La fe, adhesión confiada a Dios
Queridos diocesanos:
Semanas pasadas decía que la fe es un don gratuito de Dios. Dios se da al ser humano y sale a su encuentro porque le ama y le llama a participar de su amor en plenitud. Pero para que esta llamada de Dios se haga realidad es necesario el encuentro entre Dios y el ser humano; es preciso que el ser humano se deje encontrar y amar por Dios, que abra su corazón a Dios, que se adhiera confiadamente y de todo corazón a Dios, que crea a Dios y en Dios.
La fe no consiste primordialmente en creer algo, sino en creerle a Alguien. Lo primero no es adherirnos a un credo, sino confiar radicalmente en Dios. Y porque confiamos en Él, acogemos, a la vez y en el mismo acto, lo que Él nos revela. Pero lo decisivo es siempre la adhesión confiada al Dios vivo en su Hijo, Jesucristo. Nos lo ha recordado Benedicto XVI: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1).
El cristianismo, antes ser una explicación de Dios y del mundo, una moral o un fenómeno cultural, consiste en aceptar y vivir nuestra religación a Dios en Cristo. En su última esencia, creer es aceptar vivir desde Dios que nos da el ser por amor y nos llama a su amor en plenitud. Ésta es la experiencia básica del creyente: yo no soy todo; no soy la medida de todas las cosas; no soy el dueño de mi ser ni su origen; yo no puedo alcanzar con mis propias fuerzas mi deseo innato de infinitud; confío en Dios y acepto ser desde Dios que me hace ser; reconozco mi finitud; mi origen y mi destino están en ese Dios que me da el ser; Él es mi salvación y el fundamento sobre el que descansa todo.
La fe es, por tanto, confianza radical en Dios. El creyente siente su propia indigencia, finitud y pecado, pero, al mismo tiempo, percibe la dignidad y la consistencia que puede encontrar en Dios; y confía en Él. En esa confianza absoluta descubre la forma lograda de ser y de vivir. Esta fe es de un orden diferente al de la ciencia. La ciencia ayuda a conocer mejor el funcionamiento de las cosas, pero es insuficiente para llevar al encuentro personal con Dios, que fundamenta todo y orienta la existencia. Por eso, la fe aporta al creyente una plenitud de sentido que la ciencia no puede generar. En el fondo último, Dios está dando sentido a todo. El creyente se sabe acogido: “De ti, Señor, viene la salvación” (Sal 3,9).
La fe es siempre una experiencia personal. La fe tiene lugar en el seno de la comunidad de los creyentes, pero la decisión personal no puede ser reemplazada por nada ni por nadie. La fe sucede en lo más íntimo de cada persona y compromete a la persona en su totalidad; es el acto personal más intenso. La fe proyecta todo el ser de la persona hacia Dios. No se cree sólo con el sentimiento, con la voluntad, con la razón o la intuición. La fe consiste en la entrega incondicional y confiada de toda la persona a Dios. Por eso, la Biblia dice que la fe tiene que ver con el “corazón”: “Buscarás al Señor, tu Dios, y lo encontrarás si lo buscas de todo corazón” (Dt 4,29).
El corazón es el centro de la persona. Desde el corazón decide la persona la orientación que quiere imprimir a su vida. Desde el corazón se sitúa ante lo bueno y lo malo, ante lo verdadero y lo falso, ante la vida y la muerte. Es el corazón del ser humano el que cree en Dios o lo rechaza. El que cree en Dios “con todo el corazón”, lo hace con todas sus facultades y con toda su capacidad de amar.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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