Necesitados de perdón y reconciliación
La Cuaresma nos llama a una conversión sincera. Así descubrimos que nuestros caminos muchas veces no son los de Dios: que, por acción o por omisión, nos hemos apartado de Él, que nos hemos alejado de su amor, que hemos pecado contra Dios y contra los hermanos. Si nuestra conversión es sincera, sentiremos dolor y arrepentimiento por haber abandonado la casa del Padre, nos pondremos en camino para pedir perdón y dejarnos reconciliar con Dios y con su Iglesia en el sacramento de la Penitencia, para recuperar la comunión con Dios, con el prójimo y con toda la creación.
Dios es rico en misericordia (Ef 2,4): una misericordia paciente y siempre dispuesta al perdón, por muy graves que sean nuestros pecados. Como escribe el Papa Francisco: «Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros quienes nos cansamos de acudir a su misericordia» (EG 3). Ése es nuestro problema. En efecto, hoy son pocos los que se acercan al sacramento del perdón; pero son muchos los que se acercan a recibir la Comunión en las eucaristías. Deberíamos preguntarnos: ¿es que somos hoy más santos que los cristianos de ayer y ya no pecamos? o ¿es que hemos perdido el sentido o la conciencia del pecado?, como ya denunció Pío XII y otros Papas posteriores. Nuestro peligro real es que nos dejemos contagiar por el eclipse de Dios y de los principios y normas morales en la sociedad actual y que quede eclipsada la propia conciencia.
El apóstol Juan nos recuerda: “Si decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad” (1Jn 1,8). Creer en Dios y amar a Dios es consentir plenamente con la verdad. Si existe el pecado es porque aún estamos esclavizados por nuestro egoísmo que es la desobediencia a Dios. El ‘Maligno’ nos incita a alejarnos de Dios, a ofender a Dios y a profanar el templo de Dios que es todo ser humano; nos incita a vivir con la mente y con el corazón según nuestros propios caminos en contradicción total o parcial con el Evangelio.
El pecado es primordialmente un rechazo de Dios y de su amor. Tanto más y mejor entenderemos el alcance de dicha afirmación cuanto más y mejor comprendamos la grandeza de la bondad y del amor de Dios para con cada uno de nosotros. Dios nos ama inmensamente. Dios nos ha creado a su imagen y semejanza: inmortales, llenos de gracias y de dones, por amor y para la Vida. El pecado es desprecio del amor con que Dios nos creó y nos mantiene en la existencia. El pecado es el amor de sí hasta el desprecio de Dios. Hay quienes no comprenden la malicia del pecado porque son incapaces de mirar a Dios. Sólo se miran a sí mismos y actúan, a lo sumo, como si una falta fuese más o menos grave según la impresión que les produce personalmente; olvidan que la ofensa a Dios no depende de lo mucho o lo poco que nos repugne sino de lo mucho o lo poco que nos aparte de Dios, de los hermanos y de toda la creación.
Cuanto más presente está Dios en el corazón de una persona, más conciencia hay de pecado, es decir de rechazar su amor. Esto lo vemos en la vida de los santos que, cuanto más se acercaban a Dios, más frágiles y débiles se sentían. Y es que Dios es como una luz potente que al entrar en una habitación permite ver lo que en ella se contiene: las cosas de valor y también lo que afea el inmueble. La ausencia de la conciencia de responsabilidad ante nuestras acciones u omisiones y de la culpa subsiguiente son tan peligrosas como la ausencia del dolor cuando se está enfermo. A nadie gusta el dolor, pero gracias a él percibimos que algo no funciona en nuestro organismo. Y por eso vamos al médico que diagnostica, receta, sana y cura.
“Un hombre no se pone en el camino de la penitencia verdadera y genuina, hasta que no descubre que el pecado contrasta con la norma ética, inscrita en la intimidad del propio ser; hasta que no reconoce haber hecho la experiencia personal y responsable de tal contraste; hasta que no dice no solamente existe el pecado, sino ‘yo he pecado’; hasta que no admite que el pecado ha introducido en su conciencia una división que invade todo su ser y lo separa de Dios y de los hermanos” (Juan Pablo II). Para dar este paso son necesarias la gracia y la luz de Dios, pero también humildad y apertura a Dios, a su misericordia, a su perdón y reconciliación.
Con mi afecto y bendición
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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