Solemnidad de Todos los Santos
Cementerios de Segorbe y de Castellón,
1 de noviembre de 2009
(Ap7,2-4.9-14; Sal 23; 1 Jn 3,1-3;Mt 5, 1-12a)
Amados todos en el Señor Jesús
La solemnidad de Todos los Santos, en el día de hoy, y la conmemoración de Todos los Fieles difuntos mañana suscitan cada año en nosotros, cristianos católicos, un clima de alegría y de gratitud, y de recuerdo y de oración. Unidos por el Señor en torno a su altar, entonamos un canto de gozosa acción de gracias por todos los santos y, a la vez, recordamos con nuestra oración, llena de esperanza, a familiares y amigos que ya han concluido su peregrinaje terrenal.
Hoy recordamos ante todo y en primer lugar a todos los santos. Con el autor del Apocalipsis cantamos: “La alabanza y la gloria, la sabiduría y la acción de gracias, el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Señor, por los siglos de los siglos” (Ap 7, 12). Unidos a todos los santos, que celebran ya la liturgia celestial, cantamos la acción de gracias a nuestro Dios por las maravillas que ha realizado en la historia de la salvación.
Alabanza y acción de gracias sean dadas a Dios por haber suscitado en la Iglesia una multitud inmensa de santos, una multitud que nadie puede contar (cf. Ap 7, 9). Impresiona escuchar en este día la frase del Apocalipsis: “Y ví una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas…”. Esta inmensa muchedumbre son los santos; santos desconocidos en su mayoría, santos de todas las razas, de todos los países y pueblos, de todos los tiempos. Los santos conocidos, y también los santos anónimos, a quienes sólo Dios conoce. Son las madres y los padres de familia que han vivido con fidelidad mutua y amor entregado su matrimonio, que han acogido las nuevas vidas que Dios les ha ido dando, que han criado con esfuerzo a sus hijos y los han educado con su dedicación diaria, y que han contribuido eficazmente al crecimiento de la Iglesia y al bien de la sociedad; son los trabajadores, profesionales, autónomos y empresarios que con su esfuerzo diario, su profesionalidad y su honradez han contribuido a la construcción de una sociedad más justa; son los periodistas defensores de la dignidad humana, amantes de la verdad y transmisores de la realidad sin manipulación; son los políticos entregados al servicio del bien común y la dignidad de todo ser humano, sumisos a su propia conciencia, insobornados e insobornables; son los sacerdotes, religiosos y laicos que, como velas encendidas ante el altar del Señor, se han consumido en el servicio al prójimo necesitado de ayuda material y espiritual; misioneros y misioneras, que lo han dejado todo por llevar el anuncio del Evangelio a todo el mundo. Y la lista podría continuar.
Toda la liturgia de hoy habla de santidad. Los santos nos recuerdan que la fuerza del Espíritu Santo, el Espíritu del Señor Resucitado, actúa en todas partes; es una semilla de vida, de verdad, de justicia, de amor y de paz, capaz de arraigar en todas partes, que no necesita especiales condiciones de raza, de cultura o de clase social. Por eso esta fiesta es una fiesta de gozo para la que no necesitamos las máscaras que veíamos estos días, evocadoras de un mundo pagano, de un mundo sin Dios: el Espíritu de Jesús ha dado, da y seguirá dando fruto, y lo hará en todas partes.
Todos esos hombres y mujeres de todo tiempo y lugar tienen algo en común. Todos ellos “han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero” (Ao 7,14). Todos ellos han sido pobres de espíritu, hambrientos y sedientos de justicia, limpios de corazón, amantes de la verdad y trabajadores de la paz, hombres y mujeres de Dios. Porque hoy no celebramos una fiesta superficial, que nos evada de la realidad por unas horas, a que nos quiere empujar la propaganda difusora de esa costumbre pagana celta; hoy celebramos la victoria alcanzada por tantos hombres y mujeres en el seguimiento de Jesús por el camino de las Bienaventuranzas. A todos les une la búsqueda y la lucha por una vida más fiel y entregada a Dios, y una vida más dedicada al servicio de los hermanos y del mundo nuevo que Dios quiere. Hoy celebramos a hombres y mujeres concretos; no son fantasmas como los de la fiesta pagana celta que se nos quiere imponer; hombres y mujeres de todo tiempo y lugar que viven ya con Dios, porque han luchado esforzadamente en el camino del amor, que es el camino de Dios.
Con frecuencia pensamos que la santidad es una heroicidad propia sólo de algunos pocos. A ella estamos llamados todos. La santidad la unión con Dios por el seguimiento fiel y esforzado de Jesucristo; y esto vale también para nosotros: todo cristiano esta llamado e invitado a la santidad. Es algo exigente, sin duda, pero es posible y algo que merece la pena. Es algo para cristianos que toman en serio su condición de bautizados, de Hijos de Dios, de discípulos del Señor y de miembros de la Iglesia; y esto no es algo superficial, ni puntual ni se limita a ir tirando. Como cristianos cada uno de nosotros estamos llamados a la santidad, al seguimiento de Cristo.
Para saber cuál es el camino de este seguimiento, el camino de la santidad, debemos subir con los Apóstoles al monte de las Bienaventuranzas, acercarnos a Jesús y ponernos a la escucha de las palabras de vida que salen de sus labios. También Él hoy nos dice: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. El Maestro proclama bienaventurados y, podríamos decir, “canoniza” ante todo a los pobres de espíritu, es decir, a quienes tienen el corazón libre de todo aquello que no da espacio a Dios, a quienes, así, están dispuestos a acoger a Dios en su vida y a cumplir en todo su voluntad. La adhesión total y confiada a Dios supone desprenderse de todo aquello a lo que está apegado nuestro corazón y que no da cabida a Dios, incluido el apego a sí mismo.
Los santos se tomaron en serio estas palabras de Jesús. Creyeron que su felicidad vendría de traducirlas y vivirlas en el día a día de su existencia. Y comprobaron su verdad en la confrontación diaria: a pesar de las pruebas, de las sombras y de los fracasos gozaron ya en la tierra de la alegría profunda de la comunión con Cristo. En Él descubrieron, presente en el tiempo, el germen inicial de la gloria futura del Reino de Dios.
En esta Eucaristía recordamos de forma anticipada también a nuestros familiares y amigos difuntos. Les recordamos con cariño y con dolor, pero ante todo con la esperanza del reencuentro y de la futura resurrección. Dios Padre, “por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva” (1 Pt, 3). Sostenidos por estas palabras del apóstol san Pedro recordemos con esperanza a nuestros difuntos. Ellos han vivido ya su jornada terrena; y ahora duermen el sueño de la paz en espera de la resurrección final.
Sobre el muro de sombra de la muerte, nuestra fe proyecta la luz resplandeciente del Resucitado, primicia de los que han pasado a través de la fragilidad de la condición humana y ahora participan en Dios del don de la vida sin fin. Cristo, mediante la Cruz, ha dado un significado nuevo también a la muerte. En Cristo, la muerte se ha convertido en un sublime gesto de amor obediente al Padre y en supremo testimonio de amor solidario a los hombres. Por eso, considerada a la luz del misterio pascual, también la salida de la existencia humana ya no es una condena sin apelación, sino el paso a la vida plena y definitiva, a la perfecta comunión con Dios.
La Palabra de Dios abre nuestro corazón a una “esperanza viva”: ante la disolución de la escena de este mundo, promete una “herencia incorruptible, pura e imperecedera”. Reunidos en torno al altar, dirigimos nuestro pensamiento a nuestros hermanos que han vuelto a la casa del Padre. “Venid a mí todos. (…) Cargad con mi yugo y aprended de mí; (…) y encontraréis vuestro descanso” (Mt 11, 28-29). Estas palabras de Jesús a sus discípulos nos sostienen y confortan al conmemorar a nuestros queridos difuntos. Aunque nos sintamos apenados por su muerte, nos consuelan las palabras de Cristo, que nos dice: “Que no tiemble vuestro corazón: creed en Dios y creed también en mí” (Jn 14, 1). El corazón humano, siempre inquieto hasta que encuentra un puerto seguro en su peregrinación, halla aquí finalmente la roca firme donde detenerse y descansar. Quien se fía de Jesús, pone su confianza en Dios mismo.
Pese al dolor dejemos que nuestro corazón se ensanche con el asombro de la esperanza, a la que estamos llamados. El apóstol san Juan, en su primera carta, la expresa comunicándonos la certeza de haber llegado a ser hijos de Dios y, al mismo tiempo, la esperanza de la manifestación plena de esta realidad: “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. (…) Cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2).
Invocamos la intercesión de la bienaventurada Virgen María, para que los acoja en la casa del Padre, con la esperanza confiada de poder unirnos a ellos un día para gozar la plenitud de la vida y de la paz. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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