El Sacramento del Matrimonio
«La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados» (n. 1601; cf. can. 1055 §1 CIC)
Como muy bien lo ha expresado, el Papa Francisco, el sacramento del matrimonio «nos conduce al corazón del designio de Dios, que es un designio de alianza con su pueblo, con todos nosotros, un designio de comunión» (Audiencia del 02.04.2014). El matrimonio no es una invención de los hombres; «el mismo Dios es el autor del matrimonio», al que ha provisto de leyes propias y que se establece sobre la alianza matrimonial, genera un vínculo sagrado y no depende del arbitrio humano» (cf. GS 48, 1).
Ya al inicio del libro del Génesis se dice: «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó… Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gn1, 27; 2, 24). La imagen de Dios es la pareja matrimonial: el hombre y la mujer; no sólo el hombre, no sólo la mujer, sino los dos. La alianza de Dios con nosotros está representada en esa alianza entre el hombre y la mujer. Somos creados por amor y para amar, como reflejo de Dios y de su amor. En la unión conyugal, el hombre y la mujer realizan esta vocación en el signo de la reciprocidad y de la comunión de vida plena y definitiva (cf. Papa Francisco id.). En el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se ‘refleja’ en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. Dios es comunión de las tres Personas -Padre, Hijo y Espíritu Santo- que viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Este es el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia, «una sola carne», para que el amor de Dios se refleje en la pareja que decide unirse en alianza matrimonial.
Dando un paso más, san Pablo dice que en el matrimonio entre cristianos se refleja el misterio del amor nupcial de Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5, 21-33): Cristo es el esposo y la Iglesia su esposa. De ahí que el sacramento del matrimonio debe ser considerado como una vocación: cuando hay verdadero enamoramiento, Cristo está llamando al hombre y a la mujer a unir sus vidas en el matrimonio para ser reflejo de su amor hacia la Iglesia. Y ese matrimonio debe considerarse también como una consagración: el hombre y la mujer son consagrados en su amor por la gracia de Dios, que les capacita y ayuda para ser reflejo de su amor (cf. GS, 48; FC, 56). «Los esposos, en efecto, en virtud del sacramento, son investidos de una auténtica misión, para que puedan hacer visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su Iglesia, que sigue entregando la vida por ella, en la fidelidad y en el servicio» (Papa Francisco id.).
La vida matrimonial ha de contar con la fragilidad humana y con las dificultades y pruebas del día a día. Lo importante es mantener viva la relación con Dios y contar siempre con su gracia y su misericordia. Cuando los esposos rezan juntos y el uno por el otro, el vínculo matrimonial se mantiene y se fortalece, y las pruebas se superan. El Papa Francisco ha dado un consejo muy sabio a los esposos. «Son tres palabras que se deben decir siempre, tres palabras que deben estar en la casa: permiso, gracias y perdón. Con estas tres palabras, con la oración del esposo por la esposa y viceversa, con hacer las paces siempre antes de que termine la jornada, el matrimonio irá adelante» (id.)
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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