Solemnidad del Corpus Christi
Con gran gozo celebramos hoy la solemnidad del “Corpus Christi”. Especialmente contentos están estos niños y niñas, que han recibido la Eucaristía por primera vez este año. ¿Por qué estáis contentos vosotros, los pequeños, y nosotros, los mayores y vuestros padres nos alegramos con vosotros? No sólo porque estéis esta tarde aquí, vestidos con el traje de la primera comunión, para ir en la procesión arrojando pétalos de flores al paso de la Custodia. El motivo de nuestra alegría es que hoy celebramos de una forma especial y solemne, que Jesús está de verdad en la Sagrada Forma, en la Eucaristía.
Mirad: cuando hoy diga “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”. “Tomad y bebed esta es mi sangre, sangre de la nueva Alianza, derramada por todos”, repetiré las mismas palabras, que Jesús dijo en la última Cena cumpliendo el encargo el mismo Jesús hizo a los Apóstoles: “Haced esto en conmemoración mía”. Y lo mismo que ocurrió entonces, sucederá hoy: el pan y el vino se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Cuando después, os dé a comulgar la sagrada Forma, os daré el Cuerpo de Jesús. Y más tarde cuando exponga la Forma en la Custodia para la procesión, ahí está Jesús mismo, al que llevaremos por las calles. Cuando guarde las formas sobrantes en el Sagrario, Jesús sigue estando ahí. En la Sagrada Forma, Jesús se queda presente entre nosotros a fin de que ante el Sagrario podamos hablar con Él. Así lo creemos; y hoy en la procesión se lo queremos decir a todos.
Pero hay todavía más. En la Sagrada Forma encontramos la señal más clara, más fuerte y permanente de que Dios nos ama a todos. En la Eucaristía descubrimos la verdadera cara de Dios: Dios es amor, nos dice el evangelista San Juan, y además ama a todos los hombres en desmesura, es decir de un modo que no nos podemos imaginar; nos ama muchísimo más incluso que nuestros propios padres. Tal es el amor que Dios nos tiene, que entregó a su propio Hijo, a Jesús, hasta la muerte en la Cruz, “por todos nosotros”: para perdonar nuestras faltas y pecados, para darnos su amor y su vida; y el mismo Jesús, porque nos ama con el mismo amor que Dios nos tiene, entregó su vida en la Cruz para mostrarnos y darnos el amor de Dios. ¿Hay un amor más grande que dar la vida por otro?
Pues bien, para que nos quedara una señal bien clara y para siempre de ese amor tan grande que nos tiene, Jesús la noche antes de morir en la Cruz se reúne con sus amigos para celebrar la cena de pascua de los judíos. Y adelantando lo que iba a suceder al día siguiente, toma pan y vino, y dice a sus amigos, que el pan es su cuerpo que va a entregar por todos y el vino es la sangre que va a derramar por los pecados de todos, al día siguiente en la Cruz. Pero todo esto no es pasajero. En la Cruz, Dios hace una alianza de amor, un pacto nuevo y para siempre, con todos los hombres en Jesús. Ya no puede cambiarse; Dios sella una amistad eterna con la humanidad, con todos hombres. Jesús, hombre como nosotros, se ofrece al Padre por todos nosotros, y el Padre Dios lo acepta y le resucita. Los pecados de toda la humanidad son redimidos, Dios reconcilia a los hombres, les devuelve su amor. En cada Misa, hacemos actual lo que ocurrió en la Cruz y en la Resurrección, para que el perdón y el amor de Dios alcancen a todos. La alianza con Dios por mediación de Jesucristo se renueva en cada Misa.
En la Eucaristía, Jesús nos ha dejado el memorial de su entrega total por amor en la Cruz. El mismo se nos ofrece como la comida y la bebida que da el amor y la vida de Dios. “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”. “Tomad y bebed esta es mi sangre, sangre de la Alianza, derramada por todos” nos dice.
Por ello la Eucaristía es tan importante para la Iglesia y para cada cristiano, para todos y cada uno de nosotros; es, por así decirlo, el centro de nuestra vida. Así nos lo recordó nuestro querido Papa, Juan Pablo II: “ Sin la participación plena en la Eucaristía, la vida del cristiano languidece, se apaga y muere. En ella, el Señor mismo nos invita a su mesa y nos sirve, y sobre todo, nos da su amor, hasta el extremo de ser Él mismo quien se nos da en el pan partido y repartido, y el vino derramado y entregado”
Sería una pena enorme, que vuestra primera comunión, fuera la última; o que sólo de vez en cuando os acercaseis a comulgar. Vosotros niños y los mayores también: Si queremos vivir y crecer como cristianos tenemos que ir a Misa, al menos todos los domingos y fiestas, tenemos que participar con atención y devoción en ella y tenemos que recibir a Jesús comulgando; si no lo hacemos no seremos verdaderos amigos de Jesús, nos olvidaremos de Él y no viviremos como El quiere. No es verdad que se pueda ser buen cristiano, amigo y seguidor de Jesús sin ir a Misa y sin participar en ella comulgando, estando bien dispuestos.
Cuando recibimos a Jesús en la comunión de su Cuerpo, Jesús se une a nosotros, nos da su amor y su vida, que son el amor y la vida de Dios. Si Jesús se une a cada uno de los que comulgamos, todos quedamos unidos en su amor y en su vida. Ambas cosas no se pueden separar. La participación en la Eucaristía crea y recrea los lazos de amor y de fraternidad entre los que comulgan, sin distinción de personas, por encima de las fronteras, de las razas y de las condiciones sociales. Por todo ello, comulgar tiene unas exigencias concretas para nuestra vida cotidiana, tanto de la comunidad eclesial como de cada uno de los cristianos. Cada cristiano que comulga está llamado a ser testigos del amor que Jesús le ha dado, para que llegue a todos, pues a todos está destinado.
Por eso en el día del Corpus Christi, celebramos el Día de la Caridad, el día del Amor: para que el Amor de Dios llegue a través de nosotros a todos, en especial a todos los excluidos de nuestra sociedad y del mundo entero, para que todos formen parte de la nueva fraternidad creada por el Jesús. Quien en la comunión comparte el amor de Cristo es enviado a ser su testigo compartiendo su pan, su dinero y su vida con el que está a su lado, con el que está necesitado no sólo de pan sino también de amor, con los enfermos, los pobres, los mayores abandonados, etc. en nuestras comunidades; y también por los marginados y de excluidos entre nosotros: drogadictos, alcohólicos, indomiciliados, reclusos, emigrantes o parados.
Ante la profunda crisis económica y laboral, que padecemos, Cáritas nos llama con urgencia a rescatar la pobreza, que siempre y antes de nada, tiene rostro humano. Es el rostro de aquellos que en número creciente se quedan sin trabajo, el rostro de quienes se quedan sin el subsidio de desempleo, el rostro de las familias enteras sin trabajo ni subsidio, sin medios para comida, medicina o artículos de higiene, sin posibilidad de pagar el alquiler de la vivienda, los gastos corrientes de luz y agua, sin olvidar las hipotecas.
No olvidemos tampoco la crisis y pobreza de valores morales y espirituales, que están en la base de la crisis económica. No podemos reducir la crisis a su dimensión financiera y económica. Sería un peligroso engaño. Detrás de la crisis financiera hay otras más hondas que la generan. Esta crisis pone en evidencia una profunda quiebra antropológica y una crisis de valores morales.
La dignidad del ser humano es el valor que ha entrado en crisis cuando no es la persona el centro de la vida social, económica y empresarial; cuando el dinero se convierte en fin en sí mismo y no en un medio al servicio de la persona y del desarrollo social. En el origen de la crisis actual hay que como otra sus causas la falta de “transparencia”, de “responsabilidad” y de “confianza”. Se ha perdido la confianza en las grandes instituciones económicas y financieras y en los sistemas que las regulan, debido a la irresponsabilidad y avaricia de algunos, a la vanidosa competitividad, al deseo de aparentar, de tener más que los demás.
En esta situación el amor de Cristo nos apremia a ser testigos de la verdad del hombre, de la fraternidad entre todos y del amor solidario para con todos. Los pobres no nos pueden dejar indiferentes a los cristianos. Nuestras Cáritas, las congregaciones religiosas y las asociaciones de cristianos están desbordadas por la fuerte demanda de ayuda, que crece día a día. El Mandamiento Nuevo del amor nos urge a redoblar nuestro compromiso personal y nuestra generosidad económica. El Señor Jesús nos llama a reconocerle, acogerle y amarle en el hermano necesitado hasta compartir nuestro pan, nuestra vida y nuestra fe con él.
No lo olvidemos: quien en la comunión comparte el amor de Cristo es enviado a ser su testigo; es enviado a compartir su pan y su vida con el hermano necesitado; nadie puede quedar excluido de nuestro amor, porque nadie esta excluido del amor de Dios, manifestado en Cristo. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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