50º Aniversario de Cáritas Diocesana
Castellón, Iglesia-capilla del Seminario Diocesano ‘Mater Dei’ – 26.Mayo.2007
“Bendice alma mía al Señor. ¡Dios qué grande eres!”. Al celebrar hoy como Iglesia diocesana el 50º Aniversario de la fundación de nuestra Cáritas Diocesana os invito a bendecir a Dios y darle gracias con las palabras del salmista. Hoy es, ante todo, un día para la acción de gracias a Dios. Al hacer memoria de estos cincuenta años damos gracias a Dios por todos los dones de él recibidos y por todas las personas –voluntarios, trabajadores y colaboradores-, comunidades y grupos que con su dedicación personal y aportación económica han hecho posible el servicio organizado de la caridad de nuestra Iglesia diocesana. Sin el amor de Dios hecho amor a los hombres en todas estas personas no hubieran sido posibles las múltiples y variadas obras de atención a los más pobres y necesitados durante estos años.
Pero la efeméride de hoy nos invita también y ante todo a mirar el presente con optimismo para poder abordar el futuro con una esperanza firme y con un compromiso renovado. No nos podemos quedar en la autocomplacencia por lo realizado y por lo que estamos haciendo. El Señor en su providencia amorosa ha querido que nuestra celebración fuera en la Víspera de Pentecostés. Conscientes de que solos no podemos nada y que el motor de la cáritas cristiana es el amor de Dios encarnado en su Hijo, y derramado en el corazón de sus fieles por el Espíritu Santo, suplicamos una vez más: “Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, enciende en ellos el fuego de tu amor”.
Esta tarde nos dirigimos al Espíritu Santo, y le invocamos como creador y santificador, como Señor y dador de Vida. El Espíritu que “se cernía sobre las aguas” al inicio de la creación, el Espíritu que descendió como viento y fuego en la mañana de Pentecostés, este mismo Espíritu continúa moldeando los corazones de los fieles, sigue alentando a nuestra Iglesia. En todas las épocas, la Iglesia ha experimentado la presencia viva y la suave brisa del Espíritu; hoy deseamos experimentarlo de nuevo. En la Víspera de Pentecostés, oremos a Dios para que infunda de nuevo el soplo de su Espíritu en nuestra Iglesia diocesana, para que nos dejemos avivar por su amor, fuente permanente de la misión evangelizadora, del anuncio del amor de Dios, que se convierte en amor al hermano, sobre todo al más necesitado. El Espíritu es como el alma de nuestra Iglesia, como su principio vital. El es quien mantiene viva y operante la redención de Cristo en la Iglesia: su Palabra es una Palabra viva, gracias a la acción del Espíritu, los sacramentos comunican la Nueva vida que sacia la sed de los hombres, gracias a la acción del Espíritu. Es El quien nos infunde a creyentes y comunidades la fe, quien nos alienta en la esperanza y quien nos mueve en la caridad. El Espíritu es el vínculo de unidad de los cristianos con Cristo y con los hermanos, el motor que hace que nuestra Iglesia sea en el mundo signo eficaz de unidad y de comunión en el amor entre los hombres y las naciones.
En el evangelio de Juan podemos leer que “los discípulos estaban en casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». No se atrevían a confesar en público su adhesión a Cristo Jesús en un contexto adverso. Es una descripción muy clara de una comunidad que no ha experimentado la fuerza del Espíritu del Resucitado. Todavía estaban desconcertados por la pasión y la muerte de Jesús. Por eso cuando reciben la fuerza del Espíritu “se llenaron de alegría» y salieron a proclamar a Cristo Resucitado.
Podríamos preguntarnos hoy, nosotros, la comunidad de los creyentes, si no estamos atenazados por nuestros miedos, como si no hubiéramos recibido el Espíritu del Resucitado, como si no creyéramos en su presencia. Miedos porque somos débiles; miedos porque somos pocos y mayores; miedos ante la indeferencia religiosa de nuestra sociedad; miedos a manifestar nuestra fe en público y en privado ante la hostilidad cada vez mayor del laicismo militante; miedo porque tenemos pocas vocaciones… Parecería que no contásemos con la fuerza del Espíritu.
Al “exhalar el Señor Resucitado su aliento sobre sus discípulos, son recreados, como aquellos huesos secos que recobran vida. También nosotros hemos recibido el Espíritu para una vida nueva. No la del hombre egoísta y pecador, sino la vida de los hijos de Dios. El bautismo y la confirmación nos hacen portadores del Espíritu, constructores de unidad y testigos del amor de Dios en el amor al hermano.
El misterio de Pentecostés actúa siempre. Es el Espíritu que nos da la fe por la que podemos confesar que “Jesús es Señor”. Es el Espíritu que nos congrega y nos hace una comunidad de fe, de esperanza y de amor: esta comunidad es y debe ser nuestra Iglesia. Es el Espíritu, el que suscita múltiples carismas, servicios, dones, regalos, ministerios, al servicio de la comunidad. El Espíritu es el que hace posible que siendo muchos, y teniendo distintas maneras de pensar y actuar, sepamos amarnos y ser “uno” para que el mundo crea. El Espíritu Santo nos ayuda a superar toda división, fruto del pecado, y a saltar por encima de todas las barreras sociales, de raza, de lengua y de religión. El Espíritu Santo es el agua viva, que sacia la sed, que da la Vida y el amor de Dios.
Antes de la ascensión, los Apóstoles reciben el mandato de predicar el evangelio a todas las naciones. En Pentecostés reciben la fuerza para realizar su misión. Al recibir el Espíritu Santo, los Apóstoles se convirtieron en hombres nuevos. Su temor se desvaneció y salieron a las calles a proclamar las “maravillas de Dios”. Hay una relación clara entre el don del Espíritu y la misión de la Iglesia, la misión de todos los cristianos. Es el Espíritu Santo quien inspira en los fieles el sentido de misión. Movidos por su amor, se sienten impulsados a compartir con otros lo que ellos mismos han recibido. Son portadores de la buena nueva para los demás hombres, haciéndoles conocer la fe y salvación amorosa que viene de Cristo.
Nuestra Iglesia tiene su origen y su fuente en el amor divino. No lo olvidemos nunca. Por amor, el Padre envió a su Hijo para salvar lo que estaba perdido, para resucitar lo que estaba muerto. El Hijo, en perfecta comunión con el Padre, amó a los suyos hasta el extremo, dando su vida para reunir a los hijos dispersos. Con el envío del Espíritu Santo, la Iglesia apostólica se presenta ante el mundo como el fruto maravilloso de la caridad divina. Nuestra Iglesia será fiel a su vocación y misión en la medida que signifique y actualice el amor gratuito del Señor en el servicio pobre y humilde al mundo. En su Cuerpo, que es la Iglesia, Cristo prosigue su existencia entregada en favor de las muchedumbres hambrientas de pan, de justicia y, en última instancia, del Dios de la esperanza.
La caridad de nuestra Iglesia es la manifestación del amor trinitario. Al morir en la cruz, Jesús “entregó el espíritu” (cf. Jn 19, 30), preludio del don del Espíritu Santo que otorgaría después de su resurrección. Se cumpliría así la promesa de los “torrentes de agua viva” que, por la efusión del Espíritu, manarían de las entrañas de los creyentes (cf. Jn 7, 38-39). El Espíritu es esa potencia interior que armoniza nuestro corazón con el corazón de Cristo y nos mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado.
El Espíritu es también la fuerza que transforma el corazón de la comunidad eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola familia. Toda la actividad de la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos; y busca su promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana. El amor es el servicio que presta nuestra Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades, incluso materiales, de los hombres.
El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial: desde la comunidad parroquial a la Iglesia diocesana, hasta abarcar a la Iglesia universal. En ninguna de ellas puede faltar el servicio organizado de la caridad. También la Iglesia diocesana como comunidad ha de poner en práctica el amor. Si no existiera Cáritas diocesana deberíamos crearla. Pues el servicio del amor necesita también de una organización.
Lo he dicho y lo vuelvo a repetir hoy. El ejercicio de la caridad es uno de los ámbitos esenciales de toda comunidad eclesial, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio de la Palabra: practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia tanto como el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio. La Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra.
La caridad es el principio de la vida y del hacer de la comunidad cristiana en el mundo; es el corazón de toda auténtica evangelización (Juan Pablo II). Por amor, la Iglesia toma la iniciativa y sale al encuentro de lo perdido, del pobre y del que sufre. Por amor se compromete a servir la esperanza depositada por Dios en el corazón de la creación. Los discípulos del Reino, se sienten impulsados a caminar en el amor del Padre celeste que “hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45). La gratuidad y universalidad es y debe ser una nota de la acción caritativa de nuestra Iglesia.
La Iglesia se presenta como signo eficaz de la presencia operante de Dios en la historia, cuando su fe obra por amor y se entrega a construir la fraternidad en Cristo. La acción caritativa es, por tanto, una expresión externa de la entraña misma de la Iglesia. Puesto que Cristo la fundó para ser signo e instrumento de su amor salvador en la historia, la Iglesia debe amar a todo hombre en su situación concreta. Misterio de comunión y misión, no sería reflejo del amor divino si no tomase en cuenta las nuevas condiciones de vida de los hombres, en particular de los pobres. En el curso de la historia, el Espíritu no cesó de suscitar una creatividad en ella con el fin de aportar respuestas a las diferentes formas de pobreza. Y, hoy, el Espíritu abre también delante de nosotros nuevos caminos, pues la comunión en la verdad del Evangelio se verifica y prolonga en el servicio a los pobres (cf Gal 2, 1-10). De la comunión eclesial instaurada en Cristo brota de forma espontánea el compromiso con el hermano cansado y agobiado.
La celebración del amor, el anuncio del Evangelio, la comunicación de bienes, tal como se concreta en la acción social y caritativa son indisociables. La comunión en la verdad y en la fracción del pan entraña la comunión de bienes.
La Eucaristía, sacramento del amor, articula estos elementos constitutivos de la vida y misión de la comunidad presidida por el ministerio apostólico. En la fracción del pan, la Iglesia celebra la pascua del Señor y queda hecha un solo pan. No se puede celebrar la cena del Señor y dar la espalda a los pobres, y al revés. Comulgar con Cristo es darse con él a los demás, amar hasta el extremo. La Eucaristía es fuente y culmen de la misión, centro y raíz de la comunidad cristiana. En el sacramento de la fe, el discípulo es transformado y se compromete a trabajar en la realización de un mundo más conforme con el reino de Dios.
La Eucaristía, que edifica a la Iglesia como comunión de fe, amor y esperanza, imprime en quienes la celebramos con verdad una auténtica solidaridad y comunión con los más pobres. En ella culmina el amor evangelizador del Señor; en ella reparte Dios el pan necesario para andar los caminos de la vida. Cristo se hace presente realmente en ella como ofrenda al Padre y manjar para el pueblo peregrino. Es el pan de los pobres que sostiene su anhelo de vida, su esperanza definitiva; así configura la vida y acción de la comunidad en el mundo. Es la expresión y el término de la vida de amor que ha de inspirar e impulsar la acción de los fieles en la historia.
El que se acerca al banquete sagrado se compromete a recrear la fraternidad entre los hombres. Fraternidad imposible, si cada uno permanece encerrado en sí mismo, en sus cosas e intereses. La comunión con Cristo comporta darse y acoger al otro como el hermano que me enriquece. Los comensales de la cena del Señor estamos llamados a vivir y actuar de acuerdo con lo que celebramos.
Cristianos y comunidades eclesiales, la Iglesia diocesana entera, estamos llamados a ser dóciles al Espíritu para construir la civilización del amor, que brota de la Eucaristía. Amor a Dios y amor a los hombres ha de ser el motivo y fuerza de nuestra existencia. El don del Espíritu será nuestra fuerza y nuestro sustento. Acojamos este don y dejemos que inflame nuestro corazón, que avive nuestro compromiso en la caridad, que siga alentando la vida de nuestra Cáritas diocesana. Así lo pedimos por intercesión de la María, la madre del amor hermoso. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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