María, Madre de la Esperanza
Ermita de la Virgen de la Esperanza, Segorbe – 30 de agosto de 2006
Como cada año, el Señor nos ha convocado en torno a mesa de su altar para honrar y venerar a Nuestra Señora, la Virgen de la Esperanza. Me alegro de poder celebrar este día con vosotros. Antes de nada os saludo de corazón a todos cuantos habéis secundado esta invitación del Señor, para celebrar y honrar a la Maria, Madre de Jesús y Madre nuestra: a la comunidad parroquial, que nos acoge, y a la ciudad de Segorbe en sus Fiestas patronales; a los sacerdotes concelebrantes, a las autoridades que nos acompañan, a la Reina y damas de las Fiestas, a las Clavarias, y al Presidente y Directiva de la comunidad de regantes. Sed bienvenidos todos cuantos os habéis unido a esta celebración eucarística, en la que actualizamos el misterio pascual del Señor.
Este día nos ofrece una ocasión preciosa para contemplar a María, madre de la Esperanza. Unidos a la Virgen de la Esperanza, nuestros pueblos y nuestras ciudades se han encontrado con Cristo, y han hecho de Él y de su obra salvadora el centro de su esperanza. Sí; María es en verdad, la Madre de la Esperanza porque es la Madre de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. El es el fundamento de nuestra esperanza es Jesucristo. Como nos dice San Pablo Cristo Jesús es nuestra esperanza (1 Tim 1,1). Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre (Hb 13,8), el Pastor supremo (1 P 5,4), que guía a su Iglesia a la plenitud de la verdad y de la vida, hasta el día de su venida gloriosa en la cual se cumplirán todas las promesas y serán colmadas las esperanzas de la humanidad.
Jesucristo, con su vida, muerte y resurrección ya ha traído la plenitud de la vida en Dios a los hombres y nos emplaza a nuestra fidelidad ‘hasta que El vuelva’. Es, pues, una esperanza a la vez gozosa, segura y exigente, que arraiga en el amor incondicional de Dios, que huye de los optimismos frívolos, que lleva al compromiso y tiende hacia la plenitud del final de los tiempos, el momento definitivo de Dios. El mensaje central de nuestra fe es que Dios ama a nuestro mundo y ha enviado a su Hijo. Jesús, con su muerte y resurrección, ha iniciado el mundo nuevo, la vida nueva del hombre en Dios. Así ha realizado las promesas de Dios y las esperanzas humanas, de una manera sorprendente, frecuentemente inesperada y escandalosa.
No se me ocultan las luces y sombras que se dan en nuestro mundo y en nuestra Iglesia. En el hombre actual ha anidado el desencanto; está de vuelta de muchas grandes ilusiones y tiene miedo al futuro, siempre incierto y, con frecuencia, amenazador; se refugia en lo inmediato, parece como si hubiera perdido la esperanza. Hay signos claros de falta de esperanza en nuestro mundo; como son la crisis del ‘nosotros’ y la pérdida de solidaridad, el pluralismo extremado, el consumismo exasperado, la crisis de confianza en el futuro y en la acogida de la vida, o la cultura del placer y del esoterismo. Ahí están también el envejecimiento de la población, la pobreza económica, las nuevas pobrezas, el paro y la desocupación, sobre todo juvenil, y la crisis de la familia.
En el ámbito religioso avanza una cultura inmanentista, instalada en el momento presente y cerrada a la trascendencia; también entre los cristianos hay una creciente crisis de fe en la vida eterna que es la única que hace a la existencia mundana realmente digna de ser vivida. Esto se traduce en un individualismo carente de comunión eclesial y de práctica sacramental. Muchos cristianos se conforman con una religiosidad ambigua, sin una referencia personal al Dios verdadero, a Jesucristo y a la comunidad eclesial. Otros se alejan silenciosamente atenazados por el miedo ante el hostigamiento de la fe cristiana y de la Iglesia, o se dejan arrastrar por la moda del agnosticismo
La Fiesta de hoy nos invita a avivar nuestra fe y nuestra esperanza de manos de María, la Virgen de la Esperanza. Ella nos da a Cristo, nuestra esperanza santa; ella nos muestra a Jesús y nos conduce hacia Él; es el camino seguro para llegar a Cristo, para encontrarnos con El, único Señor y Salvador, para fortalecer, avivar o recuperar la fe y la esperanza; pues Él es nuestra esperanza, la Vida en plenitud y eterna, el objeto de nuestra esperanza santa. No se puede anunciar a Jesucristo, Dios y hombre verdadero, sin hablar de la Virgen María, su Madre.
María es, aquí y ahora, “signo de futura esperanza y de consolación, hasta que llegue el día del Señor” (LG 68). Ella es la primicia de la redención; más aún, ella es la única persona humana en la que se ha llevado a cabo la redención en toda su capacidad de rescate. María es así el signo cierto de esa meta hacia la que se orienta, aquí y ahora, la esperanza de los cristianos. “Glorificada ya en cuerpo y alma” (LG 68), la Virgen se sitúa delante de nosotros como el gran signo del Apocalipsis (12,1); el sol que la rodea expresa la transfiguración total en Dios de su persona y fundamenta en los que hemos sido redimidos, pero seguimos peregrinando, la esperanza de la transfiguración que nos aguarda.
María es también motivo de aliento para todos. No hay nadie más desgraciado que el que limita sus esperanzas a lo que puede ofrecerle la vida presente (1 Cor 15,19). Por mucho que esperemos conseguir todo lo que llevamos en el corazón, y por muchos motivos que tengamos para creer que es fundada nuestra esperanza, nunca podremos afirmar que la nuestra es una esperanza segura; es decir, una esperanza garantizada contra todo lo imprevisto y contra toda desilusión. Además la experiencia nos habla una y otra vez del amargo ocaso de las esperanzas humanas bajo los golpes de la envidia, los celos, la malicia, la enfermedad o la muerte. La esperanza que no va más allá de las fronteras de esta vida no puede engendrar más que tensión e infelicidad. Solamente la esperanza de la transfiguración total en Dios, en un eterno cara a cara con él, es lo que enciende la chispa de la certeza. Esa esperanza, fundada en la fidelidad de Dios a su palabra, es por consiguiente motivo de aliento supremo. María es su “gran señal”, que asegura nuestra esperanza y confirma nuestro aliento. No sólo “es imagen y comienzo de la iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la edad futura” (LG 68); ya desde la gloria de los cielos en donde ha sido coronada como reina, “se cuida con caridad maternal de los hermanos de su Hijo” para que, superando las pruebas de la vida, puedan alcanzarla “en la patria bienaventurada” (LG 62).
Junto al Evangelio, los cristianos hemos recibido de manos de Jesús la promesa de la presencia real y el auxilio permanente de María en nuestra vida y en la vida de la Iglesia. Ella nos precede y acompaña a sus hijos en la peregrinación de la fe, de la esperanza y del amor. Ella fue la creyente por excelencia, que supo vivir en la esperanza y el amor a Dios y al prójimo. Es así nuestro modelo de fe, esperanza y caridad.
Grande fue la fe de la Virgen que creyó sin dudar el mensaje del Arcángel Gabriel. Abierta al designio de Dios sobre ella y fiándose de su palabra, María creyó que sería la Madre del Salvador sin perder la virginidad; ella, la mujer humilde, sabedora de que todo se lo debía a Dios, creyó que sería verdadera Madre de Dios. María se adhirió desde el primer instante con todo su ser al plan de Dios sobre ella. María creyó cuando el Ángel le habló, pero siguió creyendo aún cuando el Ángel la dejo sola, y se vio rodeada de las humildes circunstancias de una mujer cualquiera que está para ser madre. María, la mujer creyente, avanzó en la peregrinación de la fe. Los designios de Dios no le estuvieron totalmente manifiestos a la Virgen; ella tuvo que creer, es decir que fiarse de la palabra de Dios. Ella vivió apoyada siempre en la palabra de Dios.
Y porque se fió de Dios, la Virgen María vivió de la esperanza: en ella se compendian todas las esperanzas de Israel: todos los anhelos y los suspiros de los profetas resuenan en su corazón. Nadie esperó la Salvación, más que ella, y en ella precisamente comienzan a cumplirse las promesas divinas.
En el Magnificat encontramos una expresión que revela la actitud interior con que María vive desde la esperanza: “Proclama mi alma la grandeza del señor… porque ha mirado la humildad de su esclava”. Consciente de su pequeñez ante Dios, supo arrojarse en sus brazos, con la más intensa esperanza en su socorro. Sabe que todo los es que es y lo que tiene, no es suyo sino de Dios, puro don de su gratuidad. Pero esto lejos de desanimarla, le sirve precisamente de punto de apoyo para arrojarse en los brazos de Dios. Cuanto más es consciente de su pequeñez, más se eleva su alma en la esperanza; porque es verdaderamente pobre de espíritu, no pone su confianza en sus recursos, en su capacidad, en sus méritos, sino en Dios. Y Dios que rechaza vacíos a los ricos y llena de bienes a los necesitados, ha saciado su hambre, ha escuchado sus esperanzas, cumpliendo en ella las esperanzas de su pueblo. La esperanza de María fue fuerte y total, precisamente en los momentos más difíciles, como ocurre la Cruz.
Maria, hermanos, nos enseña a creer en nuestro ser cristiano, a avivar nuestra esperanza y nuestra llamada a participar de la vida más plena y plenificante: la vida misma de Dios. María nos enseña a acoger el don de Dios y a seguir creyendo y esperando incluso en la dificultad y en nuestros miedos. Dios es fiel a su palabra: nos podemos fiar de él.
La Virgen, hermanos, nos ofrece a su Hijo y nos invita a creer en El como el Maestro de la Verdad y el Pan de vida. Por eso las palabras de María en Caná “haced lo que El os diga” (Jn 2,5) sigue siendo válidas hoy. Se trata de hacer vida la fe y la esperanza que profesamos, y cumplir los mandamientos del Señor, que tienen en el precepto del amor fraterno el centro de la identidad cristiana.
Nuestra Iglesia diocesana y cuantos la formamos estamos llamados a anunciar con renovado ardor a Jesucristo para que su mensaje de salvación penetre en las conciencias y en la vida de todos, convierta los corazones y renueve las estructuras de nuestra sociedad. Estamos llamados a anunciar y trabajar por el Reino de Cristo, “Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, del amor y de la paz”. Fieles a la esperanza, cada cual debemos custodiarla y reavivarla en nosotros mismos porque es el don pascual del Señor resucitado.
Sé hermanos que la devoción a la Virgen está profundamente arraigada en vosotros. Para que esta devoción no se quede en mero sentimiento o en mera tradición, nuestro recuerdo y veneración de la Virgen piden que vivamos y testimoniemos de uno modo claro y coherente nuestra fe en Cristo en el seno de nuestra comunidad eclesial. Nuestra devoción mariana nos llama a vivir y manifiestar nuestra identidad cristiana en un mundo cada vez mas secularizado y consumista, desesperanzado e insolidario. Pidamos al Señor por la intercesión de la Virgen de la esperanza, que nos conceda la gracia de mantenernos fieles a la fe, firmes en la esperanza y generosos en la caridad. Así seremos, como María, verdaderos testigos de Cristo y de su Evangelio. Amen.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!