Navidad – Misa del Día
S.I. Concatedral de Castellón, 25 de diciembre de 2006
Un año más, la liturgia nos convoca ante el portal de Belén para adorar y meditar, para bendecir y alabar, para postrarnos en humilde oración ante el misterio del Niño Dios, nacido en Belén. “Hoy nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”. Esta es la buena noticia de este Día Santo de Navidad. Una noticia antigua, sí, pero no vieja; es la noticia siempre nueva, que resume y expresa la razón más profunda de nuestra alegría navideña. Y ¿por qué este Niño pobre y frágil, que yace en el pesebre, es motivo de alegría?
“En el principio existía la Palabra… Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1, 1-18). En el regocijo y alborozo de estas Fiestas, los cristianos celebramos el nacimiento de Jesús, Dios y hombre, el Verbo, la Palabra de Dios. La Navidad de verdad, la única Navidad, es Él, el Hijo eterno de Dios, que se hace uno de los nuestros. Este Niño, frágil, débil y pobre, que yace en el portal de Belén, es Dios y hombre. Este Niño es ‘verdadero Dios y verdadero hombre’. Con estas escuetas palabras, que proclamamos en el Credo, expresamos el misterio fundamental de nuestra fe. Somos cristianos porque creemos que Jesús, el hijo de María y de José, es el Cristo, el Hijo de Dios, la Palabra de Dios que se hace carne y acampa entre nosotros, en nuestro mundo y en nuestra historia. Así lo expresa Juan en el prólogo de su evangelio, que proclamamos cada mañana de Navidad.
En el principio, nos dice Juan, ya existía la Palabra y la Palabra era Dios. Ese principio, al que apunta el evangelista es el mismo principio que subraya el Génesis, el principio de todo, el momento en que Dios creó el cielo y la tierra. Pues en ese principio ya existía la Palabra de Dios, porque la Palabra es Dios. Juan expresa así el misterio de la encarnación: la Palabra de Dios, que ya existía antes del principio de la historia humana, toma carne en un momento de la historia. Jesús, el niño que nace en Belén de la Virgen María, es la Palabra pronunciada de Dios, el Hijo mismo de Dios, la manifestación definitiva y suprema de Dios a los hombres. Jesús dirá más tarde a uno de sus discípulos: «Felipe, el que me ve a mí, ve al Padre«. Y san Pablo, que reconoce la revelación de Dios por medio de los profetas, reconoce también que, llegada la plenitud de los tiempos en Jesús y por Jesús, Dios se ha revelado definitivamente.
“Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”: A diferencia de la palabra humana, que no es más que un sonido o un concepto, la Palabra de Dios es el mismo Dios, revelado, manifestado y puesto a nuestro alcance en este Niño que nace en Belén. Porque la Palabra de Dios se ha hecho carne. Jesucristo no es un fantasma o una ficción retórica, sino un hombre de verdad, de carne y hueso, de nuestra propia naturaleza. Jesús no es un mito de una religión, no es una leyenda piadosa, sino realidad histórica. Es más: Ese Niño que yace en el portal, no es un hombre sobre el que descienda después la gracia de Dios; Ese Niño no es un mero profeta que hablará de Dios, no será un mero maestro que enseñe una nueva doctrina, no es el fundador de un movimiento religioso o de una religión: este Niño es Dios mismo, el Hijo de Dios. Si creemos así, creeremos que el nacimiento de Jesús es la epifanía de Dios, la manifestación de Dios, porque es Dios mismo.
Aquí radica la originalidad de nuestra fe cristiana. Ninguna otra religión profesa la Encarnación y el Nacimiento mismo de Dios en una naturaleza humana histórica. Con la Encarnación y la Navidad, Dios entra en la historia humana como hombre en medio de los hombres, compartiendo con nosotros la condición humana en toda su realidad de debilidad, de sufrimiento y de mal, a excepción del mal moral, del pecado. Aquí estriba la originalidad del cristianismo, pero también su escándalo y su locura para la razón humana. Si la razón humana puede admitir, aunque no sin dificultad, que Dios hable a algunos hombres o realice por medio de ellos cosas maravillosas, en cambio se hace enormemente difícil admitir la historicidad de Dios: porque esto supone no sólo una manifestación pasajera de Dios en la historia, sino su existir en la historia. Sin embargo, justamente el existir de Dios en la historia en la persona de Jesús es lo que hace al cristianismo significativo para la humanidad y digno de su interés, porque así puede responder a sus más profundas aspiraciones.
Dios existe y viene a nosotros. Dios no es una creación de la mente humana, propia de un estadio ya superado de su evolución. En este Niño y por este Niño, Dios mismo sale al encuentro del hombre, Dios sale a nuestro encuentro. En Jesús y por Jesús Dios deja de ser un ser abstracto y lejano, y se convierte en Dios con nosotros, en medio de nuestro mundo, inserto en nuestra historia. Jesús es la manifestación de Dios, de su amor y de su cercanía a los hombres. No sólo sus palabras, sino también sus acciones y su vida entera, son palabras y acciones de Dios. El es la revelación definitiva de Dios, el verdadero rostro de Dios es Jesús, la persona de Jesús. Dios es ya no es algo indefinido y lejano, sino alguien personal y cercano: es una persona. Jesús es el hermano que acoge y el padre que perdona. La respuesta a este Dios hermano y padre es la fe y la confianza. En Jesús y por Jesús, Dios es amor, un amor que es entrega hasta la muerte por el hombre, un amor que es respeto a la libertad del hombre y perdón. El Dios de Jesús es un Dios que salva y que libera de la esclavitud y de la opresión del pecado. Es un Dios de futuro y de esperanza, nunca atrapado, ni por el tiempo ni por el espacio, ni por la idea ni por el poder. Un Dios que se hace hombre, que ama todo hombre y mujer, que apuesta por nosotros, un Dios encarnado, metido en la historia, que está a nuestro lado y pelea con nosotros contra las fuerzas del mal. Un Dios fiel y presente. Un Dios comprometido por el hombre y muy especialmente por los pobres y pequeños. Un Dios débil, que sufre y muere como uno de nosotros, solidario con nuestros dolores.
El nacimiento de Jesús culmina la plenitud de los tiempos y señala el cumplimiento de la promesa de Dios, una promesa de salvación para todos. En el nacimiento de Jesús, Dios pone su tienda en medio del campamento de la humanidad, haciéndose solidario del empeño humano de construir la fraternidad universal. Dios se hace nuestro prójimo y el prójimo deviene el punto de mira que nos orienta y conduce a Dios. Jesús unirá indisolublemente el amor a Dios y el amor al prójimo, de modo que ya no serán -para los creyentes- sino dos caras de la misma moneda.
El nacimiento de Jesús es el encuentro de Dios con los hombres, pero significa también el encuentro de la humanidad con Dios. En el Niño de Belén, Dios viene a este mundo y nos abre definitivamente el camino a Dios. De esta suerte se nos da la posibilidad de alcanzar la suprema aspiración del hombre: ser como Dios. Pues dice Juan que a cuantos lo recibieron les dio el poder ser hijos de Dios, no por obra de la raza, sangre o nación, sino por la fe: si creen en su nombre. “A cuantos le recibieron les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”.
Pero el mismo Juan nos habla de indiferencia y de rechazo ante el Niño-Dios, que nace en Belén. “Vino a su casa, y los suyos no le recibieron” (Jn 1,11). El sentido de estas palabras no se agota en la historia de la búsqueda sin resultado de una posada, donde María pudiera dar a luz, ni tampoco en el rechazo hasta la muerte de la mayoría de los suyos. Estas palabras apuntan y afectan a todos los tiempos, también a los cristianos, a lo suyos por el bautismo, porque muestran la causa más profunda de que la tierra no ofrezca cobijo a Dios: es la soberbia humana, que se convierte en ceguera y sordera, y cierra las puertas a Dios. A fin de cuentas, preferimos nuestro terco sin sentido a la bondad de Dios, la cual, partiendo de Belén, podría tocar a nuestro corazón. Y, en definitiva, somos demasiado soberbios para dejarnos salvar y redimir.
Nuestro tiempo es demasiado orgulloso para ver y acoger a Dios. Por eso se resiste acoger y recibir a Aquél que viene a nosotros; quizá también nosotros nos resistimos a acogerle, a ser propiedad suya, porque entonces tendríamos que dejarnos transformar por Él y por su amor. Él vino como Niño, humilde, pobre y frágil, para quebrar nuestra soberbia con su amor. Él quiere librarnos de nuestra soberbia y así hacernos efectivamente libres. Dejemos, pues, que el amor de Dios, manifiesto en Belén penetre en todos los rincones de nuestra alma. Navidad no es una ilusión. Dios nace entre nosotros y para nosotros. Está es la verdad última, auténtica y hermosa de la Navidad.
Acojamos con fe y celebremos con alegría, hermanos, al Niño Dios. El Hijo de Dios nace y se hace hombre por amor a nosotros. La celebración del nacimiento del Hijo de Dios en nuestra carne no pertenece sin más del pasado. No recordamos lo ocurrido en Belén como un mero hecho del pasado. Dios se hace uno de los nuestros para hacernos de los suyos: hijos suyos en el Hijo. Y Dios sigue haciéndose presente entre nosotros. Dios sale a nuestro encuentro en su Palabra. Celebremos la cercanía de Dios, que nos acompaña en el camino de nuestra vida. El nos invita a acogerlo y a seguirlo por el camino del amor y de la paz. Recuperemos y vivamos el genuino sentido de la Navidad. No habrá verdadera Navidad si Dios, su amor y su paz, no nacen en nuestro interior, en nuestras familias y en nuestra sociedad, si no nos dejamos encontrar y amar por El. No habrá verdadera Navidad si, amados por Dios, no acogemos a todos los demás seres humanos como hermanos en el Niño Dios, nacido en Belén: en especial a los pobres, a los enfermos y a los emigrantes. No habrá verdadera Navidad si vivimos de espaldas a Dios y a sus leyes. No habrá verdadera Navidad mientras existan el odio y el rencor entre los hombres y no sean superados por el perdón y la reconciliación, mientras se de el terrorismo en nuestro mundo y las guerras entre los pueblos, mientras los hombres y mujeres no nos amemos en verdad los unos a los otros como Cristo nos ama.
Navidad es misterio de amor y de paz. Desde la gruta de Belén se eleva hoy una llamada apremiante para que el mundo no caiga en la indiferencia, la sospecha y la desconfianza de los unos para con los otros. Los creyentes en Cristo Jesús, junto con los hombres de buena voluntad, estamos llamados a construir la paz, abandonando cualquier forma de intolerancia y discriminación.
Que María nos ayude a descifrar el misterio que se oculta tras la fragilidad de los miembros del Hijo. Que ella no enseñe a reconocer su rostro en los niños de toda raza y cultura. Que ella nos ayude ser testigos creíbles de su mensaje de paz y de amor, para que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo reconozcan en el Niño al único Salvador del mundo,
¡¡¡Feliz Navidad para todos!!!.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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