Jornada Mundial del Migrante y Refugiado
Castellón, S.I. Concatedral, 19 de enero de 2017
(Is 49, 3.5-6; Sal 39; 1Co 1,1-3; Jn 1, 29-34)
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Hermanos amados todos en el Señor:
Un año celebramos esta Eucaristía en la Jornada Mundial del Migrante y Refugiado. Gracias por vuestra numerosa presencia, queridos inmigrantes y refugiados: una vez más podemos experimentar la catolicidad, la universalidad, de nuestra Iglesia católica, sacramento y germen de unidad de todo el género humano (cf. LG 1), para formar una sola familia humana. Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido esta tarde a esta celebración. Saludo cordialmente al párroco de la parroquia ortodoxa rumana de San Nicolás, a las asociaciones y grupos de inmigrantes; al Director de nuestro Secretariado Diocesano paras la Migraciones y a todos los trabajadores y voluntarios en este sector pastoral.
La Palabra de Dios, que acabamos de proclamar, centra nuestra mirada en Cristo Jesús: Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el Hijo de Dios, hecho hombre, el Siervo de Dios.
Así lo presenta Juan en el Evangelio que hemos proclamado. Jesús apareció en la orilla del río Jordán. Es su primer acto público, lo primero que hace cuando sale de la casa de Nazaret, a los treinta años: desciende a Judea, va al Jordán, y es bautizado por Juan. Sabemos lo que sucede: el Espíritu Santo desciende sobre Jesús en forma de paloma, y la voz del Padre lo proclama Hijo amado (cf. Mt 3,16-17). Es la señal que Juan estaba esperando. ¡Es él! Jesús es el Mesías. Juan está desconcertado, ya que se produjo de una manera impensable: entre los pecadores, bautizados como ellos, de hecho, para ellos. Pero el Espíritu ilumina a Juan y le hace saber que así se cumple la justicia de Dios, que cumple su plan de salvación: Jesús es el Mesías, el Rey de Israel, pero no con el poder de este mundo, sino como el Cordero de Dios, que toma sobre sí mismo y quita el pecado del mundo. Así Juan lo indica a la gente y a sus discípulos.
Jesucristo es el Salvador precisamente porque ha roto las ataduras del pecado, de la división, de la injusticia, de la exclusión y del odio entre los hombres. Él mismo declara al entrar en este mundo: “Aquí estoy, Señor, para, hacer tu voluntad” (Sal 39). Cristo Jesús, obediente al Padre por amor, se ha hecho uno de nosotros, y por la ofrenda y entrega total de su cuerpo y de su espíritu al Padre, ha restablecido y recuperado la amistad y la comunión con Dios y así entre todos los hombres. Esa es la voluntad original de Dios: que todos vivamos como hijos suyos en unión de amistad con él, en unión y fraternidad entre todos los hombres –independientemente de origen, raza, lengua o nación- y en armonía con la creación entera. Todo ello queda roto por el pecado. Sí; el pecado no sólo es rechazo de la amistad, de la comunión con Dios, sino también de la fraternidad con los hombres y de la armonía con la creación misma. Así lo vemos reflejado en el relato del pecado original.
Jesús es el Ungido de Dios; él lleva a cabo las promesas de Dios y las expectativas de los hombres de modo inesperado, pero del modo más humano posible: haciéndose uno de nosotros, haciéndose Enmanuel, Dios-con-nosotros, siendo en todo fiel y obediente a la voluntad de Dios hasta su entrega a Él en la Cruz. Jesucristo es la Luz para todos los hombres. El sale a nuestro encuentro y desea encontrarse con cada uno de nosotros para mostrarnos el camino hacia Dios y hacia todos los hombres, para darnos la comunión de vida con Dios, base de la comunión fraterna, de la solidaridad, de la acogida del otro, también del extranjero, del migrante, para hacer de todos los hombres una sola familia humana.
Esta es la razón de ser y la misión de la Iglesia. Ser portadora de la Luz y Salvación de Cristo, ser presencia suya, de su Evangelio y de su obra redentora entre los hombres y mujeres de todos los tiempos; ser, en una palabra, misterio de comunión y misión, ámbito de unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Una misión que corresponde a todos los bautizados, consagrados por Cristo en el Bautismo, siendo, como Jesús, siervo de Dios y de los hombres, siendo apóstol de la Buena Nueva, como Pablo (cf. 1Co 1,1-3).
La escena del evangelio de hoy es decisiva para la Iglesia y para todos los bautizados. No es una anécdota, es un hecho histórico decisivo. Es decisivo para nuestra fe; y también es decisivo para la misión de nuestra Iglesia. Como Iglesia, en todas las épocas, estamos llamados a hacer lo que hizo Juan el Bautista, indicar a Jesús a la gente diciendo: «¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» Él es el único Salvador. Él es el Señor, humilde, entre los pecadores, pero él no es otro poderoso, sino el Siervo de Dios y el servidor de todos. «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Son éstas palabras las que nosotros los sacerdotes repetimos todos los días, durante la Misa, cuando presentamos el pan y el vino que se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este gesto litúrgico es toda la misión de la Iglesia, que no se anuncia a sí misma. La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma, lleva a Cristo. Debido a que es Él y sólo Él el que salva a su pueblo del pecado, lo libera y lo guía a la tierra de la verdadera libertad.
En esta Jornada Mundial del Migrante y Refugiado, el Señor nos llama a abrir nuestros corazones para la acogida cristiana del emigrante y del refugiado. Las palabras de Jesús «como yo os he amado, que también os améis unos a otros» (Jn 13, 34) nos obligan a ello. Todos los seres humanos formamos una sola familia humana. El Padre-Dios, nos llama a reconocernos todos hermanos en Cristo; amar a los inmigrantes y refugiados, no es mirarles, sino identificarse con ellos; formamos ‘una sola familia humana’ de hermanos y hermanas en sociedades, cada vez más multiétnicas e interculturales, donde estamos llamados a la acogida fraterna y al diálogo respetuoso, s trabajar por una cultura del encuentro basada en una convivencia pacífica y provechosa, y en el respeto de las legítimas diferencias. Siempre hubo migraciones, pero lo que en estos momentos está sucediendo es enteramente nuevo y apela a nuestra conciencia para que nos convirtamos en ayuda para los pobres, para los refugiados, para los más necesitados, porque son hermanos nuestros.
Dios no hace distinción entre pueblos sino que se entrega a todos. El mundo necesita cambiar, y no lo cambian las ideologías ni los sistemas políticos, sino el amor misericordioso de Dios, que no es simplemente mirar a los inmigrantes y refugiados, sino identificarse con ellos. No se trata sólo de no colaborar con la injusticia y la exclusión; se trata de bastante más. Dios nos llama a construir una humanidad nueva con hombres y mujeres nuevos capaces de amar con el amor de Jesucristo, que se muestra con especial ternura con los últimos y los más pequeños.
En la Jornada de este año la Iglesia nos exhorta a fijarnos en «los menores migrantes, vulnerables y sin voz». Es una llamada a la conciencia de cada persona adulta y especialmente de los gobernantes para que tengan en cuenta en sus decisiones políticas los sufrimientos de los niños en situación de riesgo y pongan remedio cuanto antes a sus males. El Papa Francisco nos invita a fijar nuestra mirada en los niños migrantes porque son menores, extranjeros e indefensos… Ellos son quienes más sufren las graves consecuencias de la emigración, casi siempre causada por la violencia, la miseria y las condiciones ambientales, factores a los que hay que añadir la globalización en sus aspectos negativos. Estos nuestros pequeños hermanos, especialmente si no están acompañados, están expuestos a muchos peligros. Es necesario adoptar toda medida posible para garantizar a los menores emigrantes la protección y la defensa, así como también su integración.
Agradezco de corazón la dedicación y entrega generosa para con los inmigrantes y también con los menores y jóvenes en riesgo que hacen el Secretariados diocesano, las Caritas, las instituciones de la vida consagrada, las parroquias y tantas personas que ponen su tiempo y dedicación al servicio de inmigrantes y refugiados..
Oremos para que nuestra sociedad vea a los inmigrantes y refugiados y a sus familias no como una carga o un peligro, sino como una riqueza para nuestra sociedad a quienes debe acoger cordialmente, tratar como hermanos y facilitar su pacífica y enriquecedora integración. Oremos para que los inmigrantes y refugiados se encuentren en su casa en nuestra Iglesia diocesana y en sus respectivas parroquias.
¡Que María la Virgen nos proteja en este nuestro caminar y nos enseñe a ser sensibles como ella ante las necesidades de los emigrantes y refugiados, y a poner nuestra mirada en su Hijo, el Salvador, que con su muerte y resurrección ha restablecido la comunión con Dios, base de la fraternidad universal! Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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