Solemnidad de Todos los Santos
Cementerio de Castellón, 1 de noviembre de 2006
La solemnidad de Todos los Santos, en el día de hoy, y la conmemoración de Todos los Fieles difuntos mañana suscitan cada año en nosotros, cristianos católicos, un clima generalizado de oración. Envueltos en esta atmósfera espiritual, nos hallamos en torno al altar del Señor para ofrecer nuestra gozosa acción de gracias a Dios por los santos y, a la vez, para orar por nuestros familiares y amigos que ya han concluido su peregrinaje terrenal.
Hoy recordamos ante todo y en primer lugar a todos los santos. Con el autor del Apocalipsis cantamos: “La alabanza y la gloria, la sabiduría y la acción de gracias, el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Señor, por los siglos de los siglos” (Ap 7, 12). Unidos a todos los santos, que celebran ya la liturgia celestial, cantamos la acción de gracias a nuestro Dios por las maravillas que ha realizado en la historia de la salvación.
Alabanza y acción de gracias sean dadas a Dios por haber suscitado en la Iglesia una multitud inmensa de santos, una multitud que nadie puede contar (cf. Ap 7, 9). Impresiona escuchar en este día la frase del Apocalipsis: “Y ví una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas…”. Esta inmensa muchedumbre son los santos; santos desconocidos en su mayoría, santos de todas las razas, de todos los países y pueblos, de todas las épocas. Los santos conocidos, y también los santos anónimos, a quienes sólo Dios conoce. Madres y padres de familia que, con su dedicación diaria a sus hijos, han contribuido eficazmente al crecimiento de la Iglesia y a la construcción de la sociedad; sacerdotes, religiosas y laicos que, como velas encendidas ante el altar del Señor, se han consumido en el servicio al prójimo necesitado de ayuda material y espiritual; misioneros y misioneras, que lo han dejado todo por llevar el anuncio del Evangelio a todo el mundo. Y la lista podría continuar.
Toda la liturgia de hoy habla de santidad. Los santos nos recuerdan que la fuerza del Espíritu de Jesús actúa en todas partes; es una semilla capaz de arraigar en todas partes, que no necesita especiales condiciones de raza, de cultura o de clase social. Por eso esta fiesta es una fiesta de gozo: el Espíritu de Jesús ha dado, da y seguirá dando fruto, y lo hará en todas partes.
Todos esos hombres y mujeres de todo tiempo y lugar tienen algo en común. Todos ellos «han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero». Todos ellos han sido pobres de espíritu, hambrientos y sedientos de justicia, limpios de corazón y trabajadores de la paz. Porque hoy no celebramos una fiesta superficial; hoy celebramos la victoria dolorosamente alcanzada por tantos hombres y mujeres en el seguimiento de Jesús por el camino de las Bienaventuranzas. A todos les une la búsqueda y la lucha por una vida más fiel, más entregada a Dios y más dedicada al servicio de los hermanos y del mundo nuevo que quiere Dios. Hoy celebramos que viven ya con Dios hombres y mujeres de todo tiempo y lugar, que han luchado esforzadamente en el camino del amor, que es el camino de Dios.
Con frecuencia pensamos que la santidad es una heroicidad propia sólo de algunos pocos. Pero no es así. La santidad es el seguimiento fiel y esforzado de Jesucristo; y esto vale también para nosotros: todo cristiano esta llamado e invitado a la santidad. Es algo exigente, sin duda; porque es algo para cristianos que toman en serio su condición de bautizados, de Hijos de Dios, de discípulos del Señor y miembros de la Iglesia; y esto no es algo superficial, ni puntual ni se limita a ir tirando. Como cristianos cada uno de nosotros estamos llamados a la santidad, al seguimiento de Cristo.
Para saber cuál es el camino de este seguimiento, el camino de la santidad, debemos subir con los Apóstoles al monte de las Bienaventuranzas, acercarnos a Jesús y ponernos a la escucha de las palabras de vida que salen de sus labios. También Él hoy nos dice: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. El Maestro proclama bienaventurados y, podríamos decir, “canoniza” ante todo a los pobres de espíritu, es decir, a quienes tienen el corazón libre de prejuicios y condicionamientos, a quienes, así, están dispuestos a acoger a Dios en su vida y a cumplir en todo su voluntad. La adhesión total y confiada a Dios supone desprenderse y desapegarse de sí mismo.
Los santos se tomaron en serio estas palabras de Jesús. Creyeron que su felicidad vendría de traducirlas y vivirlas en el día a día de su existencia. Y comprobaron su verdad en la confrontación diaria: a pesar de las pruebas, de las sombras y de los fracasos gozaron ya en la tierra de la alegría profunda de la comunión con Cristo. En Él descubrieron, presente en el tiempo, el germen inicial de la gloria futura del reino de Dios.
En esta Eucaristía recordamos también a nuestros familiares y amigos difuntos. Les recordamos con cariño y con dolor, pero ante todo con la esperanza del reencuentro y de la futura resurrección. Dios Padre, “por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva” (1 Pt, 3). Sostenidos por estas palabras del apóstol san Pedro recordemos con esperanza a nuestros difuntos. Ellos han vivido ya su jornada terrena; y ahora duermen el sueño de la paz en espera de la resurrección final.
Sobre el muro de sombra de la muerte, nuestra fe proyecta la luz resplandeciente del Resucitado, primicia de los que han pasado a través de la fragilidad de la condición humana y ahora participan en Dios del don de la vida sin fin. Cristo, mediante la cruz, ha dado un significado nuevo también a la muerte. En Cristo, la muerte se ha convertido en un sublime gesto de amor obediente al Padre y en supremo testimonio de amor solidario a los hombres. Por eso, considerada a la luz del misterio pascual, también la salida de la existencia humana ya no es una condena sin apelación, sino el paso a la vida plena y definitiva, a la perfecta comunión con Dios.
La palabra de Dios abre nuestro corazón a una “esperanza viva”: ante la disolución de la escena de este mundo, promete una “herencia incorruptible, pura e imperecedera”. Reunidos en torno al altar, dirigimos nuestro pensamiento a nuestros hermanos que han vuelto a la casa del Padre. “Venid a mí todos. (…) Cargad con mi yugo y aprended de mí; (…) y encontraréis vuestro descanso” (Mt 11, 28-29). Estas palabras de Jesús a sus discípulos nos sostienen y confortan al conmemorar a nuestros queridos difuntos. Aunque nos sintamos tristes por su muerte, nos consuelan las palabras de Cristo, que nos dice: “Que no tiemble vuestro corazón: creed en Dios y creed también en mí” (Jn 14, 1). El corazón humano, siempre inquieto hasta que encuentra un puerto seguro en su peregrinación, halla aquí finalmente la roca firme donde detenerse y descansar. Quien se fía de Jesús, pone su confianza en Dios mismo.
Jesús es verdadero hombre, pero en El podemos tener fe plena e incondicional, porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cf. Jn 14, 10). En Cristo, Dios ha salido en verdad a nuestro encuentro. Los seres humanos necesitamos un amigo, un hermano que nos tome de la mano y nos acompañe hasta la “casa del Padre” (Jn 14, 2); necesitamos a uno que conozca bien el camino. Y Dios, en su amor “sobreabundante” (Ef 2, 4), mandó a su Hijo, no sólo a indicárnoslo, sino también a hacerse él mismo “el camino” (Jn 14, 6). “Nadie va al Padre, sino por mí” (Jn 14, 6), afirma Jesús. Ese “nadie” no admite excepciones. Jesús es el camino abierto a “todos”; no existen otros caminos. Y los que parecen ser “otros”, en la medida en que son auténticos, conducen a él; de lo contrario, no llevan a la vida. Por tanto, es inestimable el don que el Padre ha hecho a la humanidad enviando a su Hijo unigénito. A este don corresponde una responsabilidad, que es tanto mayor cuanto más íntima es la relación que se estable con Jesús. “Al que mucho se le dio –dice el Señor-, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá” (Lc 12, 48). Por este motivo, a la vez que damos gracias a Dios por todos los beneficios que concedió a nuestros hermanos difuntos, ofrecemos por ellos los méritos de la pasión y muerte de Cristo, para que colmen las lagunas debidas a la fragilidad humana.
Pese al dolor dejemos que nuestro corazón se ensanche con el asombro de la esperanza, a la que estamos llamados. El apóstol san Juan, en su primera carta, la expresa comunicándonos la certeza de haber llegado a ser hijos de Dios y, al mismo tiempo, la esperanza de la manifestación plena de esta realidad: “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. (…) Cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2).
Al recordar con particular afecto a nuestros hermanos difuntos elevamos por ellos súplicas al Señor. Que el Padre de la misericordia los libere definitivamente de lo que queda de la fragilidad humana, para hacerles gozar eternamente del premio celestial prometido a los obreros buenos y fieles del Evangelio. Ofrezcamos esta Eucaristía por todos nuestros familiares y amigos que nos han precedido en el último paso hacia la vida eterna. Invoquemos la intercesión de la bienaventurada Virgen María, para que los acoja en la casa del Padre, con la esperanza confiada de poder unirnos a ellos un día para gozar la plenitud de la vida y de la paz. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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