no está aquí”, en el sepulcro frío y oscuro, donde las mujeres lo buscan al despuntar el primer día de la semana. Cristo ha resucitado. El Ungido ya perfuma el universo y lo ilumina con nueva luz.

Porque Cristo ha resucitado podemos cantar: “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?”. El autor de la vida ha vencido a la muerte. Alegrémonos, porque Cristo ha resucitado y, en su resurrección, el Padre Dios muestra que ha aceptado el sacrificio de su Hijo y en Él hemos sido salvados. “Muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”.

¡Cristo vive! Esta es la gran verdad de nuestra fe. Aquel, al “que mataron colgándolo de un madero” (Hech 10, 39) ha resucitado verdaderamente, triunfando sobre el poder del pecado y de la muerte, de las tinieblas y de la angustia. La resurrección de Cristo, hermanos, no es un mito para cantar el eterno retorno de la naturaleza en primavera. Tampoco es una “historia piadosa” nacida de la credulidad de las mujeres o de la profunda frustración de un puñado de discípulos. La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico y real que sucede una sola vez y una vez por todas: El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos: Jesús vive ya glorioso y para siempre.

En Pascua celebramos que Cristo no ha quedado en el sepulcro, que su cuerpo no ha conocido la corrupción. Cristo pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos; nos alegramos porque Él es Alfa y al mismo tiempo Omega, y existe por tanto, no sólo ayer, sino también hoy y por la eternidad (cf. Hb 13, 8).

Pero nosotros vemos la resurrección tan fuera de nuestro horizonte y tan extraña a todas nuestras experiencias, que como los discípulos nos preguntamos: “¿Qué es eso de resucitar de entre los muertos?”. Y ¿qué significa para nosotros, para el mundo y para la historia en su conjunto?

En primer lugar, ¿qué es eso de resucitar de entre los muertos? La resurrección de Cristo no es una vuelta a la vida terrenal, para volver a morir. Es algo totalmente distinto, que está más allá de nuestras coordenadas del espacio y del tiempo. Como dice Benedicto XVI, la resurrección “es –si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución– la mayor ‘mutación’, el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia” (Homilía de la Vigilia Pascual de 2006).

¿Qué sucedió en la resurrección? Jesús ya no está en el sepulcro, vive una vida totalmente nueva. Pero, ¿cómo pudo ocurrir eso? No olvidemos que Jesús era Dios y hombre. El hombre Jesús era uno con el Dios vivo; estaba unido totalmente a Dios y formaba con Él una sola persona. Se encontraba, por así decir, en un mismo abrazo con Aquél que es la vida misma; un abrazo que abarcaba y penetraba todo su ser. La vida del hombre Jesús –nos dice Benedicto XVI- “no era solamente suya, era una comunión existencial con Dios y un estar insertado en Dios, y por eso no se le podía quitar realmente. Él pudo dejarse matar por amor, pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Él era una cosa sola con la vida indestructible, de manera que ésta brotó de nuevo a través de la muerte” (ib.).

Estos días hemos recordado que la muerte de Cristo fue un acto de amor, de total entrega por amor al Padre y a la humanidad. En la última Cena, Cristo anticipó su muerte en la Cruz y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del “morir y devenir”. Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo.

La resurrección del Señor no es un milagro cualquiera del pasado, sin relevancia alguna para nosotros; es algo que afecta a toda la creación. La resurrección de Cristo es un salto cualitativo en la historia de la ‘evolución’ y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí. Cristo ha resucitado y su resurrección no algo hundido en el pasado.  No: ¡Cristo vive! Su resurrección nos muestra que Dios no ha abandonado a los suyos, a la humanidad, a la creación entera. Con la resurrección gloriosa del Señor todo ha sido recreado, todo adquiere un nuevo sentido: la existencia humana, la historia de la humanidad y el futuro de la creación.

Para que la resurrección del Señor pueda llegar efectivamente hasta cada uno de nosotros y atraer nuestra vida hacia Él y hacia lo alto son necesarios la fe y el bautismo.

La Palabra de Dios de hoy nos invita precisamente a acercarnos a la resurrección del Señor, acogiendo con fe el signo del sepulcro vacío y, sobre todo, el testimonio de “los testigos que él había designado”, a los que se apareció, “con los que comió y bebió después de su resurrección”; a ellos les encargó dar solemne fe y testimonio de su resurrección (cf. Hech, 10, 41-42).

La tumba vacía es un signo esencial, aunque imperfecto, de la resurrección. Algunos, como María Magdalena, ante el hecho del sepulcro vacío, exclamarán: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2). Otros, como Pedro, se contentarán con certificar el hecho de la tumba vacía: “entró en el sepulcro y vio las vendas en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte” (Jn 20,6). Juan, por el contrario, “vio y creyó.  Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 20,8-9).

Para aceptar el sepulcro vacío como signo de su resurrección es necesaria le fe, como Juan; y es necesario el encuentro personal con el Resucitado para superar los miedos a creer, para superar las dudas y la primera incredulidad en la resurrección del Señor, como ocurrió con las mujeres, con los discípulos de Emaús o con Tomás.

La resurrección pide creer personalmente que Cristo vive. También de nosotros se pide un acto de fe en comunión con la fe de los apóstoles, testigos del Señor resucitado; una fe que nos es trasmitida en la comunidad de los creyentes, en la Iglesia. Nuestra fe no es fácil o débil credulidad; se basa en el testimonio unánime y veraz de aquellos que trataron con Él directamente en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra, como nos recuerda el libro de los Hechos (cf. 10, 39-41). A los testigos se les cree, según la confianza que merecen, según el índice de credibilidad que se les reconoce. Pedro y el resto de los Apóstoles dan testimonio de algo de lo que están convencidos, tan convencidos, que llegarán a dar la vida por ser testigos de Cristo resucitado.

Cristo ha resucitado por todos nosotros y por todos los hombres. El es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. Su vida gloriosa es como un inagotable tesoro, a la que todos estamos invitados y llamados a acoger desde ahora por la fe y por el bautismo.

A los bautizados, nos recuerda San Pablo: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1). Celebrar a Cristo resucitado significa reavivar la vida nueva del resucitado recibida en la fuente de nuestro bautismo: una vida que es semilla de eternidad; una vida, que, anclada en la tierra, vive, sin embargo, según los bienes de allá arriba, los bienes del Reino de Dios: reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia de amor y de paz. Celebrar a Cristo resucitado nos llama a vivir libres de la esclavitud del pecado y en servicio constante del Dios vivo, presente en los hombres y en la creación resucitada.

Celebrar la Pascua de resurrección es una llamada urgente a avivar nuestra fe y nuestra condición de bautizados. Puede que caminemos por la vida olvidados del Señor, de su Evangelio, de su Iglesia y de nuestro bautismo. Puede que nos limitemos a vivir de tradiciones semivacías, repitiendo lo que otros pensaron e hicieron o recordando cosas que ya poco o nada nos dicen. Quizá nos hayamos quedado en la muerte del Señor el Viernes Santo, sin descubrir que el Señor ha resucitado y está presente en nuestro mundo. Tal vez vivamos con tibieza nuestra fe y nuestra vida cristiana, porque tengamos miedo a creer que Cristo ha resucitado y a vivir como cristianos; puede que nos avergoncemos de Él o puede que vivamos sólo en el presente sin esperanza ante el futuro de eternidad.

Hoy, con toda la Iglesia celebramos el triunfo de la vida de Dios. Hoy podemos afirmar: Cristo está aquí en medio de nosotros y nos habla al corazón. Él está aquí, y nos alimenta con su palabra y con su cuerpo. Él está aquí y nos renueva. Él está aquí y nos envía a ser testigos de su resurrección. La Pascua de Cristo está llamada a prolongarse en la Iglesia y en el mundo, en cada persona y en la sociedad. Es un proceso de lucha contra el mal y de superación de la muerte, porque en Cristo resucitado la Vida ha vencido a la muerte.

Cristo resucitado está aquí y nos dice: “¡Paz a vosotros!” (Jn 20,19.20). Éste primer saludo del Resucitado a sus discípulos se repite hoy al mundo entero. Para todos, especialmente para los pequeños y los pobres, para los enfermos y necesitados. Cristo no desea la paz, la paz verdadera, basada en los sólidos pilares del amor y de la justicia, de la verdad y de la libertad. ¡Que la paz triunfe entre los hombres, los pueblos y las naciones! ¡Que la paz de Cristo habite en nuestros corazones y en nuestras familias! ¡Que el perdón, don del resucitado, derrote y supere nuestra lógica humana de la venganza y de la violencia, del rencor y del odio! Ha resucitado Cristo, Él es nuestra paz y nuestra esperanza. ¡Aleluya!. Amén

 

+ Casimiro López Llorente

Obispo de Segorbe-Castellón

 

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