La vocación al sacerdocio
En la reciente visita ad limina, el papa Francisco nos dijo que las vocaciones al sacerdocio son «un aspecto que un obispo debe poner en su corazón como absolutamente prioritario». Y ello no sólo porque necesitamos sacerdotes, sino sobre todo porque, como el papa emérito, Benedicto XVI nos dejó dicho, hemos de ser «conscientes del gran don que los sacerdotes son para la Iglesia y para el mundo; a través de su ministerio el Señor sigue salvando, se hace presente en nuestro mundo y santifica a los hombres”.
En un mundo cerrado a Dios y centrado en el bienestar material, en el disfrute inmediato y en el prestigio social, no es fácil hablar de la vocación al sacerdocio ni descubrir que el sacerdote es un don de Dios. Tampoco es fácil descubrirlo para los cristianos y la familias cristianas, si están tocados por esa mentalidad mundana y son víctimas de la actual cultura no vocacional. Las comunidades parroquiales, aunque piden tener un buen sacerdote, no siempre lo valoran como un regalo de Dios necesario para toda comunidad cristiana: si así fuera les llevaría a promover en su seno las vocaciones. Pese a ello, hemos de afirmar que la vocación sacerdotal y el sacerdote son un don de Dios.
La vocación y el ministerio sacerdotal son, antes de nada, un gran regalo de Dios para el propio seminarista o sacerdote, que no lo son por méritos propios sino por puro amor de Dios. La historia de toda vocación sacerdotal es un diálogo de amor: es la historia personal entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios en el amor; el don precedente de Dios y la respuesta libre , responsable y generosa del hombre son las dos caras inseparables de toda vocación sacerdotal. El Evangelio de Marcos presenta así la vocación de los Doce: Jesús «subió a un monte, y llamando a los que él quiso, vinieron a él» (3.13). Está por un lado la decisión absolutamente libre de Jesús y por otro, el ‘venir’ de los Doce, el ‘seguir’ a Jesús. La iniciativa libre y gratuita es de Jesús: él es quien llama, fruto de su amor de predilección.
Como entonces ocurrió con los Doce, también sucede ahora en el caso de la vocación sacerdotal: es Jesús quien mira con cariño, elige y llama; él es quien consagra y confía su misma misión, comprometiéndose a estar siempre con el elegido para que pueda cumplir la sublime misión que Él le encarga. El propio seminarista y el sacerdote han de vivirlo siempre con gratitud y alegría, y con generosidad y fidelidad crecientes. Por todo ello, el seminarista y el sacerdote están llamado a ser -ante todo y por entero- un hombre de Dios, apasionado por Jesús y por el anuncio del Evangelio. Al responder a la llamada de Dios, el sacerdote deja de pertenecerse a sí mismo para ser de Dios y, desde Dios, servidor de su Iglesia y de la humanidad entera.
Sí, la vocación sacerdotal y el sacerdote son un gran regalo para la Iglesia y para el mundo. A través de los sacerdotes, Cristo sigue presente hoy, sanando y salvando a los hombres. Los sacerdotes son enviados por el mismo Cristo para hacerle presente y para ofrecer a todos los hombres la salvación, la libertad, la vida y la felicidad verdaderas. Sólo a la luz del misterio de Dios, de su amor y de su irrevocable designio de salvación para todos, es posible comprender adecuadamente la vocación sacerdotal y el sacerdocio católico en su verdad más profunda: ser don de Dios para la Iglesia y para la humanidad, prolongando en el tiempo el único Sacerdocio de Jesucristo.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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