Vigilia de la Jornada por la vida
Iglesia Arciprestal de Villareal – 24 de marzo de 2007
El Señor nos ha convocado para celebrar la Vigilia en favor de la Vida humana. Esta tarde queremos dar gracias a Dios por el don de toda nueva vida, la que lleváis en vuestro seno, vosotras madres gestantes, y tantas otras madres como vosotras. Pero también queremos orar para toda vida humana sea acogida y respetada; y, a la vez, reflexionar sobre los temas de la promoción y defensa de la vida humana, especialmente cuando se encuentra en condiciones difíciles. Al manifestar nuestro gozo y acción de gracias a Dios por el don de toda nueva vida, pedimos por el respeto de toda vida humana en todos los momentos y condiciones, por el cuidado del que sufre o está necesitado, por la cercanía al anciano o al moribundo. Os saludo a vosotras madres gestantes, que hoy seréis bendecidas. Saludo también a cuantos trabajáis en este campo de la vida humana, y os renuevo la expresión de mi aprecio por la labor que realizáis para lograr que la vida sea acogida siempre como don y acompañada con amor.
En el evangelio de hoy hemos escuchado el conocido episodio de la mujer adúltera (Jn 8, 1-11). Jesús la perdona y pone así de relieve un aspecto de la misericordia divina: Dios está siempre dispuesto a perdonar, sean cuales fueren nuestros pecados. Jesús nos muestra así el verdadero rostro de Dios: Dios es misericordia, el amor más grande, porque es el Dios del Amor y de la Vida, que llama por amor a la vida, y quiere que todos tengan vida y la tengan en abundancia.
El verdadero rostro de Dios se nos ha mostrado en su Hijo, Jesucristo. El fragmento del profeta Isaías de la primera lectura (Is 43, 16-21) parecería tachar de inútil todo el pasado del pueblo de Israel: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo”. Pero no. Isaías no trata de minusvalorar los acontecimientos del pasado, sino que intenta valorar la gran maravilla -totalmente nueva- que Dios prepara para sus fieles en su Hijo, Jesucristo. Y con imágenes que recuerdan los prodigios obrados por Dios en el antiguo éxodo del pueblo de Israel, el profeta describe lo que constituirá el nuevo y definitivo éxodo, la decisiva liberación de la humanidad.
Ese “algo nuevo” realizado por Dios es la obra de salvación, llevada a cabo por la muerte y la resurrección de Cristo, a través de las cuales Dios nos perdona misericordiosamente todos nuestros pecados y nos devuelve la vida de comunión y de amistad con Él y los hermanos. Es esta novedad radical la que hace que san Pablo nos haya dicho en la segunda lectura que “todo lo considero pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Filp 2, 4-10.2)
Jesucristo es la Vida para el mundo; Él es la vida en plenitud para toda la humanidad. Jesucristo es el Evangelio de la Vida. No se trata de una mera reflexión, aunque original y profunda, sobre la vida humana; no es sólo un mandamiento destinado a sensibilizar la conciencia y a causar cambios significativos en la sociedad; menos aún es una promesa ilusoria de un futuro mejor. El Evangelio de la Vida es la persona misma de Jesús, el cual se presenta al apóstol Tomas y en él a todo hombre, con estas palabras: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn.14,6). Jesús, el Hijo que desde la eternidad, recibe la vida del Padre y ha venido a los hombres para hacerles partícipes de ese don: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn.10,10).
Sin embargo, nos toca vivir en un contexto dominado por un eclipse de la conciencia moral sobre el valor y la dignidad de la vida humana. El aborto y la extensión, que va adquiriendo, también entre nosotros, tienen una malicia real. Porque no estamos ya ante el aborto como un hecho inicuo que se comete de forma particular; estamos ante una realidad de enormes proporciones que busca su propia justificación al margen de la Ley de Dios y de los más elementales principios morales. Hemos de tomar conciencia de que el aborto es una auténtica estructura de pecado, que “busca la deformación generalizada de las conciencias para la extensión de su maldad de modo estable”.
En general vivimos en una situación nueva. En nuestras sociedades desarrolladas hay nuevas amenazas contra la vida humana. El progreso científico y técnico ofrece la posibilidad de nuevas agresiones contra la dignidad del ser humano. En muchos países, incluido el nuestro, hay amplios sectores de la opinión pública que justifican algunos atentados contra la vida.
Ante esta situación, hemos de anunciar el Evangelio de la vida. Con esta expresión “Evangelio de la vida” se expresa muy bien un elemento esencial de mensaje bíblico. El Evangelio de la vida consiste en el anuncio de la persona misma de Jesús, manifestación suprema del Amor de Dios; por la palabra, la acción y la persona de Jesús se da al hombre la posibilidad de conocer toda la verdad sobre el valor de la vida humana El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio. El hombre viviente constituye el camino primero y fundamental de la Iglesia.
El agradecimiento y la alegría por la dignidad sin medida del hombre, de todo hombre, nos mueve a hacer a todos partícipes de este mensaje: la vida humana es un don precioso de Dios, fruto de su Amor; por ello toda vida humana es sagrada e inviolable y por esto son absolutamente inaceptables el aborto procurado, la eutanasia y otros atentados contra la vida.
La Iglesia, fiel al evangelio de la vida, ha proclamado siempre que sólo Dios es el Señor y Dueño de la vida y de la muerte de los hombres: “Yo doy la muerte y doy la vida”, dice el Señor. Por ello, al mismo tiempo que reconoce la soberanía de Dios sobre la vida y muerte de los hombres, la Iglesia ha condenado siempre los ataques contra la vida del hombre. Ya Juan Pablo II calificó como ‘cultura de muerte’, las corrientes actuales que presentan los atentados directos a la vida como reivindicaciones modernas amparadas en ‘un concepto perverso de libertad’.
El mismo Papa Benedicto XVI, en su mensaje para la jornada de la Paz de este mismo año, presentaba los ataques a la vida humana como atentados directos a la paz que todos anhelamos: “Hay muertes silenciosas provocadas por el hambre, el aborto, la experimentación sobre los embriones y la eutanasia. ¿Cómo no ver en todo esto un atentado a la paz? El aborto y la experimentación sobre los embriones son una negación directa de la actitud de acogida del otro, indispensable para establecer relaciones de paz duraderas”.
Contra la violencia homicida de los fuertes se alza el valor incomparable de cada vida humana. Las razones que se aducen para justificar el aborto o la eutanasia equivalen, en último término, a poner precio a la vida de un ser humano, débil e inocente. Entre los atentados contra la vida, el aborto reviste una especial gravedad. El Concilio Vaticano II no duda en calificarlo de ‘crimen nefando’. Por su malicia intrínseca y por la indefensión injusta y terrible que sufre quien debería recibir todos los cuidados de la familia, de la sociedad y del Estado para alcanzar la meta de la gestación y ser alumbrado a la vida, la Iglesia lo condena con la pena de la excomunión de quienes lo practican y colaboran directamente en él.
Hemos de tomar conciencia de la gravedad del problema. No podemos mirar hacia otro lado, ni acostumbrarnos a situaciones inmorales, ocasionadas por leyes injustas; tampoco podemos pensar que nada se puede hacer por cambiar el rumbo de la sociedad en cuestiones que ponen en peligro el fundamento de la misma sociedad, como es el derecho a la vida.
Es preciso que el Evangelio de la vida penetre en el corazón de cada hombre, en lo más recóndito de la cultura, en el alma de la sociedad. Es necesario, sobre todo, fomentar entre los propios católicos una experiencia de fe, es decir, del reconocimiento de la presencia de Cristo entre nosotros, verdadera y fiel. Tan verdadera y fiel que pueda determinar todas las dimensiones de nuestra vida, que haga resplandecer en nosotros el amor a la propia vida y la gratitud por ella y que suscite en nosotros la voluntad de ayudar y sostener siempre el amor a la vida de los demás con nuestro testimonio de amor.
Llamar a esta experiencia de fe es llamar a la conversión. Porque contribuimos a la cultura de la muerte cuando callamos ante esta verdadera estructura de pecado, cuando nos sometemos a la mentalidad consumista, cuando hacemos del poder, del dinero, del estatus o del éxito social, los criterios que rigen el valor de la vida humana. Por eso, la conversión es siempre la primera e indispensable responsabilidad de los católicos en relación con la vida, si en verdad se ama la vida. Sólo un pueblo agradecido por la experiencia de la redención de Cristo puede expresar con verdad y generar una auténtica cultura de la vida.
La fe en el Dios de la vida nos lleva a cultivar en nosotros una mirada contemplativa que descubra en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente. Esta mirada contemplativa nos lleva a prorrumpir en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la vida humana, en el que Dios llama a cada ser humano a participar en Cristo de la vida de gracia y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y Padre.
En unión con Jesucristo hemos de promover el respeto a toda vida humana, mediante el servicio de la caridad cristiana que es, ante todo, amor a Dios y amor al prójimo. Hemos de hacernos cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad. Se trata de hacerse cargo de toda la vida y de la vida de todos. Es preciso promover formas discretas y eficaces de atención y ayuda a la vida naciente, con especial cercanía a las madres, de apoyo a las familias y de ayuda a la vida que se encuentra en la marginación, en el sufrimiento, en sus fases finales.
La celebración y la defensa de la vida no pueden ser, sin embargo, cosa de un día, de una sola jornada. La celebración del Evangelio de la vida debe realizarse sobre todo en la existencia cotidiana, vivida en el amor a los demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra existencia se hará acogida auténtica y responsable del don de la vida y alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya sucede en tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida, realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos.
La Virgen María acogió con amor perfecto al Verbo de la vida, Jesucristo, que vino al mundo para que los hombres “tengan vida en abundancia” (Jn 10, 10). A ella le encomendamos a las mujeres embarazadas, a las familias, a los agentes sanitarios y a los voluntarios comprometidos de muchos modos al servicio de la vida. Oremos, en particular, por las personas que se encuentran en situaciones de mayor dificultad. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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