Traslado de los restos del beato Juan Ventura Solsona
I Domingo de Cuaresma
(Deut 26,4-10; Sal 90; Rom, 10. 8-13; Lc 4,1-13)
Iglesia Parroquial de Villahermosa del Río
25 de febrero de 2007
El Señor Jesús nos ha convocado, en este Domingo, en torno a la mesa de su altar para renovar y actualizar el misterio pascual de su pasión, muerte y resurrección. El misterio pascual, la entrega hasta el extremo de Jesús, el Hijo de Dios, es la expresión suprema del amor fiel de Dios hacia toda la humanidad, que redime y se convierte en fuente de vida y de salvación para el mundo. Al trasladar hoy los restos del hijo y párroco de Villahermosa del Río, el beato Juan Ventura Solsona, (1851-19386) queremos ponerlos cerca del ara del altar de Cristo, a cuyo sacrificio él se unió por su sangre derramada, y cerca de la pila bautismal donde renació a la vida de los Hijos de Dios.
Unidos en la oración damos gracias de nuevo a Dios por el don de su persona y por su muerte martirial: en su martirio, él es testigo de una fe llena de confianza en el amor de Dios que nunca abandona a aquellos que le aman; en su martirio, él es testigo de la esperanza en la vida eterna y sin fin; él es testigo de un amor entregado a Dios hasta el derramamiento de su sangre y de amor sin reservas al prójimo, incluido el perdón de sus asesinos: donde sólo había odio por ser sacerdote de Cristo y de su Iglesia, él supo poner amor. Por su persona, por su testimonio de santidad, por su testimonio de fe, de esperanza y de caridad damos gracias esta mañana a Dios.
El Beato Juan Ventura nos recuerda que en la base de toda existencia verdaderamente humana y cristiana, está el amor de Dios y una fe confiada en el amor fiel y providente de Dios. Dios que es amor, crea por amor y llama a la vida plena y eterna junto a Él; y Dios, que es fiel, no abandona a quien le ama. Nos lo recordaba el Salmo de este domingo. “Se puso junto a mí: lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nombre; me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré” (Sal 90).
Sin duda, si algo configuró el espíritu de nuestro Beato en su martirio, esto fue la confianza total en Dios, en su amor y en su fidelidad, hasta considerar su martirio como un don de Dios: una fe y un amor radical a Dios, que lo llevaron a mantenerse fiel a la fe hasta el extremo de hacer oblación de su vida a Dios: un amor a Dios que se hizo perdón de sus asesinos. No lo olvidemos: La fuerza del Beato Juan ante su martirio fue su experiencia personal de Dios, la experiencia de un Dios que es Padre amoroso y fiel, que no abandona ni tan siquiera en la muerte. Por la fe, descubrió, acogió y vivió el amor que Dios había derramado en su corazón.
En la vida y en la muerte del Beato Juan se hicieron realidad las palabras de San Pablo: “nadie que cree en él, quedará defraudado” (Rom 10,11). A lo largo de su existencia y, es especial, en su martirio, creyó y confió plenamente en Dios y en su fidelidad amorosa: estaba seguro de que el amor de Dios no le abandonaría nunca, tampoco en la tragedia de su muerte. Su respuesta al amor recibido de Dios será un vivo deseo de entregarle su vida por amor, si así era su voluntad, y de amarle amando al prójimo, incluso perdonando a sus verdugos, porque también a ellos estaba destinado el amor de Dios.
Como fruto de su amor a Dios, nuestro Beato buscará estar unido a Él en todo momento. Esta unión con Dios se manifestará en su serenidad, cuando es detenido, y en aquellas palabras de amor y de perdón que confundieron a sus asesinos hasta tal punto que ninguno se atrevía a matarlo. En su deseo de amar a Dios y agradarle en todo no se preocupará más que de buscar en todo la gloria de Dios y acoger su voluntad. Nuestro Beato se dejó así conformar enteramente con la voluntad divina hasta dar su propia vida a Dios. Su fidelidad a su fe cristiana hasta el martirio, su serenidad, su perdón y su esperanza ante la muerte, no proceden sino de su gran fidelidad a la fe y su confianza en el amor de Dios. El encarnó la acogida amorosa y dócil de la voluntad del Padre: amó a Dios y, en Él, al prójimo. Con su martirio nos mostró que el amor vence el odio, el mal y el pecado.
También hoy nos preguntamos qué es lo esencial en la vida cristiana. La experiencia nos enseña que la causa más universal de sufrimiento en el mundo no es ni la enfermedad, ni la guerra, ni el hambre, sino el odio humano y la falta de amor. La experiencia nos dice que cuando Dios desaparece de nuestra vida, de la vida de la sociedad, comienza la muerte del hombre. Lo importante, por ello, es cuidar las dos claves de la vida: Dios y el prójimo. Y Dios es siempre la garantía del ser humano, del respeto de su dignidad y de su vida. Cuando damos prioridad a las cosas secundarias nuestro corazón se llena de preocupaciones y se vacía de lo esencial. Parece que no encontramos nunca tiempo para dedicarnos a las cosas verdaderamente importantes. Y lo importante en la vida cristiana es amar a Dios con todo el corazón, fiándose en todo momento de El y confiando en Él, sin renegar de Él, sin buscar excusas. Hoy se lleva ser religiosamente indiferente, agnóstico, vivir como si Dios no existiera. Incluso hay quien dice que se vive mejor sin Dios y sin conciencia objetiva.
El Evangelio de este Domingo nos recuerda que lo fundamental para el cristiano, como para Jesús, es creer y confiar en Dios, amarle y acoger su voluntad, en definitiva dejar a Dios ser Dios en nuestra vida. Como Jesús en el desierto también nosotros estamos tentados a hacer de lo material, del tener y del gozar el centro de nuestra vida; como Jesús estamos tentados de buscar el poder ante todo, o de tentar a Dios erigiéndonos en dioses y suplantando su voluntad. ¡Que frecuentes son estas tentaciones en nuestro tiempo, empecinado en vivir de espaldas a Dios! El evangelio nos exhorta a mantener la confianza en el amor de Dios. Es el camino para vencer las tentaciones. Es el camino que nos muestra Jesús. Es el ejemplo de nuestro mártir, el beato Juan Ventura. El amor confiado a Dios sobre todas las cosas más que un mandamiento es privilegio para el cristiano, pues no a todos se les da el don de conocer y de amar a Dios. Si un día lo descubrimos, como nuestro Beato, no cesaremos de dar gracias a Dios y no haremos otra cosa que cultivar en nuestro corazón el amor a Dios y, como su consecuencia necesaria, el amor al prójimo. El amor a Dios nunca decepciona; el amor a Dios satisface plenamente el ser humano.
Pero somos frágiles. El contexto social nos tienta a prescindir de Dios en nuestra vida. Marginado Dios de nuestra vida, comienza el deterioro de las relaciones humanas, impera el odio, el rencor y la muerte. El evangelio de hoy nos presenta las tentaciones de Jesús en el desierto, pero también su victoria sobre el tentador. San Pío de Pietrelcina decía: El demonio tiene una única puerta para entrar en nuestro espíritu: esta puerta es la voluntad. Las tentaciones son llamadas a nuestro corazón; pero nunca lograrán derribar la entrada, si nosotros no abrimos la puerta. Ésa es nuestra esperanza y la garantía de que, como indica san Agustín, Dios nunca permite que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas. Quien permanece con Cristo nunca queda derrotado. Así lo dice san Pablo citando la Escritura: Nadie que cree en él quedará defraudado.
Toda tentación busca derribar nuestra confianza en Dios. Lo hace mediante el ardid de presentar algo como bueno, para atraer nuestros sentidos o mover nuestro orgullo, para que dejemos de lado a Dios. El salmo de hoy muestra la actitud contraria. Quien confía en el Señor puede estar tranquilo, porque Dios le asegura: Me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré.
La Eucaristía no es sólo ‘banquete fraternal’, sino también es ‘memorial’ vivo de la entrega de Jesús al Padre. Unido a Cristo, nuestro mártir ofreció su propia vida en sacrificio a Dios. Que él nos enseñe, a ofrendar vuestras vidas con Cristo al Padre, creyendo y confiando en Dios, y amándole sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Participemos en esta Eucaristía, el sacramento de la entrega y del amor de Dios en Cristo. Que la participación en el amor de Dios, nos lleve a ser testigos de su amor. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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