Quinario a la Purísima Sangre de Jesús
Castellón, Capilla de la Purísima Sangre. 20.03.2007
Martes de la 4ª Semana de Cuaresma
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(Ez 47, 1-9.12;: Jn 5, 1-3a.5-16)
Hermanos y hermanas en el Seños, Queridos Clavarios y Cofrades de la Purísima Sangre.
Ya cercana la Pascua del Señor, celebramos un año más este Quinario a la Purísima Sangre de Cristo. El Quinario quiere ayudarnos a mejor vivir este tiempo cuaresmal, un tiempo que nos llama insistentemente a la conversión. “Convertíos y creed en el Evangelio”. Estas palabras de Jesús, al comienzo de su vida pública, nos acompañan a lo largo de estos cuarenta días de peregrinación hacia la Pascua. Quizá nuestro principal problema sea que no sintamos necesidad de conversión, porque hayamos perdido el sentido de Dios, el sentido de pecado, el sentido del bien y del mal objetivos en nuestra vida.
La Cuaresma y este Quinario nos quieren ayudar a romper la miopía de una existencia vivida al margen de Dios, para salir de la sequedad de una existencia cerrada en el tiempo y en el horizonte alicorto de este mundo. La Palabra de Dios en este tiempo nos exhorta a salir de la monotonía aburrida de una vida egoísta, materialista y hedonista, de una vida sólo centrada en nosotros mismos. La Cuaresma nos llama a salir de nosotros, a mirar hacia Dios y hacia Cristo, a mirar hacia arriba y hacia el futuro, ese futuro absoluto que buscamos a tientas, sin caer en la cuenta de que está ante nosotros, al alcance de nuestras manos. De la mano de la Palabra de Dios avivemos el recuerdo y el deseo de Dios, verdadero Padre, Dios de bondad y fuente de vida, lleno de amor y misericordia, que cuida de nosotros y nos lleva de la mano hasta la vida eterna.
Dios nos ofrece un tiempo de gracia, de conversión y de reconciliación con Él y, en Él, con los hermanos. La Cuaresma es un tiempo singular y precioso para avivar nuestra fe y nuestra vida cristiana personal, familiar y comunitaria, un tiempo para la renovación espiritual que se muestre en el fruto de las buenas obras.
En la primera lectura de hoy, el profeta Ezequiel utiliza la imagen del torrente de agua que sale del templo. Es un símbolo de la vida que procede de Dios y que Él otorga especialmente en los tiempos mesiánicos. Ezequiel utiliza la imagen de la corriente de agua milagrosa que mana del lado derecho del templo, el lugar de la presencia de Dios, y que todo lo inunda con su salud y fecundidad. San Juan nos dirá (7, 35-37) que esta agua es el Espíritu que mana de Cristo glorificado. Es el agua viva, que da la Vida.
El agua es símbolo de la vida, y también símbolo de la nueva vida de nuestro bautismo. El agua, tanto la que anuncia poéticamente el profeta como la del milagro de Jesús, estará muy presente también en la noche de la Pascua, al recibir o recordar el bautismo. De Cristo muerto y resucitado brota el agua que apaga nuestra sed y fertiliza los campos de nuestra vida. Su Pascua es fuente de vida, la acequia de Dios que riega y alegra nuestras vidas, si dejamos que corra por nuestro ser.
El agua es Cristo mismo. Baste recordar el diálogo con la mujer samaritana junto al pozo, en Juan 4: él es “el agua viva” que quita de verdad la sed. Si el profeta ve brotar agua del Templo de Jerusalén, ahora Cristo mismo, el Cordero, es el Santuario (cfr Ap 21,22); de Él nos viene el agua salvadora, que brota hasta la vida eterna. La curación del paralítico por parte de Jesús en el Evangelio de hoy es el símbolo de tantas y tantas personas, enfermas y débiles, que encuentran en Él su curación y la respuesta a todos sus interrogantes.
El agua es también el Espíritu Santo: “si alguno tiene sed, venga a mi, y beba el que crea en mi: de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37-39).
Dios quiere convertir nuestro jardín particular, y el de toda la Iglesia, por reseco y raquítico que esté, en un vergel lleno de vida. Si hace falta, Él quiere resucitarnos de nuestro sepulcro, como lo hizo con su Hijo. Basta que nos incorporemos seriamente al camino de Jesús. ¿Nos dejaremos curar por esta agua pascual? ¿de qué parálisis nos querrán liberar Cristo y su Espíritu?
Siempre hay un lugar y una hora exacta en la que el Señor viene a nuestro encuentro y nos pregunta: “¿Quieres ser curado?”. Cristo Jesús quiere encontrarse con nosotros, para perdonarnos y darnos vida. El encuentro con Él es el momento que marca el comienzo de la conversión o del rechazo radical. Esa conversión es un camino que exige constancia y una decisión siempre renovada de proseguir el viaje a pesar de todo. Si en la antigua alianza el pueblo caminaba bajo la guía de Moisés, para nosotros el camino a seguir es el mismo Hijo de Dios, Jesucristo. Él es quien nos saca de la esclavitud del pecado, quien nos saca de nosotros mismos.
Como Iglesia hemos de ayudarnos fraternalmente a caminar por las sendas de la conversión, o sea, ayudarnos a buscar y seguir a Jesús. Hay que desear ardientemente que ninguno se extravíe, que ninguno se retrase o se aleje. Todos los cuidados que Jesús nos prodiga con su Palabra, con los sacramentos, con sus intervenciones providenciales son ofertas de conversión.
Acojamos su invitación a ser curados, a convertirnos mediante nuestra fe en el Evangelio. El Señor nos exhorta de nuevo a todos los cristianos a creer de verdad en Dios, Padre de bondad y de misericordia, y a fiarnos de verdad y sin miedos de la Buena Nueva del Evangelio, a acoger sin titubeos la vida nueva recibida en el bautismo y que brota hasta la eternidad. El Señor nos exhorta en este tiempo de Cuaresma a fortalecer nuestra adhesión personal a Él y a acoger su Palabra en nuestra vida; el Señor nos llama a avivar la novedad de nuestro bautismo y a vivirlo con más fidelidad, con mayor seriedad y con mayor profundidad.
En este tiempo de la cuaresma, Dios nos ofrece una oportunidad de gracia para fortalecer el tono espiritual de nuestra vida escuchando y acogiendo la Palabra de Dios, orando personalmente y en comunidad. La Palabra de Dios nos invita a la conversión de mente y corazón a Dios, a recuperar a Dios en nuestra vida. La Cuaresma nos exhorta a reconocer con humildad nuestros pecados, a arrepentirnos de ellos, a acoger el perdón de Dios en el Sacramento de la Penitencia y la enmienda de nuestros pecados. Es necesario que nos paremos a pensar la propia vida desde la Palabra de Dios para dejar que la nueva Vida del Bautismo aflore en nosotros.
Como tantos cristianos también nosotros experimentamos la peligrosa insidia de un contexto pagano con costumbres relajadas, centrados en nosotros mismos, en el tener o en el disfrutar. Con frecuencia prescindimos de las exigencias de una vida auténticamente cristiana.
“!Dejaos reconciliar con Dios!” (2 Cor 5, 20), así nos exhorta San Pablo en este tiempo cuaresmal. Si no hemos perdido el sentido del bien y del mal objetivos, si no hemos perdido el sentido de nuestras culpas, reconoceremos que en nuestra vida existe el pecado y que tenemos necesidad de reconciliación, de recomponer las fracturas y de cicatrizar las heridas.
Pablo nos anuncia la reconciliación que el Padre nos ofrece en su Hijo Jesucristo a través del ministerio de su Iglesia. Sus palabras nos invitan a fijar nuestra mirada en el Padre de toda misericordia, cuyas entrañas se conmueven cuando cualquiera de sus hijos, alejado de Él por el pecado, retorna a El y confiesa su culpa. El abrazo del Padre a quien, arrepentido, va a su encuentro, será la justa recompensa por el humilde reconocimiento de las culpas propias y ajenas. Pedir con arrepentimiento el perdón, recibirlo con gratitud y darlo con generosidad, es fuente de una paz que no se puede pagar. Por ello es justo y hermoso confesarse personalmente, dejarse reconciliar con Dios.
Es necesario confesarse ante un sacerdote. Así lo muestra Dios mismo quien al enviar a su Hijo en nuestra carne, demuestra que quiere encontrarse con nosotros mediante los signos de nuestra condición humana. Dios salió de sí mismo por nuestro amor y vino a ‘tocarnos’ con su carne en su Hijo, que cura y sana al paralítico, que le perdona los pecados y encarga a los Apóstoles que lo hicieran en su nombre. Nosotros estamos a invitados a acudir con humildad y fe a quien nos puede perdonar en su nombre, es decir, a quien el Señor ha elegido y enviado como ministro del perdón. La confesión es por tanto el encuentro con el perdón divino, que nos ofrece Jesús y nos dona por el ministerio de la Iglesia. La confesión humilde dará paz a nuestro corazón.
Dediquemos en esta Cuaresma más atención y tiempo al cuidado de nuestra fe y nuestra vida cristiana. Acojamos la invitación al arrepentimiento y la penitencia de nuestros pecados. Cuando nos acercamos a Dios, cuando dejamos que la mirada de Cristo ilumine nuestra vida, nos damos de nuestros pecados, nuestras faltas de piedad, de diligencia, de amor y misericordia. Sólo reconociendo nuestros pecados podremos se librados. La oración nos ayuda a sentir con fuerza la presencia de Jesús en nuestro corazón y ver en su presencia la verdad de nuestra vida personal y espiritual. Somos pecadores, y sólo podemos alcanzar la verdad y la paz interior reconociendo nuestras faltas y pidiendo perdón a Dios por ellas. Los cristianos contamos con la seguridad del perdón de Dios anunciado por Jesús, ofrecido por la Iglesia, en virtud de su purísima sangre de Jesús, de su pasión y muerte, mediante el sacramento de la penitencia y del perdón de los pecados.
El Señor sale a nuestro encuentro para curarnos de nuestros males, para perdonarnos nuestros pecados, para avivar la nueva vida recibida en el agua del bautismo. Él nos ha sumergido en las aguas bautismales para que quedemos libres de todo lo que nos ataba al mal. Dios nos quiere hijos suyos, capaces de dar testimonio de su Nombre, de su Vida y de la presencia de su Espíritu en nosotros. Cuando entramos en comunión de vida con el Señor su Vida llega con mayor abundancia a nosotros. Pero no podemos encerrarla para nosotros mismos. Nos quiere en camino. Quiere que vayamos por todas partes para hacer el bien a todos. La participación en la Eucaristía nos hace responsables de ser portadores de la salvación de Dios para todas las naciones en todo tiempo y lugar.
Roguemos al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de tener la apertura necesaria a la presencia del Espíritu Santo en nosotros, de tal forma que podamos ser una auténtica Iglesia convertida en portadora del amor y de la salvación para todas las gentes de todos los tiempos y lugares. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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