La alegría del Adviento
El tercer domingo del Adviento es conocido por el nombre de Domingo “Gaudete”, que significa ‘alegraos». La Palabra de Dios en la liturgia de este día tiene toda ella un tono gozoso y una fuerte invitación a la alegría. Isaías anuncia el retorno del exilio de Babilonia como una gran noticia: como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos. Ante este anuncio la única reacción lógica es el entusiasmo: desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo. Es la alegría que produce la cercanía de la liberación y la proximidad de la salvación. Se trata de la misma alegría y entusiasmo que la Virgen María canta en el Magníficat por las maravillas que Dios ha obrado en su persona. Y san Pablo, en su primera carta a los cristianos de Tesalónica, nos exhorta: Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros.
Así pues, la preparación en el Adviento a la venida del Señor allanando los caminos y convirtiéndonos de corazón a Dios y también el anuncio de esta venida del Señor han de ir acompañados siempre de un tono gozoso y alegre. Es la alegría de la proximidad de la Salvación. La razón de esta alegría es que el Señor, que vino ya en la carne a nuestro mundo, sigue viniendo cada día y vendrá al final de los tiempos para mostrarnos y darnos el amor infinito y la vida misma de Dios. Como nos dice el papa Francisco, quien se deja encontrar personalmente por el amor de Dios en Cristo, en su corazón nace y renace la alegría; es la alegría «que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo» (EG 6), incluso en la enfermedad y la muerte: porque nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios manifestado en su Hijo.
La fuente de la perenne alegría cristiana brota de lo más hondo del ser humano: la alegría cristiana viene de ese fondo de serenidad que hay en el alma, que, aún en la mayor dificultad, en la más grave enfermedad y en la muerte, se sabe amada, acogida, acompañada y protegida por el amor infinito y personal de Dios en su Hijo, Jesucristo. Dios es eternamente fiel a su palabra y a su designio de amor por cada ser humano.
Decía Chesterton que “la alegría es el gigantesco secreto del cristiano”. Esta es una vieja verdad. Tan vieja como las cartas de S. Ignacio de Antioquía, que –incluso cuando ya se sabía trigo de Cristo próximo a ser molido en los dientes de las fieras- se dirigía a sus fieles deseándoles ‘muchísima alegría’.
Dejemos que se avive nuestra alegría en el Adviento: Dios viene a nosotros como el Salvador, como el Libertador, como la Luz que ilumina nuestros caminos y como la Vida que perdura en eternidad. Esta es la raíz de nuestra alegría: hemos sido rescatados del poder del maligno y de la muerte para ser trasladados a un mundo inundado por la gracia, la vida y el amor de Dios. Dios se ha hecho de nuestra carne y de nuestra sangre, ha entrado en nuestra historia personal, familiar y colectiva, y camina con nosotros. María, su madre, es nuestra madre y la Vida de Dios es vida para el mundo. Somos pequeños, limitados, finitos y llenos de defectos y pecados; pero gracias al Hijo de Dios, que nace en Belén, puede resplandecer en nosotros el poder, la misericordia y el amor de Dios.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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